Nació en torno al 540 en la provincia de Leinster (Irlanda) y murió en Bobbio el 23 de noviembre de 615. Este monje irlandés promovió en toda la Europa occidental coetánea un impetuoso renacimiento de la fe y de ardor ascético.
Hasta los cincuenta años, poco más o menos, permaneció en su isla, en el monasterio de Bangor (Ulster). Luego, impulsado por un vigoroso arranque de fe, marchó con doce compañeros a Francia. Allí obtuvo con facilidad de Gontrán, rey de los burgundios, un terreno desierto en la región de los Vosgos.
Y así, en Annegray, surgió en pleno bosque un centro monacal pronto envuelto en un halo de leyenda y adonde afluyeron de todas partes aspirantes al ascetismo. Fontaine y Luxeuil, en las cercanías, fueron los dos nuevos monasterios destinados a acoger al gran número de solicitantes.
Columbano residía en este último cenobio, pero conservaba el gobierno de los tres; sin embargo, su actuación rebasaba a menudo los límites de la comarca y llegaba incluso hasta los mismos reyes, a veces con el vigor y el ímpetu de los grandes profetas bíblicos.
El valor desplegado frente al libidinoso Teodorico y la reina Brunequilda le acarreó el destierro. No obstante, su paso por las tierras de Francia, iniciado en 610, debió parecerse más a un viaje triunfal que al éxodo de un derrotado.
Incontables fueron las vocaciones monásticas por él suscitadas, e incluso al contacto con C. debieron muchos de los futuros fundadores de conventos de Francia la chispa que despertó su vocación o les suscitó el propósito luego realizado.
Acogido honrosamente por Teodoberto, rey de Austrasia, pasó a Germania, y más tarde, tras haber dejado en Bregenz al fiel Gall, quien habría de fundar el célebre monasterio de su mismo nombre, llegó a Italia, donde (614) el monarca longo- bardo Agilulfo y la reina Teodolinda le permitieron establecer en Bobbio su convento más famoso.
Dulce y apasionado, audaz e independiente, asceta y hombre de acción, guía de almas e inspirador de pontífices (con Gregorio Magno defendió en el año 600 algunas tradiciones patrias, y con Bonifacio IV, la pureza de la fe) lo mismo que impávido acusador de reyes, apareció ante sus coetáneos como un enviado de Dios para conducir de nuevo a la sociedad, mediante la penitencia, a la plenitud de la vida cristiana.
El movimiento expiatorio que promovió, sobre todo en Francia, fue en verdad imponente, y dos de las obras del Santo atestiguan todavía sus afanes en este aspecto: el Penitenciario y el Liber de mensura poenitentiarium.
Los textos restantes (la Regula monachorum, en diez capítulos; la Regula coenobillis, en quince; las Ins- tructiones variae, seis cartas y algunas poesías) están dirigidos a los monjes (v. Escritos religiosos y Poesías).
C. Falconi