Paul Valéry

Nació en Séte (Hérault) el 30 de octubre de 1871 y murió en Paris el 20 de julio de 1945. Su abuelo materno, el italiano Giulio de Grassi, habíase trasladado a aquella ciudad por motivos profesionales. Su hija menor contrajo matrimonio, en 1861, con Barthélemy Valéry, natural de Córcega; diez años después veía la luz Paul, de origen, por ende, mediterráneo, y en un escenario que también lo era. Éste sería el mundo de su niñez, y dejaría huellas en toda su obra; el mismo autor habría de evo­car repetidamente aquellos años de su pri­mera infancia: sus correrías junto al mar y en las cercanías del puerto, y la llegada y la partida de las naves, que podía con­templar desde las ventanas del colegio don­de realizó sus primeros estudios. En 1884, a los trece años, abandonó Séte y marchó a Montpellier con sus padres.

Allí empezó a cursar la segunda enseñanza, aun cuando sin preferencias visibles; no obstante, ano­taba pensamientos, lecturas y fragmentos de versos propios y ajenos en cuadernos en cuyas páginas se hallan también los prime­ros rasgos de la inclinación al dibujo que siempre conservaría. Durante las vacaciones la familia marchaba a Génova; Paul quedó vinculado sentimentalmente a esta ciudad durante algún tiempo, y manifestó haberla amado más que a cualquier otra. Estos años de su primera adolescencia transcurrieron entre la escuela y las vacaciones en Liguria. Tras la segunda enseñanza inició Valéry el estu­dio del Derecho; sin embargo, había des­pertado ya en él la vocación poética. Sus lecturas comprendían desde Edar Poe hasta Huysmans, y sus versos iniciales Élévation de la lune, publicados por Courrier libre en 1889, le revelan lleno de un vago mis­ticismo y situado bajo la influencia de los poetas parnasianos y simbolistas.

Él mis­mo afirmaría haber sentido la atracción de un catolicismo completamente suyo, algo «español» y muy «wagneriano» y «gótico», en una magnífica definición de la confluen­cia en él, durante esta primera época de su desarrollo, de la inclinación mística y la expresión simbólica. En Montpellier tenía un grupo de amigos, con los cuales hablaba de poesías y ciencias, y gracias a cuyo con­tacto fue madurando su talento. El mismo año en que aparecieron sus versos iniciales empezó el servicio militar; a pesar de ello, no se alejó de Montpellier. El siguiente (mayo de 1890), conoció a Pierre Louys (v.), un año mayor e inmediatamente sedu­cido por el joven provinciano, capaz de hablar de Huysmans, Verlaine y Mallarmé con palabras que provocaron su asombro. Poco después, André Gide (v.), a quien Louys había hablado de Valéry en términos en­tusiastas, llegó a su vez a Montpellier; de esta suerte se inició la prolongada amistad, basada en un aprecio mutuo y en la gran fe en una nueva cultura literaria, y que sólo terminaría con la muerte de Valéry.

Para éste, la relación con Louys y, sobre todo, con Gide supuso el principio de un período de fervor y crisis. De la exaltada soledad el poeta pasó a la necesidad de comunica­ción. Escribió a Mallarmé y le envío dos poesías; obtuvo de él palabras de elogio, y la recomendación de una vuelta al aisla­miento como respuesta al consejo que le pidiera. Terminado el servicio militar, rea­nudó sus estudios y entregóse a la voca­ción poética, que se había ido precisando, y en la cual Mallarmé influiría decisiva­mente al orientarla hacia las formas esen­ciales del lenguaje de la poesía más allá de las cuales se encuentra el silencio. Desde 1891, año en el que Valéry publicó en Conque, de Pierre Louys, y en La, Chimère los pri­meros versos que llevan su sello personal, Narcisse parle y Hélène, el poeta aparece obsesionado por la idea de la obra «única». Anteriormente había escrito ya a Mallarmé «el Arte sólo puede ser una estrecha “cité” donde reina la Belleza solitaria», y había expuesto su deseo de «unirse, con su sueño personal, a los pocos enamorados de la cas­tidad estética».

