Nació el 31 de mayo de 1819 en West Hills (Long Island) y murió el 26 de marzo de 1892 en Camden (Nueva Jersey). En su ascendencia prevalecían los elementos cuáquero y holandés. Su padre, carpintero de edificios, patriota e individualista a la manera norteamericana propia del siglo pasado, creía ardientemente en el liberalismo radical. La influencia del cuaquerismo resultó más intensa del lado de su madre, cuya fe en la luz interior y en la inspiración divina heredó el hijo; el coloquio directo de Dios con el alma era para aquélla una certeza que Walt sólo debía modificar añadiendo: con la carne y a través de ella, compañera inseparable del espíritu. Whitman vio la luz en una casa de campo; a los cinco años se trasladó, con su familia, a Brooklyn, frente al puerto de Nueva York, entonces próximo a la campiña y con un fácil acceso al mar.
Éste, el campo y la ciudad alentaron el hambre voraz de sus sentidos, y proporcionaron a la imaginación del muchacho una sustancia, si no una forma. Walt era un niño desmañado, de buen carácter pero poco prometedor, y abandonó la escuela a los once años; trabajó sucesivamente como dependiente y aprendiz tipográfico; a los diecisiete años era maestro ambulante. En 1838 realizó una primera experiencia en el campo periodístico, ocupación con la cual habría de ganarse el sustento durante gran parte de su vida. Incluso como poeta poseía cierta mentalidad de reportero, que le inducía a saquear sistemáticamente el mundo en busca de temas Sus primeros escritos fueron textos periodísticos, en general de acuerdo con el gusto convencional y tan insípido de la época: bosquejos, ensayos didácticos y efusiones patrióticas y sentimentales.
Durante muchos años nada aparece en cuanto escribió de la oscura y soñadora inquietud, de la tendencia al ensimismamiento místico, del voluptuoso narcisismo, de la indolente sensualidad ni del afán de miradas, sonidos y olores que encontraron desahogo cuando, a los veintidós años, Whitman sumergióse en el tumulto de Nueva York. Allí se mezcló afanosamente con la abigarrada fauna de las calles, anduvo a empujones entre las muchedumbres de Broadway, y saturóse de obras musicales italianas y francesas, de oratoria y de teatro — normalmente de melodramas o pomposas y retóricas imitaciones de Shakespeare—. Cuanto absorbió durante este período — y debe tenerse en cuenta que su poder de absorción era parecido al de una esponja — había de volver al exterior poco después, mezclado con recuerdos de la infancia, en Hojas de hierba (v.); mientras tanto, empero, lo que escribía (y lo hacía incesantemente) eran sólo textos de hábil periodismo o de efecto fácil.
Entre estas publicaciones y el cuaderno al que en 1847 empezó a confiar notas incoherentes de carácter apocalíptico, profético, evangélico, rapsódico y místico — el primer esbozo de Hojas de hierba — existía una diferencia tan considerable que no puede aún ser explicada a la luz de la psicología racional. Tampoco es posible seguir la evolución de la obra en la mente de Whitman. A los dos años durante los cuales el poeta fue director de The Brooklyn Eagle, uno de los múltiples periódicos a los que se halló vinculado, siguieron un viaje de negocios a Nueva Orleans que le hizo conocer el Oeste y el Sur, y, luego, una fase de siete años acerca de la cual poco sabemos, salvo que vivió ocupado en toda suerte de actividades; leyó extensa, si no profundamente, a centenares de autores a quienes debió de saquear para sus Hojas, entregóse al ocio e «invitó a su alma» a la playa de Long Island y tuvo una de las visiones místicas «del mundo cual amor» en las que se inspira Hojas de hierba.
La primera edición de la obra, muy breve, apareció en 1855, y fue concebida y publicada casi enteramente por Whitman. El autor anunciaba en ella el afán, de inspiración celestial, que le inducía a convertirse en poeta y profeta del hombre común, en bardo de la democracia y encarnación de la «divina mediocridad». Pretendía llegar a ser la voz de cuantos seres no la poseen y, sin embargo, son tan corrientes y elocuentes como la hierba; de todas las especies y condiciones humanas; de la totalidad de las cosas del mundo físico; del cuerpo humano, y del sagrado e inefable poder del sexo. Extendía sobre todos los hombres y los seres un amor imparcial, acrítico; en esencia, y a menudo explícitamente, sexual. Sin embargo, la sexualidad de este pedazo de ser humano vigoroso y algo bohemio, con una mórbida piel rosácea de niño, se hallaba tan fuera de lo común como su mente; resultaba no más homosexual que heterosexual, y más bien infantil en su esencial narcisismo y en la indiferencia respecto del género de las cosas: en la imaginación, si no en los hechos (que no son conocidos), fue sucesivamente amado y amante, mujer y hombre, niño en el regazo materno y madre cariñosa con su hijo.
El libro pasó, en general, desapercibido, aun cuando no para Emerson (v.), quien creyó ver en su autor la encarnación de las propias concepciones acerca del norteamericano futuro. En realidad, Whitman había aprendido mucho del «sabio de Concord»: «Yo empezaba a burbujear, y Emerson me llevó a la plena efervescencia». En 1856 apareció una segunda edición aumentada, y en 1860 una tercera, todavía más extensa; el libro siguió creciendo hasta la muerte del escritor. Mientras tanto, el círculo de las relaciones de Whitman iba ampliándose; lo mismo ocurría, lentamente, con su reputación dentro y fuera del país. Su actividad periodística terminó con la guerra civil, durante la cual el literato dedicóse con ternura maternal a curar y consolar a los heridos de los dos bandos. La experiencia dio nuevos y más profundos matices a su producción (Toques de tambor [Drum Taps] — texto incorporado a las Hojas), pero minó la salud del poeta.
Después del conflicto, trabajó como modesto funcionario del gobierno en Washington; finalmente, su superior le despidió al descubrir que había escrito un libro indecente. Los amigos, empero, acudieron a defenderle, y le obtuvieron un cómodo empleo, que desempeñó durante ocho años. En 1871 apareció su tratado sobre la democracia Perspectivas democráticas [Democratic Vistas], formado por textos en prosa más bien inconexos. En 1873, inválido a causa de un ataque de parálisis, retiróse a la casa de su hermano, en Camden (Nueva Jersey).
Allí, salvo en ocasión de algunos viajes esporádicos, pasó el resto de su vida, y se dedicó a la ampliación de las Hojas y a la composición de las reflexivas notas autobiográficas aparecidas bajo el título Días ejemplares (v.); desempeñó hasta el final el papel de patriarcal y barbudo «buen poeta gris», y recibió en su desordenado aposento (que paulatinamente fue convirtiéndose en un santuario) a visitantes de todo el mundo. El tiempo transcurrido a partir de su muerte es suficiente para que la obra de nuestro autor pueda sobrevivir a la adulación de una turba más bien nauseabunda de apóstoles; los lectores a quienes repugnan igualmente la persona y la mentalidad de Whitman han empezado a reconocer que se trata seguramente de un gran poeta.
S. Geist