Nació el 30 de marzo de 1853 en Groot-Zundert (Holanda), en el seno de una familia de comerciantes de arte, orfebres y pastores (a esta última profesión se dedicó su padre), y murió en Auvers-sur- Oise (Francia) el 27 de julio de 1890. A los dieciséis años empezó a trabajar en un negocio de objetos artísticos; pero abandonó pronto este empleo e inició los estudios superiores de Teología, que interrumpió al cabo de un año (1878). Marchó entonces a Bélgica, y vivió entre los mineros de carbón de Borinage, entregado a una misión evangélica voluntaria. Carecía de dotes de predicador, y hablaba poco; con todo, ofreció al apostolado su vida entera. Con el ayuno, durmiendo en el suelo, y tras haberse hecho más pobre que quienes le rodeaban, llevó su cometido y su ejemplo a tal nivel que su Iglesia prohibióle seguir adelante.
Desengañado y amargado, permaneció algún tiempo en Bélgica trabajando. Sin embargo, algo grande había dentro de él, una verdadera vocación; el deseo de iluminar a los hombres, de enseñarles a caminar hacia la alegría y de conducirles al encuentro de Dios. ¿De qué forma, empero? Entonces, precisamente, sintió la atracción de la pintura. Inducido también a ella por su hermano Theo, su único amigo y auxiliar indefectible, resolvió cultivar tal inclinación; y, así, empezó a dibujar asiduamente y a estudiar. Hasta 1884, no obstante,’ en su casa paterna de Neuenen, no comenzaría a pintar las primeras obras de importancia: los «Tejedores», los «Comedores de patatas» y las cabezas y figuras de campesinos que forman actualmente, junto con innumerables dibujos, el conjunto de sus obras del «período oscuro». La repentina clarificación de su paleta ocurrió cuando en 1886 trasladóse a París y se relacionó con los impresionistas y posimpresionistas en la tienda de colores del «pére Tanguy» (de quien pintó el conocido retrato).
Poco después les igualó en la delicadeza atmosférica y cromática mediante la cual renovó profundamente su arte pictórico; junto con el ambiente había descubierto la luz. Su principal descubrimiento, empero, era el de Seurat y los japoneses, que le extasiaron. En el mundo parisiense, hervidero de pintura y polémica, solamente la perfecta calma de un pintar firme y silencioso aun cuando vibrante, imagen de la fijeza solar del universo, podrá impresionarle y definir para siempre su afán del absoluto pictórico: Seurat, no Monet. Luego abandonó la experiencia siquiera fecunda del impresionismo, y dejó incluso París; en 1888 establecióse en Provenza, en Arlés, donde el sol intenso del país le aplacó y exaltó al mismo tiempo. En esta ciudad precisamente pintó la mayoría de sus telas más célebres y puras, y allí también escribió sus páginas más Claras y profundas. Presa de un furor de creación que no habría de perder jamás, trabajó día y noche desesperadamente, hasta que sus nervios, agotados por la fatiga, los prolongados ayunos a que la miseria obligábale, y, sobre todo, la soledad extremada, le llevaron a terribles crisis.
Durante una de éstas, llegado a una disputa con Gauguin, quien habíasele reunido por algún tiempo en Arlés antes de partir hacia Martinica, le persiguió y amenazó con la navaja. Después de ello, consciente de su condenable actitud, dolorido y arrepentido, quiso castigarse y expiar, y cortóse una oreja. La crisis quedó pronto superada; sin embargo, los arlesianos le forzaron a marchar: le tenían miedo y no compasión. Mortalmente herido en su propia humanidad tan llena de amor, y desesperado por el posible sacrificio, bajo unos cielos sin sol, de la placidez solar alcanzada en su pintura, en la que sabe encerrado un mensaje humano, decide pedir el ingreso en el manicomio de Saint-Rémy para su restablecimiento. En el angustioso asilo, dolorosamente consciente de sí mismo y de su existencia deshecha (víctima ya, también, de desengaños amorosos), trabajó un año entero. Sin embargo, se hallaba enfermo, cansado y falto de esperanza, y solicitó el permiso para salir del establecimiento benéfico.
Ayudado por el hermano, volvió desmejorado, pero atraído todavía intensamente por la pintura, a las regiones septentrionales del país; en Auvers-sur-Oise, cerca de París, halló finalmente hospitalidad y aprecio junto al doctor Gachet. Su espíritu, no obstante, se encontraba irremediablemente perturbado por una tristeza inconsolable. El artista sabe ya que «la miseria no tendrá fin jamás»: durante su vida no había logrado vender sino un solo cuadro. El fracaso aparece completo ante el hombre humillado, que ignora haber superado a todos en su grandeza de pintor. Transcurría entonces el año 1890. El 27 de, julio, en el silencio de los campos bajo el sol, Vincent disparóse el pistoletazo que le llevaría a la tumba dos días después.
Al cabo de seis meses, acabado por el dolor, seguíale su hermano Theo (enterrado a su lado en el pequeño cementerio de Auvers), quien dejó un documento único de una amistad y una caridad fraterna incomparable, en la colección de Cartas al hermano ‘(v.), correspondencia dirigida a él por Vincent, el cual fue narrándole en ella sus episodios cotidianos, la historia de una sublime existencia humana: una vida impregnada de espíritu religioso, continuamente en busca de Dios.
G. Veronesi