[Jaune, bleu, blanc]. Compilación de trabajos en prosa de Valéry Larbaud (nacido en 1881), publicada en 1928. Como en Aux couleurs de Rome, se trata de un conjunto aparentemente dispar de ensayos, notas de viaje e impresiones rápidas captadas de todos los paisajes del continente (Italia, España, Portugal, Inglaterra, París y el Borbonesado). Larbaud jamás emprende un viaje de estudios; se deja llevar de manos del azar, observa, compara y pronto encuentra en cualquier parte algo que le encanta. En Florencia se maravilla de la lengua tos- cana, que sabe servirse con magistral desenvoltura de palabras demasiado literarias para otros dialectos. A Recanati llega bajo la penosa impresión que poco antes le ha transmitido Leopardi: una Recanati de pesadilla, donde el poeta ve herirse sus alas contra los barrotes de la mezquina jaula que le brinda la vulgaridad de sus habitantes «provincianos toscos y por regla general barbudos». Pero pronto los ojos de Larbaud descubren otra Recanati, que, bajo su bóveda azul, le muestra un rostro más propicio impulsándole a reconocer que «en realidad, no es inhabitable». En otro viaje, descubre un viejo cuaderno de notas de 1912 que le induce a reconstruir una antigua jornada pasada en Como. En Orte, donde la «gigantesca sombra de Samuel Butler» le acompaña sin cesar, conoce el hastío de la vida nómada y Scéve le advierte que «es vano el trabajo de visitar distintos países».
Pero ¿cómo podría renunciar a emprender nuevas rutas? Un corto paseo por Inglaterra, en el Warwickshire, al molino abandonado de Iñigo Jones, donde percibe el latido de «verdadero corazón de Inglaterra», y héle aquí en una tierra desconocida todavía: Portugal, y Lisboa que le encanta con sus palacios, sus bellas mujeres y sus canciones populares. Como sucumbiendo a una fantasía juvenil, a una invencible y dulce tentación, aprende el nuevo idioma: auténtica aventura que se inicia con la indiferencia y el creciente interés de la novela extranjera comprada al azar, y que ya no se detiene después de haber llegado al final. Aquí el recuerdo completará la observación y lo que el viajero no haya observado en principio, lo encontrará más tarde. Larbaud se interesa también por España y su nueva literatura: Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Ángel Ganivet… al tiempo que nos informa de un proyecto de novela que se forja por entonces: Sa moitié d’orange. Vuelve a París pero sin abandonar ni renunciar a nada de lo adquirido en el mercado de Europa: la capital de sus sueños se verá enriquecida con «otras diez grandes ciudades, donde, como aquí, hemos buscado la dicha, la amistad, y el amor, y la soledad, y a nosotros mismos…» Parisién de pies a cabeza, tal es Larbaud, «cuyo horizonte se extiende mucho más allá de su ciudad y que conoce el mundo y su diversidad…» Enamorado de su París no por eso es indulgente y, con su pluma, traza esos feroces bocetos de tipos parisinos: el «pequeño burgués, barrigudo, de lentes y perilla», lacra del primer período «entre dos guerras»; la jovencita emancipada, «rubia y frágil de aspecto, pero capaz de sufrir los más rudos asaltos con un suspiro…».
En ninguna parte donde se encuentre es un extraño este viajero, que jamás se pierde por la equívoca senda del exotismo, palabra que para Larbaud parece carecer de significación. Asombra la ductibilidad de este espíritu, ductibilidad que nos dice que también él tiene sus muertos y su tierra; un amplísimo escenario a través de todo el continente. «Turista en su propio país», Larbaud sabe entrar en comunión con todas las diferentes poblaciones de la vieja Europa, a través del virtuosismo de un espíritu ligero, inmaterial y, no obstante de aguda sensibilidad, que se complace en conjugar los más diversos matices.