[The Italian Painters of the Renaissance]. Obra del crítico de arte americano Bernhard Berenson (n. 1885), publicada en edición definitiva en 1930 y compuesta de cuatro libros aparecidos separadamente bajo los siguientes títulos: Los ‘pintores venecianos del Renacimiento [The Venetians Painters of the Renaissance], 1894; Los pintores florentinos del Renacimiento [The Florentine Painters of the Renaissance], 1896; Los pintores del Renacimiento en Italia central [The Central Painters of the Renaissance], 1897; Pintores del Renacimiento en Italia septentrional [North Italian Painters of the Renaissance], 1897.
El primer libro, como los siguientes bastante breve, es una síntesis del desarrollo de la pintura veneciana desde el siglo XV al XVIII, dedicada a aclarar los méritos particulares— el primero de ellos su profundo sentido colorista — y a demostrar sus estrechas relaciones con el espíritu del Renacimiento. Con particular interés estudia el escritor la función cultural y social de la pintura en Venecía, la progresiva modificación de sus objetivos y el enriquecimiento de sus temas, desde los asuntos sagrados hasta las pinturas de ceremonia para el Palacio Ducal, y los retratos y cuadros de caballete para embellecimiento de las ricas moradas privadas. Dicha evolución es seguida en la obra de los mejores maestros: Bellini, Carpaccio, Giorgione, creador de un gusto nuevo en pinturas que pueden considerarse «el límpido espejo del Renacimiento en su altura suprema».
Tiziano, al menos en la madurez, y Tintoretto, pertenecen de hecho a una época distinta, en la que los ideales del Renacimiento, el espontáneo goce de la vida y de la belleza, declinan ya. Otras páginas interesantes están dedicadas a la pintura, rústica en los asuntos y sensualmente refinada en el color, de los Bassano; a Paolo Veronés; a la conclusión del siglo XVIII, con Tiépolo y los paisajistas de la tradición veneciana, así como a sus resonancias europeas. Pese a la riqueza de insinuaciones e ideas, y a la finura de algunas anotaciones psicológicas, por ejemplo sobre el mundo de Giorgione o sus retratos tizianescos, el libro tiene menos interés que los ensayos siguientes, en los que la crítica de Berenson adquiere una estructura teórica mucho más definida. Es importantísimo a este respecto el tratado sobre los Pintores florentinos.
El objeto principal de su indagación es la pintura de figura; Giotto, primera gran personalidad de la escuela, posee ya en alto grado la cualidad que, según el escritor, es esencial en este género: la virtud de hacer percibir al espectador, estimulando su conciencia táctil, el significado corpóreo y estructural de los objetos representados, más rápida e intensamente que en la realidad misma, para exaltar sus energías vitales. Un siglo más tarde, un sentido mucho más elevado de los «valores táctiles» permite a Masaccio crear tipos de humanidad más adaptados a aquel dominio y posesión del mundo que fue el sueño del Renacimiento italiano. Otra capital conquista de la pintura florentina después de Masaccio es la representación artística del movimiento, en la que las impresiones táctiles pasan a segunda línea respecto a las «sensaciones ideadas» de tensión y esfuerzo sugeridas al espectador. Gracias a su versatilidad, a su espíritu científico, a su estudio de la anatomía, consiguieron los florentinos, y especialmente Pollaiolo, hacer intuir en una sola figura una sucesión de movimientos, por medio de las nerviosas y tensas articulaciones de la «línea funcional».
Una quintaesencia de movimientos, casi por completo libre de todo peso corpóreo, es también la exquisita decoración lineal de Botticelli. En Miguel Ángel, en fin, culminan todas las tendencias de la escuela florentina; ningún otro artista ha comprendido mejor que él las posibilidades artísticas del desnudo, ni ha sabido tratarlo con mayor sentido de los valores táctiles y dinámicos, hasta imprimir en las figuras una insuperada y sobrehumana energía. El libro sobre los Pintores de Italia central ilustra en las primeras páginas, a propósito de Duccio y de la escuela sienesa, otro principio fundamental, implícito por otra parte en las teorías precedentes y concerniente a la relación entre «decoración» e «ilustración» en la obra de arte.