Tras la publicación de Nar­cisse parle escribió a Mallarmé: «La poesía me parece una explicación del mundo deli­cada y bella, contenida en una música sin­gular y continua. En tanto el «arte meta­fisico” ve el Universo constituido por ideas puras y absolutas, la pintura y los colores, el arte poético lo considerará integrado por sílabas y ordenado en frases. Juzgada en su esplendor desnudo y mágico, la palabra se eleva a la fuerza “elemental” de una nota, un color o una clave de bóveda. El verso aparece como un acuerdo que per­mite la introducción de los dos modos, don­de el epíteto misterioso y sacro, espejo de las sugestiones subterráneas, resulta una especie de acompañamiento interpretado con sordina». La poética de la armonía y de la analogía se halla ya expresada completa­mente en tales términos, y en los primeros intentos de definición pertenecientes a este período Valéry considera La siesta de un fauno (v.), de Mallarmé, el modelo supremo donde se realiza tal ideal estético. En otoño de 1891 Pierre Louys le introducirá en la cé­lebre tertulia de la Rue de Rome en la que Mallarmé recibía a los discípulos.

Bajo el impulso de una poética tan segura como imperiosa, Valéry publicó, entre 1889 y 1892, y con su nombre o bien el seudónimo de M. Doris, una serie de poesías: además de las ya mencionadas de Conque, Vierge incer­taine, Orphée, Les vaines danseuses, La Fi­leuse, La belle au bois dormant, Les bois amical, Épisode, Baignée, reunidas luego, junto con otras posteriores, en el Album de vers anciens (1920, actualmente en Poesías, v.). Contra lo que podría creerse, Valéry no se abandonaría a una inspiración que, aun cuando no muy abundante, revela, sin em­bargo, no pocos recursos. Él mismo diría más tarde que no quería convertir su acti­vidad poética en una profesión. Dio al brus­co silencio que sucedió a los primeros en­tusiasmos una explicación dramática : en Génova, y a principios de octubre de 1892, cierta noche de tormenta, mientras los rayos alumbraban su habitación, prodújose en él una crisis, una convulsión total, de la que su ser salió completamente regenerado (ello nos induce a recordar los precedentes ejem­plos de Pascal y Descartes).

El poeta insis­tió repetidas veces en tal acontecimiento, y afirmó que toda su vida intelectual se ha­llaba dominada por él; en su interior des­pertó la exigencia de la certidumbre cien­tífica, del estudio riguroso y difícil. Se trata, aparentemente, de la ruptura con el pasado, de la búsqueda de un camino y de una existencia nueva. Valéry abandonó, en efecto, Montpellier, y se trasladó a París, donde frecuentó a Gide, Henri de Régnier, Heredia, Viélé Griffin, etc., y concurrió asi­duamente a las reuniones de los martes en la calle de Roma. La crisis, empero, no estaba superada; las cartas de esta época nos lo muestran inquieto y angustiado. En septiembre de 1893, en efecto, escribía a Gide: «Vivo como nunca en la incertidumbre… Cada día, sin embargo, las anesté­sicas bibliotecas me proporcionan algunas horas de paz durante las cuales la lectura de fórmulas, de inquietudes precipitadas en formulaciones vertiginosas, pasa lentamente bajo mis ojos».

Leía sobre todo obras cien­tíficas, lo cual suponía para él un ejercicio y una disciplina en un momento particu­larmente difícil. Tras el paréntesis de un breve período pasado en Montpellier, hallá­base de nuevo en París en marzo de 1894, en busca de sí mismo y de un empleo que le permitiera finalmente cierta independen­cia; en junio estaba en Londres, donde en­contró a Meredith, y luego volvió a su habi­tación de la Rué Gay-Lussac. La segunda lectura del Discurso del método (v.) le dio a entender que «es preciso escribir la vida de una teoría como se ha escrito demasiado la de una pasión». Ello originará poco des­pués la Introducción al método de Leonar­do (v.), obra compuesta el invierno de 1894- 95 y publicada en la Nouvelle Revue (1895); Valéry la editaría nuevamente en 1919, con la adición de Note et digression, que la com­pleta y aclara. Como se sabe, Leonardo no es sino un pretexto; el poeta pretende no re­constituir el pensamiento y el método del gran pintor, sino darles más bien «lo posi­ble de un Leonardo que no es el de la his­toria…».

