Richard Wagner

Nació el 22 de mayo de 1813 en Leipzig y murió el 13 de febrero de 1883 en Venecia. Pertenecía a una familia bur­guesa, y ya cuando niño empezó a relacio­narse con los medios teatrales; hombre de teatro era su padrastro, Ludwig Geyer, quien sólo pudo cuidar de él durante los ocho primeros años de su vida, y actores y actrices fueron tres hermanas y un her­mano del mismo Wagner. En tanto vivió Geyer, la familia permaneció en Dresde, cuyo Teatro de la ópera dirigía Weber, por aquel entonces entregado a la composición de Der Freischütz (v.). La figura de este mú­sico impresionó profundamente al mucha­cho, quien hizo de él una especie de modelo ideal del músico alemán y se propuso con­tinuar su obra en favor del teatro nacional. Vueltos sus familiares a Leipzig (1821), Wagner frecuentó allí las escuelas de segunda ense­ñanza y la Universidad, se interesó cada vez más por la literatura y la escena, y estudió música irregularmente; nunca asis­tió a un conservatorio o a otro centro docente por el estilo.

Conviene tener muy en cuenta estas circunstancias de su forma­ción para comprender el carácter de «dile­tantismo genial» (como escribió Thomas Mann) que le permitió llevar a las últimas consecuencias la revolución romántica, libre de cualesquier prejuicios convencionales y de todo tabú escolástico o profesional. Pen­semos, en cambio, en el asiduo tormento que Schuman se impuso, en la edad ma­dura, con la forma clásica de la sonata. Para Wagner, por el contrario, no existían los proble­mas de este género; toda su aptitud crea­dora se proyectaba hacia el futuro. Ya cuando niño había empezado a borronear tragedias y ensayos teatrales. Después de los dieciséis años dedicóse con mayor intensidad a la música, y se ejercitó en la composición de oberturas y otras piezas sinfónicas, algu­nas de las cuales fueron interpretadas públi­camente en Leipzig. No llegaron en cambio, al público los primeros intentos de ópe­ra, Las bodas [Die Hochzeit, 1832] y Las hadas (1833, v.).

Sin embargo, lograda la dirección de la orquesta de una compañía que actuaba en Magdeburgo (1834-36), pudo llevar a cabo una representación única de una nueva composición suya del mencio­nado género, El veto amoroso [Das Liebesverbot, 1834-35], poco antes del fracaso de la empresa. Wagner, que había contraído matri­monio con una de las actrices del grupo, Minna Planer, encontró un puesto de direc­tor de orquesta en el teatro de Riga (1837- 39), y adquirió notoriedad por la exigente conjunción que dio a la orquesta y las elevadas ambiciones artísticas que mostraba en la dirección. Pronto, empero, fallóle tam­bién esta base económica. Acosado por los acreedores, Wagner alejóse de Riga en una hui­da novelesca, junto con su esposa y un enorme perro, a bordo de una embarcación que, de una manera accidentada, a través de grandes tormentas desencadenadas en el mar del Norte, llevóle a París, donde espe­raba poder llevar a la escena Rienzi (v. Vida de Cola di Rienzo), la magna ópera iniciada en Riga y terminada en la capital de Francia (1840), prácticamente vinculada al estilo de la «grand opéra».

Durante su estancia en París, Wagner conoció años de amar­gas desilusiones y de miseria extrema, que dejaron una huella decisiva en su espíritu y en sus orientaciones artísticas; el disgusto experimentado a causa de los bajos géneros musicales que hubo de cultivar para poder vivir alentó en su interior el desprecio por la prostitución comercial a que le parecían des­tinadas las óperas francesa e italiana, redu­cidas, en su opinión, a una mera industria del espectáculo, hábilmente organizada ha­cia la recaudación, y sin objetivo artístico ideal de ninguna clase.

En el curso de este destierro en la capital francesa fue arrai­gando en su alma el afán de una ópera nacional reflejo de los caracteres fundamen­tales de seriedad y sencillez propios del pueblo alemán, y, por tanto, equivalente moderno de lo que el drama clásico había sido para los griegos: no ya pasatiempo superficial, sino expresión profunda de la raza, que en ella debe encontrar la con­ciencia de sus propios orígenes y de sus aspiraciones, a través de la suma de todas las artes en una obra artísticamente com­pleta y de naturaleza esencialmente reli­giosa. A la consecución de este objetivo, que comportaba una ruptura total con los hábitos escénicos e incluso musicales de la época, aproximóse Wagner gradualmente en los nueve años de seguridad y bienestar eco­nómico de que, finalmente, le permitió dis­frutar el cargo de director de orquesta obte­nido en el Teatro Real de Dresde. Allí pudo ser representada, por fin, Rienzi, con éxito triunfal, el 20 de octubre de 1842. El com­positor tenía ya a punto El buque fantas­ma (1843, v.), y alentaba en su espíritu los proyectos cada vez más ambiciosos de Tannhauser (1845, v.) y Lohengrin (1850, v.).

