Nació en Ruán el 6 de junio de 1606 y murió en París el 1.° de octubre de 1684. Perteneció a una de aquellas sólidas familias de la burguesía provinciana, ricas en hijos y relaciones, que proporcionaban sacerdotes a la Iglesia, funcionarios al monarca y abogados y magistrados a los tribunales.
Su padre, Pierre, era jefe del Patrimonio Nacional del vizcondado de Ruán, y contrajo matrimonio con la hija de un abogado de la misma ciudad, Marthe le Pesant, que le dio seis hijos, el mayor de los cuales fue Pierre; diecinueve años más joven era su hermano Thomas, quien habría de ocupar su puesto en la Academia; otro, Antonio, ingresó en el sacerdocio y escribió poesías, y una de sus hermanas fue la madre de Fontenelle.
C. vivió hasta los cincuenta y seis años en la casa natal, que abandonaría, finalmente, en 1662 para dirigirse a París. Estudió con los jesuitas de Ruán, y tanto su vida como sus obras conservan la intensa huella de la rigurosa formación recibida de los hijos de San Ignacio: religiosidad firme, amplio humanismo, y cultivo y dominio de la voluntad.
En repetidas ocasiones manifestó C. francamente su amor a la Compañía de Jesús, «que formó mi juventud y la de mis hijos». En sus obras adoptó una actitud abiertamente opuesta a la doctrina jansenista de la gracia — así, por ejemplo, en Andromède y Œdipe (v. Edipo)—y respondió con viveza a los ataques de Nicole contra el teatro.
Licenciado en Derecho a los dieciocho años (1624), durante cuatro realizó prácticas de abogado en el Parlamento de Ruán. Fue ésta la época del primer y quizás único gran amor de su vida, profesado a una joven a la que inútilmente se ha pretendido identificar, y la brusca interrupción del cual se debería, sin duda, a la diversidad de fortunas.
En 1628 su padre le consiguió el cargo de abogado del rey en el Patrimonio Nacional y en el Almirantazgo, que el literato desempeñó durante más de veinte años. De 1631 a 1634 compuso diversas comedias. En 1635, Richelieu, interesado en cuestiones literarias, fundó la Academia y otorgó pensiones a varios poetas, entre los cuales figuraba C.
Éste fue también uno de los «cinco autores» encargados de escribir, a las órdenes del cardenal, comedias cuyo argumento él mismo proponía. Puesta nuevamente de moda la tragedia Sophonisbe (v. Sofonisba) de Mairet, se dispuso C. a componer Medea (v.).
Luego dirigió sus miras hacia los españoles, de los cuales existía en Ruán una importante colonia desde el siglo XVI; y así, se inspiró para el Matamoros de La ilusión cómica (v.), en las Rodomontades Espagnoles (edic. bilingüe, Ruán, 1627K y para El Cid (v.), en Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, origen de la famosa «querelle» concluida por voluntad de Richelieu con la imparcial Opinión de la Academia sobre «El Cid» (v.), de Jean Chapelain, que no satisfizo a C.
Por espacio de dos años la inspiración del poeta pareció agotada. Luego, en 1639, reanudó su actividad y compuso Horacio (v.), obra publicada en enero de 1641 con una dedicatoria a Richelieu de un servilismo extremo, pero, sin duda, necesario ante la próxima representación de Cinna (v.), que elogiaba con mucha audacia una política de clemencia.
Por otra parte, el gran trágico estaba a punto de casarse, y es posible que el ministro hubiera intervenido para obtener el consentimiento del padre de Marie de Lampériére, que le daría siete hijos y cuya hermana menor contraería matrimonio con Thomas Corneille. Poco antes de la publicación de Cinna ocurrieron la conspiración y la sucesiva ejecución del «Cinq-Mars», que daban a la tragedia una excesiva actualidad.
Por ello, el poeta dejó en suspenso la aparición del texto, que no salió a luz hasta 1643, un mes después de la muerte de Richelieu, cuya memoria C. no celebró ni tampoco se avino a vilipendiar. Mazarino, quien había resuelto asimismo valerse de la literatura con fines de propaganda, le otorgó a su vez una importante pensión; ello valió a este «romano» una acción de gracias en verso donde se le compara a los más ilustres de la Antigüedad.
