Desde sus primeros poemas Le devoir et l’inquiétude [El deber y la inquietud, 1917] hasta su última obra Poésie ininterrompue [Poesía ininterrumpida, 1952], el poeta francés Paul Éluard (Eugène Grindel, 1895-1952) ha profundizado en una experiencia poética de ejemplar significado.
Su obra se compone de numerosos y breves libros de versos, que fueron reeditados posteriormente en recopilaciones más amplias. Premiers poèmes [Primeros poemas] agrupan los ensayos iniciales del poeta hasta el momento en que, con Louis Aragon y André Breton, funda el grupo surrealista. Sus obras de este período aparecen reunidas en el volumen La jarre est-elle plus belle que l’eau? [¿Es la jarra más bella que el agua?], que señala el cese de su actividad en el seno del aludido movimiento. Gran número de otros breves volúmenes esperan todavía verse reunidos en un libro.
La obra de Paul Éluard discurre a través de una serie de períodos, cada uno de los cuales marca la posición del poeta frente a nuevos problemas humanos o puramente técnicos. Con sus dos primeros libros de versos Le devoir &t l’inquiétude y Poèmes pour la Paix [Poemas para la paz, 1917], Paul Éluard se revela sensible a las inquietudes de la escuela «unanimista» a la que por entonces se adscribían Georges Duhamel, Jules Romains, René Arcos, etc. Pero su voz se nos muestra más pura, rehusando simultáneamente el patetismo y la amplitud retórica. Éluard se da cuenta de que la emoción, para ser comunicable, debe inscribirse en una dicción más cuidadosa de la exactitud que del ritmo o del movimiento y, en consecuencia, procede a una condensación de su canto.
Desconfía de las amplificaciones de la voz y trata de acompasar el soplo inspirador a su respirar más íntimo. Éluard se esfuerza por restituir a las palabras su auténtico peso, huyendo de animarlas con una fuerza que les sería extraña. Procura en principio percibir el murmullo y dejar que nazca el silencio; aísla la palabra, la reduce a ella misma, en su genuino valor y trata, al insertarla en el poema, de mantener la pureza de su significación libre de toda contaminación extraña. Éluard pide al canto, es decir, a la expansión de la sensación o del pensamiento, nacer del poema mismo y no ser un movimiento exterior lo que arrastre al poema; aspira a supeditar el ritmo al lenguaje y no a encauzar deliberadamente éste por un ritmo dado o inventado.
Casi coincidiendo con estas experiencias, un nuevo movimiento de rebeldía, el Dadaísmo (v.), pone en conmoción las letras. Surge el año 1917 en Zurich, en el cabaret Voltaire, creado por Tristan Tzara y Marcel Janeo. Algunos poetas parisienses, entre ellos Paul Éluard, André Bretón y Louis Aragón, ingresan en sus filas. A partir de 1922, la revista «Littérature» se convierte en el portavoz del Dadaísmo en Francia. Pero en 1924 la aventura llega a su fin, y André Bretón, con Paul Éluard y Aragón, funda el Surrealismo (v.). El Dadaísmo fue un movimiento que intentó hacer tabla rasa de todos los valores y, en este sentido, se reveló esencialmente negativo, pero en la medida en que trató de someterlo todo, incluso su propia ideología, a un espíritu radicalmente crítico facilitó a los jóvenes poetas la tarea de abordar básicamente todos los problemas, orientándolos en una dirección creadora positiva.
Algunas obras de Paul Éluard escritas durante este período nos muestran la preocupación del poeta por dar una respuesta a todos los valores admitidos a través de una inexorable crítica del lenguaje. Parece como si la fe en el lenguaje estuviera tan arraigada en esta época que toda tentativa de desintegración de lo real debiera iniciarse necesariamente por el aniquilamiento de la propia poesía. Pero a la vez todo da la impresión de que, más allá de este esfuerzo desintegrador, los poetas vislumbraban la creación de un lenguaje virgen todavía y, al mismo tiempo, perfectamente adecuado a las necesidades reales del hombre, comunicable por naturaleza. Situado en esta perspectiva y encauzado por el Surrealismo, Paul Éluard da curso entonces a su actividad poética: Capitale de la douleur [Capital del dolor, 1926] y L’amour La poésie [El amor La poesía, 1929] agrupan los brevísimos poemas en los que la palabra es, en cierto modo, sugerida y en donde la dicción jamás cobra volumen a expensas de la emoción.