Por aquel entonces, la soñada reforma del teatro musical, que iba abandonando los utó­picos y vagos vínculos con el drama anti­guo, concretábase gradualmente en la su­presión de las viejas formas de la ópera tradicional, basadas en la antítesis del reci­tativo y del aria de estilo cerrado, y la se­lección de temas procedentes no ya de la historia, como solía ocurrir en la «grand opéra», sino del mito, de las antiguas leyen­das nórdicas donde el pueblo alemán reco­nocía sus orígenes y sus características na­cionales. Sin embargo, también el bienestar de Dresde y las ventajas de una envidiable posición social acabaron por crear dificul­tades a W-, forzado a la rutina profesional de un teatro de ópera de repertorio y a las mezquindades de una etiqueta cortesana. La historia, empero, ocupóse de la solución del agobio: casuales relaciones personales y una vaga tendencia revolucionaria más artísti­ca y mesiánica que concretamente política, vincularon al músico a la agitación de 1849, que en Dresde tuvo uno de sus centros cul­minantes, con insurrección armada, evasión de la corte, gobierno provisional, etc. Sofo­cada la revolución, Wagner, casi inconsciente de lo sucedido, viose condenado a muerte y buscado por la policía. Auxiliado frater­nalmente por Liszt, el cual en 1850 osó hacer representar Lohengrin en Weimar, el com­positor llegó a Zurich, donde vivió entre 1849 y 1858, entregado intensamente a la redacción y a la composición de El anillo del Nibelungo (v. Los Nibelungos), y expuso las propias ideas artísticas en abundantes obras teóricas (entre las cuales figura ópera y drama, v., 1851).

El período zuriqués de la vida del músico fue interrumpido por las consecuencias de sus relaciones con Mathilde Wesendonk, la joven esposa de un comerciante que había hospedado a los W- en su propiedad cercana a Zurich. La ad­miración romántica de la dama hacia el inquieto e indómito artista incomprendido, perseguido y desterrado había alcanzado los más tiernos matices, que inspiraron a Ri­chard la idea de un nuevo drama musical, completamente distinto de la anterior con­cepción de El anillo del Nibelungo. La es­posa del compositor, amargada por una vida llena de dificultades y de sinsabores con­yugales cada vez más frecuentes, no creyó en el carácter platónico del idilio de su ma­rido con la señora de la casa, y precipitó la situación con una escena. Wagner huyó enton­ces a Venecia, donde terminó en una do­liente soledad la composición de Tristán e Isolda (1859, v.), y luego pasó algunos años abatido y errante en París (allí fue repre­sentada Tannháuser, con memorable fraca­so), Viena y Munich, procurando, en vano, llevar Tristán a la escena. Salvóle de la ruina económica total la intervención del joven monarca Luis II, quien, apenas lle­gado al trono de Baviera, le llamó junto a sí y ofrecióle su protección de ideal mece­nas. Tras la representación de Tristán en Munich (1865), Wagner se estableció de nuevo en Suiza, esta vez en Triebschen, a orillas del lago de Lucerna, siempre económica­mente protegido por Luis II, y espiritual­mente confortado por la presencia amorosa de Cósima, hija de Liszt, que había aban­donado a su esposo, el director de orquesta H. von Bülow, para unir su propia existen­cia a la del torturado genio wagneriano (divorcióse luego de su marido, y, fallecida la primera mujer de Wagner, celebró su boda con éste en 1870).

En esta definitiva tran­quilidad de un ambiente familiar próspero y adecuado a su temperamento, estimulado intelectualmente por las frecuentes visitas del joven Nietzsche, el músico reanudó, con las ideas un tanto cambiadas por el cono­cimiento de la filosofía de Schopenhauer y el declive de su juvenil optimismo revolu­cionario, la composición del ciclo El anillo del Nibelungo. El cumplimiento de sus inve­rosímiles sueños de juventud se hallaba en­tonces ya al alcance de su mano; y, así, el compositor trabajó con inflexible energía en su realización. A lo largo de varios de­cenios de fracasos, desengaños e irreflexi­vas heridas en la vida propia y la ajena, habíase mantenido fiel a su loco proyecto de una obra de arte que no sólo destruía los lugares comunes de la profesión, pres­cindía con arrogancia de los deseos del pú­blico y retaba la tiranía de la costumbre y del mal gusto sino que exigía incluso la construcción de un teatro adecuado y la reeducación de cantantes, músicos y acto­res, e imponía un nuevo criterio del espec­táculo teatral y una distinta valoración de sus relaciones con la vida del Estado y la sociedad.

Todo ello fue llevándose increí­blemente a la práctica en el singular teatro que Wagner hizo edificar en Bayreuth, empre­sa que le obligó a buscar fondos a diestra y siniestra y a adentrarse valerosamente por una selva de complicaciones económicas y administrativas. Roto cualquier obstáculo por la tenacidad de una voluntad despia­dada, en 1876 las cuatro jomadas de El anillo del Nibelungo pudieron ser repre­sentadas en el escenario modelo de Bay­reuth, del 13 al 17 de agosto, ante un se­lecto público de invitados y de acuerdo con un ceremonial que andando el tiempo hizo del teatro en cuestión casi el templo de una religión nueva. Cósima Wagner, que vivió hasta 1930, y luego su hijo Siegfried (1869- 1930), fueron sus devotos continuadores y tutores. A Bayreuth había trasladado el mú­sico su residencia, y allí, asimismo, escribió su última obra, Parsifal (v. Perceval), que marcó la ruptura de la amistad con Nietz­sche, alarmado por la evolución religiosa que le parecía descubrir en las ideas y el arte del maestro. Durante el invierno Wagner se dirigía con su familia a Italia, donde la novedad de su arte le había atraído muy pronto a una gran multitud de fervientes admiradores, y ello a pesar de la vigorosa tradición melodramática nacional. En este país falleció precisamente el compositor, en el palacio Vendramin, de Venecia, víctima de un ataque apoplético.


M. Mila