A partir de este momento, C. alcanza casi la categoría de poeta oficial; publicó sus Œuvres complètes e ingresó en la Academia. Naturalmente respetuoso con el poder, permaneció, bajo la Fronda, fiel largo tiempo a Mazarino.
Tras el intento de sublevación del territorio normando llevado a cabo por los duques de Longueville y la detención de éstos, de Condé y de Conti por orden del cardenal, fueron destituidos varios magistrados, y el poeta, merecedor de la confianza del ministro, fue nombrado para el cargo de Procurador de los Estados de Norman- día, del que se desposeyó a un adicto de los Longueville.
Sin embargo, C. cedió a la fascinación romántica del «héroe» desgraciado y compuso Nicomedes (v.), obra en la que todo el mundo reconoció a Condé y que, representada mientras los citados príncipes eran puestos en libertad», obtuvo una triunfal acogida; el trágico pagó cara esta única imprudencia de su carrera: enajenóse para siempre el favor de Mazarino, de quien no habría de recibir ya ni un céntimo en adelante, y, por otra parte, no logró tampoco el reconocimiento de los señores de Normandía, que se apresuraron a reponer en su cargo al predecesor del poeta.
De esta suerte, C. se encontró privado del empleo y de la pensión. Con Pertharite (v.) conoció el fracaso, del que le consoló el gran éxito de librería que representó su traducción de La imitación de Cristo.
Vuelto luego a la actividad profana, compuso una obra teatral, La Toison d’Or, que le encargó un rico señor normando; preparó una nueva edición de su teatro, con el apéndice del Discours en que expone y defiende sus ideas; frecuentó a las bellas «preciosas» de Ruán, mantuvo relaciones con las de París y escribió varias galanterías y pequeñeces en verso. Sin embargo, pronto entraron su hermano Thomas y él en la órbita de Fouquet, nuevo astro dispensador de cargos y pensiones.
En 1659, el gran dramaturgo volvió triunfalmente al teatro con el mediocre Œdipe (1659); en 1660 conoció el éxito con La Toison d’Or, y luego, en 1662, con Sertorio (v.). De triunfo en triunfo había llegado al apogeo de su carrera, por lo que su hermano y él abandonaron Ruán para establecerse en París de manera definitiva.
En 1663 obtuvo, como los principales escritores coetáneos, una pensión real. Sin embargo, aquel’ mismo año, la disputa en tomo a Sofonisba constituyó un primer indicio del ocaso de C. en el teatro; la naciente estrella de Racine amenazaba la primacía de nuestro poeta.
La balanza se mantuvo todavía indecisa tras el éxito de Alexandre le Grand (v. Alejandro Magno) de Racine; pero en 1607 el triunfo de éste en Andrómaca (v.) eclipsó completamente el éxito de Atila (v-), de C. Desalentado, abandonó la escena y cultivó de nuevo la traducción de textos religiosos.
En el estreno de Británico (v.) pudo vérsele solo y taciturno en un palco. La batalla decisiva entre los dos grandes trágicos se desarrolló en noviembre de 1670, y el duelo de las dos Berenice (v.) resultó netamente favorable al más joven de ambos.
En vano C. escribió versos llenos de juventud para completar la Psyché (v. Amor y Psiquis) de Molière, quien había recurrido a él. Ninguna compañía aceptó ya sus obras, e incluso este mismo comediógrafo rechazó Pulquería (v.), representada en el secundario Teatro del Marais con un discreto éxito que abrió de nuevo para el anciano poeta y su obra siguiente Sureña (v.) el escenario del Hôtel de Bourgogne.
Luego,, la voz de C. fue apagándose. Tenía ya sesenta y ocho años y le quedaban todavía diez de vida. Fue muy asiduo respecto de las actividades de la Academia y publicó de vez en cuando admirables versos (casi todos ellos dirigidos Al rey) para luchar contra el olvido que incluso en la corte pesaba sobre su nombre.
Durante siete años descuidaron el pago de su pensión, y por otros siete hubo de aguardar un beneficio prometido por el soberano al menor de sus hijos. En 1681 sufrió un primer ataque que lo dejó algo impedido y durante un año no salió de casa.
Tres meses después de la muerte de C., Racine, desde algún tiempo atrás reconciliado con su colega, leyó en la Academia, con motivo del ingreso en ella de Thomas C., un incomparable elogio de Pierre, en el que reivindicaba para el gran poeta un rango equivalente al de los héroes más ilustres de la Historia.
L. Herland