A partir de este instante, poema tras poema, Paul Éluard, por así decirlo, amaestra su verbo para ajustarlo, con progresiva ambición, en un canto de mayor amplitud. Es muy curioso observar cómo los últimos poemas se desarrollan constantemente en función de una métrica más rica: sin dejar de utilizar las palabras más simples, Éluard recrea pacientemente el instrumento tradicional de la versificación francesa: el alejandrino. Recreación que no sólo tiene lugar en un sentido de preocupación por la forma, sino que se acompaña de un esfuerzo del poeta para hacer que el mal se transforme en bien, la desesperanza en esperanza, la angustia en apaciguamiento y el sueño en realidad. Este esfuerzo, sin embargo, no es ajeno a la subjetividad del poeta, manteniéndose incluso en lo más íntimo de su ser. Éluard no descarta el mal, ni la desesperación, ni la angustia esgrimiendo razones intelectuales.
No niega estos factores sino que los asimila, interiorizándolos, para someterlos a un trabajo de transmutación, al término del cual logra sobrepasarlos. Para juzgar la obra de Éluard, hay que hacerlo en su conjunto y no en esta o aquella de sus partes; hay que juzgarla en su vocación íntima, en la dirección que busca concretar. La fidelidad de Paul Éluard estriba mucho menos en el cuidado de no apartarse de una línea ideológica dada que en un constante proyecto que el poeta ha mantenido siempre ante sí: cambiar la vida, transformar el mundo. Para Éluard se trata mucho menos de pedir a las escuelas literarias un conjunto de soluciones expeditivas, algunas recetas de fácil explotación, que una técnica de investigación, incluso una problemática. En este sentido su obra se mantiene siempre abierta, sin satisfacerse apenas con las soluciones que pueda proponerse en un momento dado.
Poesía y amor, se ligan íntimamente en esta obra, profundizando a medida que la marcha del poeta se acentúa y asegura. Olvido y negación del tiempo solicita de uno y de otro Paul Éluard, aspirando, no a describir sueños, sino a seguir en el poema la propia senda onírica. Su poesía está hecha de centelleos, de «iluminaciones», que se suceden según un ritmo y un juego de asociaciones puramente interiores. Por otra parte, el título de una de sus colecciones de versos, Mourir de ne pos mourir [Morir por no morir], tomado de un pasaje de Santa Teresa, nos lo muestra prosiguiendo su experiencia poética por las mismas rutas recorridas por los místicos españoles. Se trata de borrar el tiempo y de arribar a la «evidencia», donde el poeta ve la inocencia recobrada. Quien pueda adentrarse en la obra de Éluard sin convertirse a su vez en poeta, permanecerá en todo momento al margen de lo que haya leído.
Éluard no pertenece al círculo de los grandes poetas abstractos que, pese a sus posibles excelencias, parecen excitar nuestro sentido crítico. Olvidado de sí mismo, Éluard solicita del lector una constante colaboración, exigiéndole casi que amplíe su obra. Cierto que cada uno de sus poemas forma un acabado conjunto que sólo puede ser leído en su momento propicio, pero cierto también que, para el lector, jamás cesa de acabarse y de renacer. Difícilmente podemos salir indemnes tras una lectura de Éluard. El canto continúa en nosotros y nos empuja a la caza de ese algo inasequible que hemos presentido en ella. No en vano la constante inquietud del poeta estribaba en presentar su obra como «realizadora» más que como «realizada». Durante la Resistencia, en la que participó activamente, Éluard compuso una serie de poemas que agrupó bajo el título Au rendez-vous allemand, en los que supo dar rienda suelta a su cólera sin caer jamás en el énfasis. [Trad. castellana de María Teresa León y Rafael Alberti, Poemas (1917-1952), Buenos Aires, 1957].