Llamado en los dípticos consulares Flavio, Pedro, Sabatio Justiniano, nació en Tauresium, un pueblo montañoso de Macedonia, en 482, en el seno de una familia de campesinos ilíricos romanizados; murió el 14 de noviembre de 565. No se sabe cuándo se trasladó a Constantinopla, pero fue educado desde la infancia de acuerdo con las normas de la cultura y de la espiritualidad romanas; tuvo la suerte de ser adoptado por su tío Justino, emperador de Oriente desde 518, viejo y sin hijos, quien le asoció al trono el 1.° de abril de 527, el mismo día en que se casaba con Teodora. Sucedió a su tío, muerto unos meses más tarde. Dotado de una presencia física atrayente, elegante, lleno de finura y de amabilidad, supo conquistar el ambiente cortesano. Llegado al poder, desarrolló una incansable actividad, que no dio tregua ni respiro a sus súbditos ni a sus colaboradores a lo largo de un reinado especialmente borrascoso, por lo que mereció el apelativo de «insomne».
Unía a la tranquila y obstinada firmeza del montañés la ductilidad del hombre culto, formado entre la flor y nata de la sociedad de su tiempo; tuvo la preciosa colaboración de su esposa Teodora, mujer superior y fascinadora, de idiosincrasia típicamente oriental por su amor al fasto, por su sinuosa política y por su autoritarismo violento y despótico. Supo servirse de los mayores ingenios de su tiempo, como Belisario Narsés y Triboniano, a los que utilizó con una sola finalidad: la restauración del viejo Imperio romano bajo el signo de Cristo. La personalidad de J. queda compendiada, en efecto, en el grandioso y casi desesperado esfuerzo por unificar y reorganizar todas las estructuras políticas, culturales y religiosas del mundo romano, que se iba desvaneciendo, y en el que irrumpían fatalmente nuevas fuerzas. Todas sus energías se encaminaron a reconquistar el Occidente invadido por los vándalos, francos, visigodos y ostrogodos y a cerrar las brechas abiertas en las desguarnecidas fronteras del imperio, por las que irrumpían, por Oriente, persas, hunos y eslavos.
Los objetivos que no conquistaban sus generales con las armas eran alcanzados por su diplomacia, con su prestigio y su oro. Así incluyó en la unidad imperial gran parte de la península italiana y de la ibérica, y el África romana. En el aspecto administrativo, reformó las circunscripciones territoriales, unificando a menudo, en oposición a corrientes centrífugas, los poderes civiles y militares, reorganizando la exacción de impuestos, que, no obstante, pesaron de un modo cada vez más grave sobre las poblaciones, a causa de las frecuentes guerras, del boato de la corte bizantina y de las imponentes obras públicas, como el templo de Santa Sofía y las basílicas de Rávena. No supo, por el contrario, poner remedio a la venalidad y corrupción características de su gobierno, a las que ni siquiera él mismo pudo sustraerse. Dio, sin embargo, impulso a la agricultura, al comercio, a las comunicaciones y a la reconstrucción de los monumentos. También en el aspecto religioso enderezó sus esfuerzos al restablecimiento de la paz y de la unidad religiosa del mundo cristiano, agitado por acres luchas sobre materia teológica, y no se abstuvo de presiones y violencias sobre la Iglesia de Roma y sobre los pontífices.
Pero su talento reorganizador brilla sobre todo en la obra mayor y más imperecedera de su reinado: la compilación de las principales normas jurídicas romanas hasta entonces dispersas, confusas y a menudo contradictorias, en una vasta unificación, el Corpus Juris Civilis (v.), el más famoso de todos los cuerpos de leyes existentes, que aportó seguridad en el campo del Derecho en medio del desorden de aquellos agitados tiempos, y que hasta hoy ha contribuido, y continúa contribuyendo de un modo insuperable, a la ordenación de la vida civil occidental.
E. Calzavara