Nació en Kiskörös (provincia de Pest) el 1.° de enero de 1823, de padres de pobre condición y de origen eslovaco y murió en el campo de batalla de Segesvar el 31 de julio de 1849. Ya su padre, nacido y criado en un ambiente campesino puramente magiar, y que había borrado en él toda huella espiritual de sus antepasados, se mostraba orgulloso de su nacionalidad húngara y era férvido patriota. El ardiente nacionalismo del poeta, así como su fogosidad, obstinación e inquietud, eran herencia paterna, que se conciliaban bien con un temperamento fácilmente inflamable, un fuerte sentido de la realidad, la ausencia de toda inclinación hacia lo místico y lo abstracto, la integridad moral y las dotes de humorismo, todas ellas notas sobresalientes de su carácter, que compartía con la gente del pueblo, de la que se iba a convertir en la expresión poética más genuina y perfecta. Su padre, que trabajaba de carnicero, cambiaba a menudo de residencia, y así pasó el joven Petöfi los diez años de estudios en seis escuelas distintas, sin sobresalir en ninguna por su aplicación.
Cuando apenas tenía dieciséis años, abandonó la última y se entregó a una vida vagabunda, haciendo durante cuatro años de soldado, copista de teatro y actor sin talento, para encontrarse al fin cansado, enfermo e indigente en Debreczen. Allí se decidió a compilar las poesías que venía escribiendo desde años atrás y presentarlas a Mihail Vórosmarty (v.), la máxima autoridad de la vida literaria húngara de su tiempo. El mismo Petöfi no tenía conciencia de su propio valer, pero Vórosmarty lo reconoció, y con la ayuda de éste, que le procuró también un puesto en la redacción de una revista literaria, publicaba en noviembre de 1844 su primer volumen de poesías líricas. Se anunciaba en él un poeta originalísimo, totalmente independiente, bien del arte refinado y etéreo de los sentimentales, bien del «pathos» sublime de Vorósmarty.
Su sencillez, su brusquedad, sobre todo, suscitaron al principio gran estupor no exento de alguna desconfianza: con medios extraordinariamente sencillos, sin artificios ni estilizaciones, sabía trasladar al campo de la poesía innumerables temas que nadie antes que él había considerado dignos de tal honor; en contraposición a la lírica impersonal o superpersonal de sus predecesores, él se encontraba siempre presente en sus poesías, cuya rica temática tenía como fuente principal su misma vida: episodios y momentos, aparentemente efímeros pero captados con un sentido poéticamente eterno, se reflejan en sus versos. Contribuyeron de modo especial a conquistarle el favor de la crítica y del público sus «canciones populares» y el relato-fábula El valiente Juan (v.), de lenguaje espontáneo y garboso, en el que se crea un mundo fantástico y sentimental, «fusión perfecta de la realidad de la tierra y el sueño del alma magiar». Cuando todavía no había cumplido Petöfi los veintitrés años, ya se extendía su fama de un modo indiscutido por todo el país, a consecuencia del éxito de otros cuatro volúmenes, que aparecieron en 1845 y comienzos de 1846.
En aquellas colecciones dio lo mejor de su lírica amorosa que, aun siendo personalísima y nueva en la forma, resultaba tanto más fascinadora cuanto que desde el punto de vista moral se encontraba en plena armonía no sólo con la corrección de Biedermeier (v.) sino también con el sentimiento y las costumbres populares, nunca separados del pudor. La fogosidad de Petöfi era siempre inocente; exaltaba en las muchachas amadas la futura compañera de su vida y soñaba siempre con un amor único y eterno. Su primer amor le fue arrebatado prematuramente por la muerte, y Frondas de ciprés surge del recuerdo doloroso del poeta; en Perlas de amor, escritas para la segunda mujer amada, los lamentos de la renuncia siguieron muy pronto a los cantos de dulces esperanzas, porque los padres de la muchacha no permitieron que se realizara el sueño del poeta. El eco de este golpe lo encontramos también en Nubes, expresión de un pesimismo que, durante poco tiempo, lo expuso a la influencia de Shelley, Byron y Heine.
Le curó, sin embargo, muy pronto de su misantropía el nuevo, más grande y último amor por Julia Szendrey, la cual, primero como ideal ansiado e inasequible, después como prometida y, desde el 8 de septiembre de 1847, como esposa le inspiró las más bellas poesías de amor escritas hasta entonces en húngaro (v. Poesías, Fin de septiembre). La felicidad conseguida y el amor conyugal no han sido cantados por nadie con tantas variaciones y con tanta intimidad como por Petöfi Su lírica amorosa no sólo tuvo una eficacia irresistible por sus valores artísticos, sino que dictó además una norma moral, excluyendo todo acento licencioso, frívolo o erótico de la poesía amorosa magiar hasta finales de siglo. El otro fecundo principio inspirador de la poesía de Petöfi está constituido por el pensamiento democrático. Su patriotismo es ante todo amor por el pueblo oprimido; pero, al mismo tiempo, no soporta tampoco la dependencia política en la que su patria está languideciendo.
Del mismo modo que el individuo, la patria sólo puede manifestar sus energías espirituales y morales en un ambiente de libertad: el más alto de los bienes a que se debe aspirar, Esta adoración religiosa de la libertad se encuentra más allá de cualquier programa político, pero se concentraba prácticamente en los dos problemas más candentes del momento: la abolición de la servidumbre de los campesinos y la supresión del poder monárquico que esclavizaba igualmente a los nobles y a los siervos de la gleba. Mientras el liberalismo místico inspiró los más sublimes himnos de Petöfi, la actualidad y los acontecimientos concretos impidieron más de una vez su vuelo de águila: su poesía política ofrece la mayor disparidad de valores estéticos. Sus desenfrenados desahogos antimonárquicos no quedan a menudo purificados en su poesía y perjudican así determinados pasajes del poema El apóstol (v.), el mejor fruto de su pasión revolucionaria.
La obra surgió en el verano de 1848, cuando iba declinando la gloria de las jornadas de marzo, a la que tanto había contribuido el poeta con su Canto nacional (v.), y el extremado republicanismo de Petöfi lo había puesto en conflicto con la opinión pública del país. Los sucesos de 1849 parecían justificarlo, realizando sus profecías sobre el glorioso combate final contra el despotismo. Pero tomaban después un mal cariz por la intervención rusa y por el hecho de que Hungría hubiera quedado sola en Europa en lucha por la libertad. Entonces, el amor y la angustia por la patria acallaron cualquier otro ideal político y social en el ánimo del poeta: los últimos acordes de su lira fueron oraciones de patriota y cantos guerreros de los «honved», en cuyas filas él mismo dio su vida en holocausto de la libertad, no de una clase, sino de toda la nación.
Su figura pronto quedó rodeada por una aureola de leyenda, y los extranjeros sólo vieron en él, durante mucho tiempo, al heroico poeta-soldado. El general reconocimiento de su auténtica grandeza comenzó con el juicio de Hermann Grim, según el cual, «Petöfi, Homero, Dante, Shakespeare y Goethe parecen, en ocasiones, las encarnaciones intermitentes de un mismo poeta». Recordemos también de él los poemas El martillo del pueblo (v.), Homero y Ossian (v.) y Esteban el loco (1847, v.).
E. Várady