René Descartes

Nació en La Haye (Turena) el 31 de marzo de 1596 y murió en Estocolmo el 11 de febrero de 1650. La fa­milia en cuyo seno había nacido pertenecía a la baja nobleza de Francia; no obstante, los cargos públicos desempeñados a princi­pios del siglo XVII por algunos de sus miembros le dieron una considerable dis­tinción.

René fue educado en el Colegio de La Fleche, regentado por los jesuitas y considerado uno de los más famosos de Europa; allí permaneció el futuro filósofo, según parece, entre 1606 y 1614 ó 1615. Los estudios que en tal centro llevó a cabo tu­vieron una importancia decisiva en su formación intelectual; conocida la turbulenta juventud de Descartes, sin duda en La Fleche debió cimentarse la base de su cultura.

En reali­dad, las huellas de tal educación se mani­fiestan objetiva y acusadamente en toda la ideología filosófica del sabio. El programa de estudios propio de aquel colegio (según diversos testimonios, entre los que figura el del mismo Descartes) era muy variado: giraba esencialmente en torno a la tradicional en­señanza de las artes liberales, a la cual se añadían nociones de Teología y ejercicios prácticos útiles para la vida de los futuros gentilhombres.

Aun cuando el programa pro­piamente dicho debía de resultar más bien ligero y orientado en sentido esencialmente práctico (no se pretendía formar sabios, sino hombres preparados para las elevadas misiones políticas a que su rango permi­tíales aspirar), los alumnos más activos o curiosos podían completar por cuenta pro­pia su cultura mediante lecturas persona­les.

El período que media entre el fin de la permanencia en el colegio y el año 1628 fue para Descartes una época turbulenta, que impide seguir con facilidad las vicisitudes de este joven independiente y un tanto libertino, in­deciso todavía respecto de su verdadera vocación y sin paz en ningún lugar ni en ocupación alguna.

En 1613 residía en París, donde renovó la amistad con un antiguo condiscípulo, el P. Mersenne, que en ade­lante sería su más fiel amigo. En 1616 obtuvo el título de bachiller y la licenciatura en Derecho en la Universidad de Poitiers. De acuerdo con la tradición de familia, pensó ingresar en la administración del Estado, para poder desempeñar cargos públicos.

Sin embargo, y al parecer tras las exhortaciones de su padre, el cual le soñaba militar, aun­que quizá con la idea de retardar una deci­sión respecto a su futura actividad y des­ahogar su juvenil afición a los viajes, cam­bió de idea, y en 1618 alistóse como gentil­hombre voluntario en el ejército holandés del príncipe Mauricio de Nassau, que lucha­ba contra España; tal debió de ser poco más o menos la actividad oficial de Descartes hasta 1622 aproximadamente, aunque con notables in­terrupciones en el servicio y frecuentes cam­bios de señor.

En 1619, al principio de la guerra de los Treinta Años, abandonó el ejército de Holanda e ingresó en el del católico duque Maximiliano I de Baviera; el filósofo comentaría este paso de uno a otro bando diciendo que había servido siem­pre a Francia, ya en la persona del rey como soldado del príncipe de Nassau (aliado de los franceses) o bien a la fe religiosa del mismo soberano y de su pueblo bajo las armas del duque de Baviera.

Ignoramos la posible participación de Descartes en algunos he­chos bélicos; se ha hablado de su presencia en la batalla de la Montaña Blanca (Bohe­mia, 1620), de lo que, sin embargo, no existen pruebas. Según los recuerdos del mismo interesado, su vida militar parece haberse reducido a una serie continua de viajes. Mientras residía en Holanda conoció a Isaac Beeckmann, docto holandés que apreció mucho la cultura y las notables dotes natu­rales del joven y, en consecuencia, exhortóle a reanudar los estudios, con lo cual le mos­tró su verdadera vocación.

Luego, en el Discurso del método (v.), Descartes olvidaría este episodio y daría a entender que ya al salir del colegio tenía intención de entregarse por completo al estudio para establecer los fun­damentos de una nueva cultura, más satis­factoria que la recibida en la escuela. Probablemente, empero, su descontento respecto a la formación escolar procedía no tanto de consideraciones filosóficas como de la natural reacción de un adolescente que durante tan­tos años estuvo sometido a una disciplina, y de la sensación de la inutilidad de todo lo aprendido en relación con sus posibles ocu­paciones futuras (burocracia o milicia).

