[The Emperor Jones}. Drama americano en ocho escenas.
El negro Jones nos aparece en la primera escena señor de sí mismo, astuto, hábil, calculador; ha conseguido, con sólo su fuerza, llegar a ser emperador en un país de salvajes y ha acumulado riquezas que llevará consigo en el momento en que deba huir. Pero cuando se anuncia la rebelión, un poco antes de que él la esperase, y huye, la selva, extraña y enemiga, se levanta contra él, le desviste de sus vestidos solemnes y le pone en frente, sacándolos de la profundidad de su ser, no sólo los hechos de su vida pasada, sino también los más escondidos y turbios terrores de su raza.
Se le aparecen en primer lugar los espectros de los hombres que ha matado, fruto todavía de un humano y razonable remordimiento; pero la trágica fantasía que da origen al lamento de los esclavos encadenados y a la escena del pregonero nos revela el miedo atávico que aparece bajo el barniz de civilización; y la cobardía con que él se somete al brujo que le ordena el sacrificio ilumina su servidumbre a la superstición primitiva. El son del tambor, que primero tiene el ritmo de un pulso normal, pero que cada vez se hace más fuerte y más rápido, no es otra cosa sino el latir del organismo animal de Jones, el cual busca en vano protegerse con su inteligencia, con su voluntad, con su revólver, e incluso con la bala de plata que ha hecho fundir para consagrar supersticiosamente su propia orgullosa superioridad. La selva lo encierra entre espesos muros de tinieblas, opone a sus armas y a sus ruegos los fantasmas creados por su propio extravío. Jones no es muerto por los negros rebeldes guiados por el viejo Lem, sino por el desencadenamiento de sus propios instintos irracionales, por el miedo que le destruye para después lanzarlo desnudo, inerme y loco en manos de sus enemigos.
Para O’Neill, creador del teatro moderno americano, cada obra es una aventura original; enemigo de los esquemas fijos, para todo estado de ánimo, para toda situación nueva, crea una nueva técnica. El emperador Jones, más que un drama, es un monólogo interior dramatizado: en seis escenas, de ocho que tiene la obra, Jones no hace otra cosa sino hablar consigo mismo, o mejor dicho, con su instinto casi inconsciente; y este elemento originario — que en La luna del Caribe se identifica con el mar — es aquí todo uno con la selva, la cual se abre para dar paso a los fantasmas perseguidores, y se vuelve a cerrar después «de haber llevado a cabo su secreto intento».
A. Prospero Marchesini