[Contemplazione della morte]. Precedidas por un «Mensaje» a Mario Pelosini, son cuatro prosas de Gabriele D’Annunzio (1863- 1938), publicadas en 1912. Bajo la impresión de la muerte de Giovanni Pascoli y de un viejo y espiritual amigo, Adolfo Bermond, el poeta quiere recoger, a guisa de libro devoto, algunas meditaciones sobre la vida y la muerte, más allá del intento pseudomístico que había sido el núcleo del «Segundo amante de Lucrezia Buti (v.); la unidad indivisible de espíritu sentida en la vida íntima del poeta. «Bajo el fervor más elevado, bajo la más profunda agitación, mi bestialidad persiste, oh joven amigo», dice en el «Mensaje», donde encontramos una alegoría de una embriaguez extremadamente poética: el episodio del paseo, con los pies descalzos, por una selva virgen infestada de víboras; asimismo el éxtasis místico junto a los restos mortales de un amigo, que se inserta y concluye con la patética representación de la perra recién parida, con sus cachorros, y de la otra perra henchida de leche que le mataron los hijitos, descripción bella y patética, pero tan sólo porque no es más que voluptuoso y vibrante amor a la vida sensible. Tan lejos quedan estas escenas del misticismo religioso, como alejadas del tipo de especulación naturalista que duró hasta el Triunfo de la muerte (v.) y de la fastuosa esplendidez que culmina en el Fuego (v.).
Así, en otra admirable alegoría, buscando el punto preciso de un eco, de cuando en cuando «lanzaba un grito de llamada; y cada llamada quedaba sin respuesta; y cada vez iba en aumento una especie de tristeza tediosa e inútil, porque buscaba algo divino y el grito era mecánico, la palabra de señal era casi risible». Es precisamente en la distancia entre lo mecánico del grito y lo divino que no consigue alcanzar, que se insinúa el temblor y la desazón de las Chispas del mallo (v.). «A menudo me parecía que todo yo no era más que un impedimento enorme para mí mismo, insuperable, contra el cual no tuviese poder, sino tan sólo ira», dice, cuando más excitado está por el extremado deseo del amigo de que se haga cristiano; pero aquí también, en el específico misticismo, lo que poéticamente importa es aquel misticismo en cuanto ocasiona de nuevo el temblor de ansia que más adelante producirá prestigiosas apariciones en ingrávidos tonos de fábula. Artísticamente el peligro de estas evocaciones y estados de ánimo residen en la misma dificultad del asunto, suscitar lo divino alrededor del grito mecánico, y entonces, los recuerdos acumulados permanecen corpóreos e inconexos entre sí, como la casi totalidad de los que se refieren a Pascoli; otro peligro es el excederse en suavidad, el creer demasiado en el tema místico como tal, y por este lado el librito repite, desarrollándolo con desagradable coherencia, el celo ambiguo y muelle de los escritos místicos del Aventurero sin ventura (v.).
Pero sería injusto reducir el librito a la medida de sus peores páginas; entre las mejores de las Chispas [Faville], en cambio, entre las más ligeras hay que contar también, además de los puntos ya mencionados, por lo menos el llanto de la hermana Ana, como lo recuerda el poeta ante las lágrimas que el viejo amigo ha derramado ante él, acompañándolo tímidamente, sin hablar.
E. De Michelis
La Contemplación es la cosa artísticamente menos pura; es el escrito de ocasión alargado e hinchado sobre uno de los esquemas acostumbrados. (R. Serra)