San Cipriano

Nació probablemente en Cartago hacia el 210 y Murió en Sesti (Cartago) el 14 de septiembre del 258.

Las fechas más seguras de su vida son las correspondientes al período episcopal, que se inicia en 249, año en que sucedió al obispo Donato. Sabe­mos además que Tascio Cecilio Cipriano fue hijo de una familia acomodada y pa­gana, y que se dedicó a la Retórica, disci­plina tradicional en el Estudio cartaginés, en la que alcanzó fama.

Ya hacia la madu­rez, la lectura casual de la Sagrada Escritura y el trato con un sacerdote compatriota, Ceciliano, lleváronle a abrazar el cristianismo, lo cual ocurría en tomo a 245. En el fervor de la conversión, y antes de las graves luchas que hubo de afrontar durante su episcopado y a las cuales se hallarían vin­culados sus mejores escritos; exaltó el pode­roso influjo de la gracia sobre la naturaleza humana en la epístola A Donato (v.), llena aún de retórica, y escribió obras de apolo­gética.

En Los ídolos no son dioses (v.), del 249, refuta el paganismo con argumentos sacados del Apologético (v.) de Tertuliano y el Octavio (v.) de Minucio Félix; a ese mismo año pertenecen los Testimonios a Quirino (v.), donde se anuncian el ocaso del judaísmo y la necesidad de la virtud apoyándose en pasajes bíblicos que nos des­cubren algo referente a la historia de la Biblia latina.

En cuanto a su actividad pos­terior, más estrictamente pastoral, cabe citar algunos textos de moral y meditación: De los vestidos de las vírgenes (v.), del 249; De bono patientiae (v. De la paciencia) y De la envidia y de los celos (v.), ambas del 256, y el tratado Oración del Señor (v.), de 251-52, comentario al Pater Noster.

La persecución de Decio en 250, la controversia de los «lapsi» por ella provocada con peli­gro de cisma, la peste del 252 que azotó la comunidad cristiana del África, las profun­das divergencias con Roma sobre el bau­tismo de los herejes y la persecución en 257 de Valeriano llevaron a C. al primer plano de la Iglesia africana y universal.

Por su energía y celo pastoral es inevitable que se le compare con Tertuliano y San Agustín. Procuró, ciertamente, emular el vigor po­lémico del primero, en tanto que proporcio­nó al segundo un modelo y una gloria para el cristianismo de África.

Ni siquiera cuan­do yerra, y gravemente, cabe poner en duda su celo y sinceridad; la buena fe del gran obispo queda patente en su correspondencia (83 cartas) y en los profundos tratados Los apóstatas (v.) y Sobre la unidad de la Igle­sia católica (v.). En cuanto a su redacción, esta última obra presenta un problema, pues se conocen dos versiones distintas de su im­portante capítulo cuarto; a pesar de ello, constituye una enérgica afirmación de la unidad eclesiástica y las prerrogativas de la cátedra de Pedro.

Es imprescindible men­cionar esta intensa profesión de catolicismo si no se quiere dar una falsa visión de la fase más difícil de la vida de C.: las disen­siones con Roma en torno al bautismo de los herejes. Defensor de la unidad de la Iglesia, el obispo no trataba de menoscabarla oponiéndose al Papa en el aspecto doctrinal.

Sin embargo, de las momentáneas diver­gencias con el pontífice Cornelio se pasó a las hostiles relaciones con Esteban I. Roma y la tradición consideraban válido el bau­tismo administrado a los herejes; C. afir­maba que éstos, al abjurar, tenían que ser bautizados nuevamente, y se esforzó en hacer triunfar su punto de vista entre los obispos africanos.

Con todo, la Iglesia de África y la romana volvieron de nuevo a la unidad ante la persecución de Valeriano en 257, que acalló las discordias. En agosto del citado año, el papa Esteban I era martirizado. y un mes después encarcelaban a C. y lo desterraban a Curubi, no lejos de Cartago.

Reconfortado por la meditación (su última obra es una Exhortación al marti­rio, v.), dio su vida por Cristo el 14 de septiembre de 258, decapitado ante sus fie­les. La grandeza de su muerte es recordada en una vigorosa «Passio» de las Actas de los Mártires.

M. De Benedetti