Nació en Flavia Neápolis, la antigua Siquem de Samaría (hoy Nablusa o Balata), a comienzos del siglo II; murió mártir en Roma entre los años 163 y 167. De familia pagana, y pagano él mismo, se convirtió al cristianismo en edad, al parecer, no muy joven, después de haber buscado inútilmente en las diferentes escuelas filosóficas — estoica, peripatética, pitagórica y especialmente platónica — la respuesta a los problemas que planteaba a su espíritu el amor a la verdad. No se conoce con seguridad el año de su conversión, sobre cuyas circunstancias hace en el Diálogo con el judío Trifón (v.) un relato excesivamente literario para constituir una verdadera confesión; el fondo de la obra no es histórico, pero son verdaderas las razones aducidas como causa de la conversión. Entre estas razones, indica el haber comprobado la realización de las profecías (ante las palabras de un viejo misterioso encontrado por él a orillas del mar, explica, «se encendió en mi alma un fuego súbito y quedé presa del amor hacia los profetas, hacia estos amigos del Cristo… y encontré que esta filosofía era la única segura y útil»); pero no influyeron menos en su espíritu la elevación de la vida de los cristianos y de su doctrina, y sobre todo el valor y la serena alegría con que afrontaban el martirio.
Ya cristiano, continuó ejerciendo la Filosofía (algunos han supuesto que fue sacerdote) a la manera de Sócrates, es decir, sin la jactancia de los falsos filósofos o filópsofos (como él los llama), «amantes del ruido, pero no de la sabiduría», poniendo su palabra al servicio de la difusión de la fe y de la defensa de los cristianos «injustamente odiados y perseguidos». Residió en Roma en dos ocasiones, y allí abrió escuela en su propia casa, como él mismo declara en las Actas de su martirio, respondiendo al prefecto Rustico que le preguntaba dónde reunía a sus discípulos («durante todo este tiempo no he tenido otro lugar de reunión que mi casa. Si alguien se me acercaba, le comunicaba las palabras de la verdad»). En defensa de la nueva religión, escribió en 150, calificándose como «uno de tantos cristianos» y dirigió a Antonio Pío, Marco Aurelio y Lucio Vero, y al Senado y al pueblo de Roma, las dos Apologías (v.) (en verdad la segunda es un apéndice de la primera).
En ellas, con un gran sentido de la’ medida — es su doctrina del «logos spermatikós», por medio de la cual tendió un puente entre algunos filósofos griegos considerados como parcialmente poseedores del verbo y la posterior doctrina del cristianismo — y con espíritu de caridad e impávida decisión, se afirma la superioridad de la doctrina y de la vida cristianas. Ya en estas apologías expresa el autor la serena consciencia de lo que le espera, cuando, después de haber narrado el martirio de algunos cristianos, dice «y yo también espero caer en alguna asechanza y ser clavado en un palo» (Ap., II, 8); toda su vida fue, por lo demás, «una meditación del martirio», tan abierta y convencida fue su predicación de la fe cristiana y firme su actitud frente a los adversarios de ella. Y el martirio previsto, pero no temido, vino a sellar con sangre toda una vida empleada en la defensa y en la difusión de la fe, y ello por las maquinaciones, directas o indirectas, del filósofo cínico Crescente — a quien había demostrado en una controversia su ignorancia sobre las cosas cristianas —, bajo la prefectura de otro filósofo, el estoico Junio Rustico, siendo emperador aquel Marco Aurelio que parecía más apto que cualquier otro para comprender la pureza de un alma grande. Poseemos las Actas de su martirio, que afrontó Justino juntamente con otros.
El prefecto Rustico le preguntó con ironía: «¿Cómo? ¿Tú eres un sabio, y te imaginas que si te hago decapitar resucitarás y subirás al cielo?» «No me lo imagino, respondió Justino, tengo la certeza absoluta de ello». Toda su vida, desde la conversión hasta su fin, atestigua la sinceridad de tal convicción.
Q. Cataudella