Tragedia en cinco actos del romántico danés Adam Oehlenschláger (1779-1850), compuesta en Italia en lengua alemana en 1809, traducida luego al danés por el mismo autor y publicada en 1811. Antonio Allegri está trabajando en un cuadro de tema sacro: le sirven de modelos su mujer, María, y su hijito Giovanni. Para aumentar la piedad de la escena manda intervenir también a un ermitaño, Silvestro. A la bondad de esta familia se contrapone la baja y criminal envidia del tabernero calabrés Battista; aquella virtuosa felicidad doméstica es amenazada por el libertinaje señorial de un noble de Parma, Ottavio. El segundo y tercer acto ponen a Allegri, aún desconocido del mundo y de sí mismo, frente a Miguel Ángel y a Julio Romano, a los que un accidente de viaje obliga a detenerse en Correggio. El malvado Battista, al que el descontentadizo Miguel Ángel trata de mala manera, con un falso cuento instiga al ingenuo Allegri contra él, y el pobre, sólo demasiado tarde, se da cuenta de quién es su interlocutor. Huraño y orgulloso, el gran maestro abate con un juicio despreciativo al imprudente y oscuro pintor. Interviene para consolarle su compañero de viaje, Julio Romano.
Muerto Rafael, le dice, en Italia «pintor no vive que mayor sea / que usted, Antonio Allegri da Correggio». Julio Romano persuade por fin al reacio Miguel Ángel para que dé satisfacción a Allegri, y aquél, reconociendo sus cualidades, le deja incluso, en señal de aprecio, el famoso anillo con la Vendimia de las Dríadas. Luego, en Parma, en la galería del palacio de Ottavio, al que fue a llevar su último cuadro, Allegri ve por primera vez pinturas ilustres de los flamencos, de Mantegna, de Durero, de Leonardo, de Holbein, de Fra Bartolomeo y, obra maestra entre las obras maestras, la Santa Cecilia de Rafael; y la conciencia de su valor se reanima. Allá, donde se duerme de cansancio, es coronado de laurel por una linda y sabia jovencita, una noble Celestina de Florencia, que, oponiéndose al proyecto de su padre, acababa de rehusar las bodas con el frío y egoísta Ottavio. El libertinaje señorial cede de otra parte sin oposición frente al amor conyugal; pero la sorda envidia de Battista, que además de ser tabernero en Correggio es también administrador de Ottavio, no cede; y el malvado carga sobre la espalda del pobre pintor un pesado saco de monedas de cobre, que representa la suma que Ottavio le debe por el cuadro, y azuza luego a los bandidos contra él. Pero su criminal propósito es trastornado por el jefe de la pandilla de los bandoleros, Valentino, quien afirma que bandidos y artistas son hermanos; pero de todos modos Allegri cae debido a su debilidad y a su fatiga.
Llega cerca de una fuente y muere después de volver a ver por última vez a su mujer y a su hijo, que andaban buscándole. Y acaba de morir, cuando llega un mensajero del duque de Mantua para invitarle a ir a la corte del duque, por indicación de Miguel Ángel y Julio Romano. Es demasiado tarde. «Caído bajo el peso de la necesidad / Y de la envidia el mártir allí yace.» La sentimental tragedia no tiene verdadero valor de arte. El dibujo no es perfecto, los caracteres son superficiales y convencionales, las invenciones torpes. Pero es significativa por la concepción romántica «que quien en este mundo desolado / Al noble y al Sumo entender quiere, / Ir al encuentro del martirio debe, / Y sólo de muerto a vivir empieza.» Correggio es un alma bella, «demasiado buena y gentil para este mundo»; y por ello cae víctima de la necesidad, de la maldad y de la incomprensión. El arte es además algo análogo a la religión; como ésta, es un puente entre la tierra y el cielo, un medio de comunión con Dios y la naturaleza; como ésta, brota sólo en las almas de «juvenil sentir», de la «sencilla piedad». «Con puro corazón y con sentir sincero / Siempre atendí a mi trabajo», dice de sí mismo Correggio. Éstos son los valores morales y al mismo tiempo artísticos que el autor exalta. De aquí, en los actos segundo y tercero, el contraste entre la tradición en que el escritor cree encontrar tales valores — y que de Cimabue y de Giotto va a Rafael, Julio Romano y Correggio, y en la que dominan el sentimiento y el color — y la manera de Miguel Ángel, toda dibujo, anatomía, «gran estilo». La concepción romántica del artista mártir y santo, y del arte como algo análogo a la religión que Oehlenschlager dramatiza, había tenido su primera y franca expresión en las Efusiones del corazón (v.) y en las Fantasías (v.) de W. H. Wackenroder; entretanto los pintores «nazarenos» intentaban realizar en aquellos años la idea de un arte piadoso; a Goethe no le gustaban ni los unos ni los otros.
V. Santoli