Según parece, nació en 306 ó 307 en la ciudad de Nisibi (Mesopotamia septentrional), y murió en las cercanías de Edesa en 373, probablemente el 9 de junio.
Es una de las figuras más luminosas de la literatura siríaca: el «Sol de los sirios», como ha sido llamado por sus compatriotas, y el «Dante de su tierra», como lo califica un erudito italiano. Gran escritor, teólogo y hombre de acción, compendia en sí mismo el pensamiento cristiano de la Siria del siglo IV y puede ser dignamente colocado junto a sus ilustres contemporáneos Atanasio y Basilio.
La eficacia de su pensamiento queda probada por la conversión del docto protestante G. Bickell al catolicismo tras el estudio de los textos de Efrem Su padre era pagano y expulsó al hijo de su casa cuando éste, amigo de los cristianos, demostró simpatías por la nueva religión. Acogido por el obispo de Nisibi, recibió el bautismo a los dieciocho años.
En la escuela fundada por el prelado Jacob y llamada «de los persas», Efrem llegó a ser comentador de la Sagrada Escritura. Trasladado en 363 a Edesa, continuó en esta ciudad su labor docente. Durante la etapa de Nisibi compuso varios escritos, de los que sólo han llegado hasta nosotros los denominados Carmina Nisibena.
En el curso de su estancia en Edesa practicó también la vida monástica en la forma eremítica y trabó amistad con dos anacoretas a los que, una vez muertos, exaltó en elegantes poemas. En esta última localidad escribió numerosos discursos para declamar, himnos cantables bajo su propia dirección y comentarios destinados a ser explicados en la escuela.
Desarrolló además una labor apostólica entre los fieles de la población y luchó contra las herejías; en algunas ocasiones abandonó el cenobio para dar mayor eficacia a su lucha contra los herejes, los seguidores de Mani, de Bardesane y de su hijo Armonio en particular, a quienes combatió en muchos de sus textos.
Para alcanzar éxito en esta empresa compuso himnos semejantes en cuanto a la forma a los heréticos y fáciles de ser comprendidos y cantados por el pueblo. Según parece, en esta época realizó una visita al gran Basilio de Cesarea, el cual debió de ordenarle de diácono. Vio amargados sus últimos años por algunos acontecimientos e infortunios públicos; una invasión de los hunos y un período de escasez, cuyas calamidades trató de aminorar prodigándose en la distribución de auxilios a los indigentes.
Se le veneró como santo y una encíclica de octubre de 1920 situó su fiesta en el calendario eclesiástico universal el día 18 de jimio; ha sido declarado doctor de la Iglesia. Sus escritos, muy numerosos —parece haber compuesto tres millones de versos —, reflejan fielmente su vida, su fe, sus ideas teológicas y su lucha contra las herejías.
No siempre, empero, tales textos han llegado incólumes hasta nosotros; y así, las versiones griegas de muchos de ellos difieren a menudo y notablemente de las originales, e incluso entre sí. Por otra parte, se le han atribuido obras que no pueden ser suyas; además, las frecuentes interpolaciones de que son víctima sus escritos hacen algo incierto el juicio de los críticos.
Basten, como ejemplo, los comentarios de la Sagrada Escritura en los que se discute sobre el texto hebreo del Antiguo Testamento o se confronta la versión siríaca conocida por «simple» («Peshittá») con la traducción griega de los Setenta: se ha podido comprobar que Efrem no conoció ni la lengua griega ni la hebrea. Sus comentarios a la Sagrada Escritura son los más antiguos conocidos en siríaco y fueron indudablemente compuestos en Edesa.
Poco es lo que, además de ellos, escribió en prosa nuestro autor. Todas las restantes obras son en verso y presentan la forma de la homilía métrica o del himno (v. Madhráshé). Más que teólogo, en tales textos se revela moralista y predicador.
G. Furlani