Nació probablemente en Alejandría (según otros en la cercana Canopo o quizás en Paflagonia) hacia el 370 y Murió en Roma por el año 404, o no más tarde del 408.
En Alejandría recibió, en griego y latín, su primera formación literaria, que pronto dio a conocer su nombre en el último decenio del siglo IV y los primeros años del siguiente. Sus obras poéticas iniciales, en lengua natal, fueron Epigramas y acaso también el pequeño poema mitológico Gigantomaquia (v.), del cual se conservan unos ochenta versos.
En 395, abandonada la «Talía griega» y trasladado a Roma, compuso exclusivamente en latín, idioma que mientras tanto había asimilado en sus elegancias formales a partir de los más puros modelos de las épocas anteriores.
Roma abrió a la fascinación y al éxtasis de sus glorias seculares el espíritu, ya lleno de entusiasmo poético, de este griego oriental, a quien la fama de sus brillantes poemas, de su fantástica diversidad y de su elocuencia extraordinaria mereció pronto la admiración de los contemporáneos.
Así, llegó a la categoría de poeta cortesano, alcanzando la amistad y la protección de los mismos emperadores Arcadio y Honorio, del general Estilicón, de los cónsules Probino y Olibrio y de otros personajes.
No tardó tampoco en conocer los honores del patriciado e incluso vio erigida su propia estatua en el Foro de Trajano (402) con una inscripción en griego que le ensalzaba como heredero de Homero y Virgilio. En él los romanos sintieron revivir el genio grecolatino y hallaron los sonoros acentos virgilianos y los más puros alientos de una profunda latinidad.
Junto con Rutilio Namaciano escribió el último solemne y emotivo canto de admiración y alabanza al poder de Roma, que «unió a todas las gentes bajo el nombre común de madre», y a su «pía misión de paz», que «acogió a los vencidos como ciudadanos» e hizo «de todos un solo pueblo en el mundo».
La voz de Roma, con sus fastos, ritos, afanes políticos y bélicos, instituciones y magistraturas, suena casi siempre por doquier en la poesía de C., ya asuma tonos cortesanos y de circunstancias, como en los Panegíricos (v.) y Epitalamios (v.) de amigos y protectores, como Olibrio, Probino, Arcadio, Honorio, Paladio, Celerina y Serena, o bien ensalce, en los pequeños poemas épicos De la guerra gótica (v.), De la guerra gildónica (v.) y Panegírico de Estilicón (v.), por ejemplo, las gestas y las victorias de este general contra Alarico y el mauritano rebelde Gildón.
El mismo espíritu alienta en los ataques dirigidos a los enemigos de Estilicón, Rufino, ministro de Arcadio, y Eutropio, su sucesor (v. Invectivas contra Rufino y contra Eutropio), por cuanto en el general de Honorio veía C. personificado el prestigio del Imperio, que en dos ocasiones este jefe salvó de los asaltos bárbaros.
No es una casualidad precisamente la circunstancia de que la muerte del poeta coincidiera con la desgracia de Estilicón. La presencia de algunos temas referentes a la vida y los milagros de Jesús en la producción de C. permite juzgarle convertido al cristianismo. Sin embargo, acaso no podamos hablar, en este aspecto, de una convencida adhesión a la nueva fe, por cuanto resulta aún demasiado viva en él la sugestión del mundo pagano, con sus divinidades y mitos resucitados, como en El rapto de Proserpina (V.), bajo un nuevo esplendor de sentimiento y forma; por algo le llama Orosio (VII, 35) «pagano pertinaz», y San Agustín, en La ciudad de Dios (V, 26), «ajeno al nombre de Cristo».
B. Riposati