Ya en 1618 había publicado un Compendium musicae y esbozado algunos opúsculos (entre los cuales cabe mencionar Studium bonae mentís) que permanecían inéditos. Se trata, no obstante, de trabajos de poca importan­cia, que no permiten vislumbrar al futuro gran filósofo y científico y sólo atestiguan la persistencia en Descartes de cierta afición al estudio. En realidad, a sus coloquios con Beeckmann, y no sin dudas ni violentas crisis mentales, debió, al cabo de tantas pro­baturas, el descubrimiento de su vocación por la ciencia.

Sin embargo, de momento no abandonó la vida militar. Durante el crudo invierno de 1619 se halló bloqueado en una localidad del Alto Danubio, posiblemente cerca de Ulm; allí permaneció encerrado al lado de una estufa y lejos de cualquier relación social, sin más compañía que la de sus pensamientos. En tal lugar, y tras una fuerte crisis de escepticismo, se le reveló lo que habrían de ser las bases sobre las cuales edificaría su sistema filosófico: el mé­todo matemático y el principio del «cogito, ergo sum».

Víctima de una febril excitación, durante la noche del 10 de noviembre de 1619 tuvo tres sueños, en cuyo transcur­so intuyó su método y que el espíritu de la Verdad le ordenaba consagrar su vida a la ciencia. Al día siguiente se prometió reali­zar, como acción de gracias, una peregrina­ción al santuario de la Virgen de Loreto.

Entonces debió de componer el primer es­bozo de las Reglas para la dirección del entendimiento (v.). Sin embargo, hasta 1622 continuó en la milicia (quizás al servicio de Hungría). Aquel año abandona el ejército y regresa a Francia; el siguiente, empero, marcharía a Italia, adonde se dirigió para resolver unas cuestiones familiares y segu­ramente para cumplir su voto en Loreto. En 1625 se hallaba de nuevo en territorio francés, concretamente en París, donde se introdujo en los ambientes científicos de la ciudad (en los cuales figuraba, entre otras personalidades, Pascal), llevó a cabo diver­sos experimentos y perfeccionó sus conoci­mientos de matemáticas.

En 1628, y en pos de una mayor libertad para sus estudios, se dirige a Holanda (país donde entonces las investigaciones científicas gozaban de gran consideración y, además, se veían favore­cidas por una relativa libertad de pensa­miento) y, conocida la inestabilidad de su inquieto espíritu, reside en Amsterdam, Utrecht y Leyden; no obstante, mantuvo relaciones no sólo, como era propio, con los eruditos holandeses, sino también con los franceses a través de su amigo Mersenne, con quien intercambió una activa correspon­dencia.

En 1633 debía de tener ya muy avan­zada la redacción de un amplio texto de Metafísica y Física, El mundo de Descartes o Tratado sobre la luz (v.); sin embargo, la noticia de la condena de Galileo le asustó, puesto que también él sostenía en aquella obra el movimiento de la Tierra, opinión que no creía censurable desde el punto de vista teológico.

Como temía que tal texto pudiera contener teorías condenables, pre­firió no publicar por entonces su obra. En cambio, dio a luz en 1637 los Ensayos filosó­ficos, conjunto de textos de filosofía y cien­cias (v. Discurso del método, La dióptrica, Los meteoros, Geometría) que, por la auda­cia y novedad de los conceptos, la genialidad de los descubrimientos y el ímpetu de las ideas, bastaban para dar a su autor una inmediata y merecida fama, pero también por ello mismo provocaron un diluvio de polémicas, que en adelante harían fatigosa y aun peligrosa su vida.

Las Meditaciones metafísicas (v.), nacidas en medio de dis­cusiones y publicadas en 1641, habían de valerle diversas persecuciones promovidas por los teplogos; algo por el estilo aconteció durante la redacción y al publicar otras obras suyas, como Los principios de la filosofía (1644, v.) y Las pasiones del alma (1649, v.).

