Oscar Wilde

Nació en Dublín el 16 de oc­tubre de 1854 y murió en París el 30 de noviem­bre de 1900. Sus padres fueron personas ca­pacitadas: la madre, Jane Elgee, era poetisa y traductora (de Dumas y Lomartine), y el padre, Sir William Wilde, destacaba como ocu­lista y poseía también cualidades literarias. Diversas influencias continentales empezaron a actuar muy pronto sobre el muchacho, quien, durante las vacaciones, mientras era alumno del colegio de Portora, marchaba con su madre a Francia, país en el cual escribió una de sus primeras poesías, com­puesta en ocasión de la muerte de una hermanita. En el «Trinity College» de Dublín viose galardonado por sus estudios clásicos. En el «Magdalen College» de Oxford asimiló también las ideas de Ruskin y Pater que llegó a convertirse en un elegante divulga­dor de las mismas; la adición de cierto bar­niz de preciosismo decadente francés (pro­cedente en particular de Théophile Gautier) y de una afectación algo extravagante le valió en Londres una rápida notoriedad, desproporcionada en relación con los mé­ritos literarios de sus composiciones inicia­les (Ravena, 1878, v.; Poems, 1881), y con­virtió pronto a Wilde en blanco de la caricatura (en el famoso opúsculo de Gilbert y Sullivan, Patience, 1881).

Luego de una triunfal «tournée» de conferencias sobre los prerrafaelistas y el esteticismo que llevó a cabo en América, establecióse en 1882 en París, donde terminó dos dramas inspirados res­pectivamente en V. Sardou y V. Hugo — Vera y La duquesa de Padua (v.) — y tra­bajó en la composición de un pequeño poe­ma (La Esfinge, v.), que es una especie de epítome de los lugares comunes propios del decadentismo francés. Conversador delicio­so, agudo, admirable y maestro en los gustos y en el trato, Wilde alcanzó muy pronto una gran popularidad en los medios literarios franceses, y, renovando el milagro de By- ron, conquistó el continente más bien por su pintoresca y legendaria personalidad que por el mérito intrínseco de sus obras. A la producción poética y dramática añadió la na­rrativa, integrada por cuentos — escritos entre 1885 y 1891 — (v. El principe feliz, La casa de las granadas), relatos (v. El crimen de lord Arthur Saville y otros cuentos), la novela El retrato de Dorian Grey (1891, v.), y los ensayos reunidos luego en Intencio­nes (v.). En 1891, durante una larga estan­cia en París, compuso en francés Salomé (v.), para Sarah Bernhardt, drama que, sin embargo, no pudo ser representado en In­glaterra a causa del veto del lord cham­belán; en los escenarios ingleses, en cam­bio, obtuvieron un gran éxito, incluso en el aspecto económico, las comedias del autor (v. El abanico de lady Windermere, Una mujer sin importancia, Un marido ideal, y, La importancia de llamarse Ernesto), obras en las que, a través de una genial imita­ción de escenas, matices y pasos de diálogo de procedencia parisiense, manifestóse indi­rectamente vinculado al teatro inglés de la Restauración (Congreve, etc.), asimismo inspirado en modelos franceses.

El éxito hizo de Wilde un personaje algo vulgar, incluso en cuanto a su aspecto. Al declive físico aña­dióse lo que los contemporáneos considera­ron una espantosa decadencia moral. El literato se había casado en 1884 con Constance Mary Lloyd; sin embargo, con el pri­mer embarazo de la esposa disgustóse ya de la vida conyugal. Sin embargo, a diferencia de lo acontecido en el caso de Byron, no fue el matrimonio el origen del escándalo que cubrió a Wilde de oprobio a los ojos de la sociedad inglesa, sino su tendencia a la homosexualidad. Fatal le resultó la relación con lord Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry, quien, exasperado por el fracaso de sus recomendaciones con las cua­les pretendía inducir al joven a la ruptura de sus vínculos con Wilde, dejó cierto día de febrero de 1895 una nota abierta al portero del «Albemarle Club» de Londres en la que figuraban escritos el nombre del escritor y la infamante calificación. Éste inició enton­ces contra Queensberry un proceso por di­famación, que perdió, por cuanto la defensa del marqués había obtenido en los medios de mala fama que Wilde frecuentaba las pruebas de la veracidad de las acusaciones dirigidas contra Oscar.

Tras la sentencia favorable a Queensberry fue ordenada la detención del literato, a quien se condenó a dos años de trabajos forzados por corrupción de menores. Wilde, que hubiera podido huir a Francia, no lo hizo, posiblemente siguiendo su máxima (comunicada a André Gide, a quien encontró en Blida, Argelia, el mes de enero de 1895) según la cual «hay que buscar siempre lo más trágico»; sin embar­go, en la versión integral de De pro fundís (v.), publicada por el hijo de Wilde, Vyvyan Holland, en 1950, el autor confiesa que no pudo partir porque se lo impidió el hotelero, a quien debía una cuenta considerable. Du­rante el cautiverio en la cárcel de Reading meditó sobre la figura de Verlaine (v.), encarcelado también por un motivo seme­jante, y su conversión; quedó convencido de que «siendo el dolor la suprema emoción que el hombre puede experimentar, es, al mismo tiempo, el prototipo y el yunque del gran arte», y escribió la Epístola in carcere et vinculis (en forma de carta a Lord Alfred Douglas) que, expurgada de las alusio­nes personales, fue publicada póstuma en 1905 bajo el título De profundis.

Salió de la cárcel en 1897, arruinado por completo eco­nómicamente y en cuanto a su fama (al negarse el juez a concederle la libertad provisional, los acreedores subastaron los bienes del escritor, en tanto el editor Lañe retiró sus libros de la circulación). Wilde se propuso entonces empezar una nueva vida en Francia bajo el nombre de Sebastian Melmoth (este apellido es la denominación del vagabundo maldito de la famosa novela homónima de Maturin, v.); no obstante, sólo consiguió escribir una obra de relieve: Ba­lada de la cárcel de Reading (v.). Volvió al vicio, que no tuvo ya ni siquiera el brillo de la vida galante, y viose considerado por los contemporáneos, incluso por los más despreocupados, con una mezcla de horror y piedad.

Un ataque de meningitis libróle de su mísera existencia. Aun cuando las obras de Wilde hayan envejecido, por cuanto no poseen las características de universali­dad que pueden convertirlas en clásicas, permanecen vivas ya por las peculiaridades que reflejan la aguda personalidad del autor (las comedias) o bien por las vinculadas (siquiera de una forma involuntariamente caricaturesca) al gusto y las costumbres de la época del decadentismo.

M. Praz