Por decoración entiende Berenson los elementos que se dirigen directamente a los sentidos, como el color y el tono, o que directamente suscitan sensaciones imaginativas, como la forma (es decir, los «valores táctiles») y el movimiento; por ilustración, cuanto nos interesa por el valor de las cosas representadas tanto en el mundo externo como en nuestro mundo interior. Los elementos decorativos e ilustrativos pueden coexistir en una misma obra de arte; pero sólo los primeros — en cuanto son capaces de exaltar los comunes procesos psíquicos con que percibimos la realidad, inmunizándolos de sensaciones físicas perturbadoras — tienen un valor estético intrínseco absoluto, que falta a los segundos, de naturaleza contingente y ligados a las variaciones de los ideales y del gusto. Duccio, por ejemplo, es sobre todo un exquisito ilustrador, dotado además de un refinado sentido de la composición.
También los pintores de Umbria — Pinturicchio, Perugino —, en cierto modo continuadores de los sieneses, unen al talento ilustrador una calidad esencialmente estética: la composición espacial, que, representando el espacio tridimensional, nos hace respirar en él más libremente, identificándonos con el universo y provocando así, según Berenson, una emoción religiosa. El supremo maestro de la composición espacial es Rafael, que es al mismo tiempo el más excelso ilustrador del Humanismo, intérprete del mundo clásico y bíblico en perfectas visuales. El cuarto y último libro sobre los Pintores de Italia septentrional, menos interesante desde el punto de vista teórico, es el más rico en felices juicios críticos, como demuestran las páginas sobre el romanticismo de lo antiguo en Mantegna, sobre la exasperada violencia plástica de Tura y de los ferrareses, sobre Foppa y sobre los brescianos, sobre los lombardos leonardescos y su abuso de elementos extra- artísticos como la expresividad psicológica y lo gracioso. El libro termina con una brillante interpretación del arte de Correggio.
De su larga experiencia de «connaisseur», inicialmente seguidor de Giovanni Morelli, se sirvió Berenson para redactar los catálogos de las obras de los artistas, adjuntos a cada uno de los libros, refundidos más tarde y muy ampliados en un volumen titulado Pinturas italianas del Renacimiento (Oxford, 1932). Los Pintores italianos del Renacimiento no son, según el autor, un ensayo de historia del arte, sino más bien el esbozo de una teoría de la pintura de figura, construida sobre todo con los ejemplos ofrecidos por el «quattrocento» toscano. Este planteamiento teórico, que de hecho daña no pocos juicios, como los referentes a Paolo Uccello y los llamados «naturalistas» florentinos, no puede, pese a la despreocupada y penetrante viveza de la exposición, considerarse completamente original. Los conceptos de Berenson se reducen, en realidad a una formulación secundaria y contaminada de criterios psicofisiológicos, de la teoría de la «pura visibilidad» (v. Escritos sobre el arte), y provocan, en consecuencia, dificultades todavía mayores.
Incluso la distinción, afortunadísima, entre elementos decorativos e ilustrativos, cuyo esquemático rigor el mismo Berenson trató de atenuar más tarde, es del todo inaceptable, en cuanto produce una peligrosa escisión en el tejido vivo de la obra artística. Sin embargo, tanto ésta como el conjunto de las doctrinas de Berenson tienen un enorme valor polémico, de reacción contra la crítica preocupada sólo por el «asunto». Poquísimos escritores, en este aspecto, han influido más que Berenson sobre la moderna crítica de arte. [Trad. española de Amelia I. Bertarini (Buenos Aires, 1944) y de Juan de la Encina (México. 1944) ].
G. A. Dell’Acqua