Los teólogos holandeses le acu­saron de ateísmo, y condenado por la Uni­versidad de Utrecht, fue amenazado con la expulsión por el consejo municipal de esta ciudad, que pretendió incluso hacer quemar sus textos por el verdugo. Le salvó, no obs­tante, la intervención personal del príncipe de Orange y del embajador francés (1639- 1645). Llegado a Leyden, fue atacado nueva­mente, entonces por los teólogos de la Uni­versidad local; su apelación a los rectores del centro docente y a las autoridades polí­ticas de la ciudad no obtuvo buen resultado.

Cansado de estas luchas, Descartes resolvió en 1649 aceptar la invitación de la reina Cristina de Suecia, que le exhortaba a trasladarse a Estocolmo como preceptor suyo de Filosofía. Allí, sin embargo, no pudo soportar el rigor del invierno sueco y falleció inesperada­mente, víctima de pulmonía, cuando sólo contaba cincuenta y cuatro años. En la filo­sofía cartesiana cabe distinguir, en general, tres etapas: la metodológica, la crítica y la constructiva.

En la primera, expuesta prin­cipalmente en Reglas para la dirección del entendimiento y en Discurso del método, el filósofo, en parcial oposición a la lógica de procedencia aristotélica, procura, inspirán­dose en los procedimientos efectivos de la ciencia, fijar las normas fundamentales del método matemático; tal análisis da lugar, sobre todo, al canon de la «claridad» (evi­dencia) y la «distinción» (perfección de los datos que definen los conceptos examinados), que tanta importancia tendrían también en las fases crítica y constructiva de la filosofía de Descartes Sin embargo, una vez determinadas estas reglas del discurso matemático como definición del mismo ideal general del saber, a la luz de éste ve toda la ciencia actual, histórica (de su tiempo), como problemática en sí y, particularmente, en relación con la idea vulgar de la verdad en cuanto corres­pondencia entre el orden conceptual y una realidad trascendente dada.

Se plantea en­tonces el problema de un fundamento abso­luto del saber, que no puede coincidir con ninguna evidencia particular o mediata («duda metódica»); tal base absoluta pro­viene del mismo acto de la suspensión de cualquier verdad concreta, de la misma duda, acto de pensamiento que implica in­mediatamente la existencia del «ego» pen­sante («cogito, ergo sum»). De esta suerte se llega a un ámbito de verdad en el cual el ser coincide con la idea: el campo del pensamiento reflejado sobre el mismo sujeto.

Entonces, y a través de una complicada de­mostración de la existencia de Dios funda­mentada únicamente en la estructura de la esfera del «cogito», el criterio de las ideas claras y distintas adquiere dignidad ontológica: en éstas, introducidas directamente por Dios en nuestro pensamiento, reside cualquier garantía no sólo de validez formal (metodológica), sino también de verdad me­tafísica de nuestras elaboraciones concep­tuales llevadas a término con método cientí­fico.

El mismo concepto de las ideas claras y distintas induce a Descartes a criticar la noción tradicional de alma y a separar dos esferas ontológicas o «sustancias»: el pensamiento («res cogitans»), integrado solamente por las ideas conscientes y reflexivas, y la ma­teria («res extensa»), reducida a mero es­pacio y a movimiento (este último conside­rado momento y estructura del espacio y no actualidad de acontecimientos en el mismo).

La geometría analítica y la me­cánica (basada en el principio de la cons­tancia de la «cantidad de movimiento») de­ben bastar para la explicación de todo el orden de la naturaleza, incluidos en éste los fenómenos fisiológicos y fisiopsíquicos (sensaciones). La compleja elaboración de la Física llevada a cabo por nuestro autor y también su psicología rebasan ya, posible­mente, lo que hoy denominamos filosofía.

En el ámbito filosófico en sentido estricto ha podido comprobarse repetidas veces que Descartes, tanto por no haber definido satisfactoria­mente la noción de «sustancia» como por el franco dualismo establecido entre las dos «sustancias», planteó los problemas funda­mentales de la filosofía especulativa europea del siglo XVII.

G. Preti