En realidad, Valéry formula completa­mente por vez primera su teoría de las rela­ciones entre poesía y ciencia, técnica y crea­ción poética, junto con todos los corolarios de ello derivados. Para él Leonardo es, más que nada, el símbolo de la universalidad del Genio; al pintor volverá a acudir repe­tidamente en distintas ocasiones. En junio de 1895 Valéry ingresó en el Ministerio de la Guerra; luego marchó a Montpellier, de donde se dirigió a Italia, en un viaje que le llevaría a Milán, Venecia y Trieste, pero que no parece haberle proporcionado un gran placer. En París vivió del empleo en el ministerio; mientras, se relacionaba ínti­mamente con Mallarmé, y frecuentaba el grupo del «Centaure», junto con Louys, Jean de Tinan, Hérold, Henri de Régnier,_ etcétera. Al Centaure dio La soirée avec Monsieur Teste, escrita en Montpellier el verano de 1896 y editada el mismo año; se trata de la primera de las obras en que aparece este típico personaje, «alter ego» de Valéry y cartesiano interlocutor suyo, que luego reaparecería en una serie de textos, cuyo conjunto fue titulado con su nombre en 1929 (Monsieur Teste, v.).

A esta labor siguieron unos años de prolongado silencio. Valéry continuaba como empleado en el minis­terio: «Un bello suplicio la imposibilidad objetiva de pensar y, por lo tanto, de tra­bajar, puesto que aquí se brega todo el día, durante siete mortales horas seguidas; luego ando un par más, después como, y, a los postres, la fatiga me sume en el sueño». En 1898 la muerte de Mallarmé supuso para él un duro golpe: «He perdido al hombre a quien más amaba del mundo — escribió a Gidey, sea como fuere, en mis senti­mientos y mi manera de pensar nada po­drá reemplazarle». Salvóle de su desorien­tación el noviazgo y, a continuación, el ma­trimonio con Jeannie Gobillard, sobrina de la pintora Berthe Morisot, a la cual conoció en Valvins, en casa de Mallarmé. Tal boda, celebrada a fines de mayo de 1900, marcó un decisivo cambio de rumbo en la vida material de Valéry, quien abandonó el ministerio, llegó a secretario particular de Edouard Lebey, director de la agencia Ha- vas, y trasladóse al barrio burgués de París. Ello le aseguró una existencia más regular, que le permitió seguir frecuentando a los antiguos amigos y a los nuevos, así como entregarse por completo a sus lecturas, re­flexiones y proyectos de obras.

Su vida fue pobre en acontecimientos; ni la guerra, es­tallada en agosto de 1914, habría de modi­ficarla sensiblemente. Impulsado por los amigos, empezó a reunir las composiciones poéticas publicadas muchos años antes. Lue­go, en un intento de retomo a la poesía dio lugar, bajo las afectuosas exhortaciones de Pierre Louys, a La jeune Parque (1917), especie de poema filosófico en el que el autor desarrolla, en el aspecto de un mag­nífico monólogo lírico, el tema del desper­tar de la conciencia, tentada por la serpiente de la sensualidad; él mismo escribió que «el verdadero tema del poema es la des­cripción de una serie de sustituciones psi­cológicas, y, en definitiva, la transformación de una conciencia en el curso de una no­che», Considerada según esta indicación, la sublime alegoría revela una de las cons­tantes valeryanas, y, en su forma la influen­cia de Hérodiade (v.), de Mallarmé. El éxito de La jeune Parque situó repentinamente a Valéry en el primer plano de la escena lite­raria parisiense; no obstante, mayor pro­vecho que de la notoriedad obtuvo de la reacción psicológica: superados, finalmente, los complejos juveniles y las últimas resis­tencias internas, el poeta dio en adelante los frutos de una experiencia largamente madurada en el curso de muchos años de un silencio inquieto y afanoso.

Nacieron de esta suerte, sucesivamente, las poesías de Cármenes (1922, v.), que integran un solo y vasto poema de la Inteligencia; Eupalinos o          El Arquitecto (v.) y L’âme et la danse (1923), obras vinculadas a la Introducción y a La soirée, de las cuáles renuevan los temas del conocimiento y el método, subli­mados en la idea de una inteligencia, uni­versal y consciente; y Variedad (cinco to­mos aparecidos entre 1924 y 1944, v.), conjunto de prólogos, conferencias, ensayos y reflexiones acerca de temas poéticos, éti­cos y políticos: se trata, en resumen, de una «summa» de la ideología y el método críticos de Valéry, que nos aclara el esfuerzo de su creación poética y su búsqueda de un instrumento y una técnica que, reducidos al sentido etimológico del término, resulten arte en sí mismos, conscientes de sí y de su rareza. Tales textos hicieron del literato un maestro en adelante indiscutido: en 1925 la Academia de Francia le abrió sus puertas; Oxford y Coimbra le confirieron el docto­rado «honoris causa» en 1931, y el Centre Universitaire Méditerranéen de Niza conce­dióle el cargo de director.

