Nació en Villeneuve-sur- Fére-en-Tardenois (Aisne) el 6 de agosto de 1868 y Murió en París el 23 de febrero de 1955. Fue hijo de un registrador de hipotecas, de origen rural, y estudió en París en el Lycée Louis-le-Grand, donde tuvo por compañeros a Puvis de Chavannes, Léon Daudet, Romain Rolland y Camille Mauclair.
Súbitamente aficionado a las Letras, fue, en cambio, un mediocre alumno, sólo profundo en Filosofía, y ya desde la adolescencia manifestó su doble y característica inclinación a la vida interior y a los aspectos más corpóreamente perceptibles de la realidad terrena.
Perdida la fe (en parte debido al influjo de Renán, a quien rechazaría luego con violencia), a los dieciocho años leyó por casualidad las obras de Rimbaud — su verdadero padre espiritual, como él mismo habría de llamarle—, que trastornaron completamente a C. y le dieron «la impresión viva y casi física de lo sobrenatural^ Convertido repentinamente al catolicismo cuando escuchaba el Magníficat en Notre-Dame el día de Navidad de 1886, no se acercó a la Eucaristía hasta después de cuatro años de progresión interna.
Inició su actividad literaria al ser introducido en el círculo que se reunía en torno a Mallarmé, mientras estudiaba todavía Derecho y Ciencias políticas. Al principio escribió poesías y luego inició sus pasos de dramaturgo con Cabeza de oro (1889, v.) y La ciudad (1890, v.); los títulos que en 1901 integraron el ciclo L’arbre — o sea La jeune fille Violaine, L’échange y Le repos du septième jour — aparecieron entre 1892 y 1896.
Rehechas varias veces, estas obras de juventud sólo despertaron el interés de un reducido y selecto núcleo de lectores, aunque, andando el tiempo, habrían de llegar también al gran público. Mientras tanto, ya en la carrera diplomática, C. inició en 1893 una serie de largos viajes con prolongadas estancias por todo el mundo, lo que influyó notablemente en su espíritu: estuvo en los Estados Unidos, China (1894-98 y 1901-09), Praga, Francfort, Hamburgo (1913-14), Roma (1915-16), Río de Janeiro (1917-19), Copenhague, Tokio (como embajador en 1921-26), Washington (1927-33) y Bruselas (1933-35).
Después de 1895, abstraído en la reflexión y el estudio, dejó prácticamente de publicar por espacio de un decenio, durante el cual, sin embargo, escribió Développement de L’Église y el gran poema en prosa Connaissance de l’Est, aparecido en 1900. En 1905 contrajo matrimonio con la hija de un célebre arquitecto, la cual aportó de dote la propiedad de Hostel, en la región lionesa, que había de convertirse en la residencia campestre predilecta del poeta.
Terminada su actividad diplomática en 1935, pasó los últimos veinte años de su vida entre París y su mansión de Brangues, en Isère, entregado singularmente a la lectura y el comentario de las Sagradas Escrituras. En el curso de esta progresiva «evangelización de la tierra y de sí mismo», y sin sacrificar jamás a la labor literaria sus deberes profesionales, C. fue levantando el imponente edificio de su obra.
A los dramas juveniles siguió en 1909-16 una gran trilogía histórica, El rehén (v.), El pan duro (v.) y El padre humillado (v.), y en 1912, El Anuncio a María (v.). Sólo la primera y la última de estas cuatro producciones fueron representadas con gran éxito antes de 1914 en el Théâtre de l’Oeuvre; las otras llegaron más tarde a la escena.
De los cuatro grandes directores del «Cartel», sólo Pitoeff atrevióse a presentar L’échange. Hasta después ¿e la segunda guerra mundial no conquistaron los dramas de C. el merecido favor del público. Una de sus obras maestras, Crisis del mediodía (1906, v.), no fue impresa hasta 1947, aunque hacía ya cuarenta años que corría, en copias mecanografiadas más o menos correctas, por las manos de los fervientes admiradores del maestro.
Su producción teatral cumbre, El escarpín de raso v. pertenece a 1929; posteriormente, sólo dio a la escena algunos libretos para óperas y oratorios. Sin embargo, y ya mucho antes de que la crítica y un público más amplio reconocieran el valor de su teatro, logró imponer su concepción del mundo y ejercer una gran influencia espiritual en numerosos escritores de su generación, tales como Jacques Rivière, quien le debe su conversión; Péguy, Jammes y Gide (v. Correspondencia de Claudel y Gide).
Considerable es la producción lírica de C., que llega desde las inolvidables Grandes Odes (1905-08) hasta La Messe là-bas (1917) y Feuilles de Saints (1925). Además de toda esta producción, cabe recordar — desde Art poétique a Positions et propositions y Conversations dans le Loir-et-Cher — una abundante serie de ensayos teóricos sobre la poesía, la historia y la Iglesia, y quince tomos de comentarios a la Biblia.
Es imposible poder compendiar esta visión del mundo que, mediante un estilo admirablemente vigoroso y un extraordinario sentido de la realidad creada, sitúa el universo entero en la maravillosa inteligibilidad de una estructura homogénea. Ello no obsta para que el «caso Claudel» no sea considerado como uno de los más interesantes de la historia poética y dramática de nuestro tiempo.
A. Béguin