Ello, empero, no disminuyó su actividad de escritor: una tras otra, y separadas entre sí por breves espa­cios de tiempo, aparecieron Analecta (1926), Rhumbs (1926), Autres rhums (1927), Suite (1930), Choses tues (1930 y 1932), Miradas al mundo actual (1931, v.), La idea fija (1932, v.), Notas sobre el arte (1934, v.), Degas Danse Dessin (1938), Introducción a la poética (1938, v.), Miscelánea (1941, v.), Tal cual (1941 y 1943, v.), Malos pensamien­tos y otros (1942 v.), obras todas ellas en las que se dan los motivos de una reflexión constante, asistemática y no filosófica en el sentido riguroso del término, antes bien, nacida empíricamente, del encuentro con lo que va siendo progresivamente su objetó­la poesía, la música, las artes, la literatura, la moral, la ciencia. Como justamente se ha dicho, Valéry es no un filósofo, «sino un poeta que tiene el gusto de las ideas, tiende a las soluciones espirituales y ha sido colocado por la curiosidad frente al mecanismo del pensamiento, sin que, no obstante, la deta­llada observación le inmovilice el juego de los ritmos y las imágenes».

Aunque du­rante los últimos veinte años de su actividad nada más hubiese de añadir a su único e inimitable libro de poesías, el teatro, en cambio,, le atrajo repetidamente. Compuso, en efecto: Amphion (1931), libreto en versos blancos escrito para Ida Rubinstein y al que puso música Honegger; Sémiramis (1934, tema que ya había tratado en Air de Sémi­ramis, incluido en el Álbum), también para Ida Rubinstein y Honegger; la Cantate du Narcisse (1938), especie de égloga en versos libres y variante del famoso mito, y, final­mente, Mon Faust (obra concebida en 1940 y editada póstuma en 1946), que comprende dos composiciones dramáticas incompletas, Lust, ou la demoiselle de cristal («comé­die») y Le Solitaire ou Les malédictions de l’univers («féerie dramatique»), en las que aparece la expresión última del pensamiento de Valéry, concretada en un personaje (Leo­nardo, Teste, Sócrates y Faust), no ya como facultad potencial, sino en cuanto experien­cia realizada y, por ende, terminada: la pa­labra inicial y final de Faust, dirán las Hadas, es «No».

Ello y las lecciones en el Collège de France, a cuya cátedra de esté­tica había llegado en 1937, fueron las últi­mas actividades del autor. Los dolorosos acontecimientos que agitaron a Francia des­de septiembre de 1939 hasta el final de las hostilidades repercutieron duramente en Valéry, quien, sin embargo, supo hacerles frente con dignidad y firmeza; hizo rechazar en la Academia una moción de confianza en favor del gobierno títere de Vichy, y tras la muerte de Bergson pronunció allí, en plena ocupación alemana, el elogio del gran filósofo. Reconquistado París, se le encargó en la Sorbona un importante discurso acerca de Voltaire, que señaló la reanudación de la vida intelectual en la antigua Universidad parisiense, devuelta a la libertad. La salud del literato, empero, declinaba rápidamente. En marzo de 1945 vióse obligado a terminar de manera prematura el curso en el Collège de France, y en mayo, acabada la composi­ción de un breve poema en prosa, L’Ange, quedó postrado por la dolencia que lenta­mente, dos meses después, le llevaría a la tumba.

Francia, recién libertada, le decretó funerales de carácter nacional; la vela fú­nebre de su cadáver, en la terraza del Trocadéro, fue un acontecimiento doloroso y, al mismo tiempo, esperanzador. Los restos del poeta descansan actualmente en el ce­menterio de Séte, que él inmortalizó en Cimetière marin, en estrofas que consti­tuyen uno de los monumentos más ilustres de la lírica moderna. Póstumos aparecieron los textos L’Ange (1946), Histoires brisées (1950) , Lettres à quelques uns (1952), Cor­respondance (Gide-Valéry, 1955).

G. Natoli