Niko Kazantzakis

Novelista griego Nació en Candía (isla de Creta) en 1885, murió en 1957. Cursó la carrera de Derecho en la Universidad de Atenas y luego pasó a París, donde frecuentó las lecciones de Bergson en la Sorbona. De regreso a su patria publicó sus primeras obras poéticas y filosóficas. Fue gran viajero: visitó Inglaterra, España, Rusia, Egipto, China y Ja­pón. Funcionario del Ministerio de Asun­tos Sociales de su país, salvó del ham­bre, en Rusia, a 150-000 griegos expulsados del Asia Menor a la terminación de la pri­mera Guerra Mundial. Esta tragedia le ins­piraría más tarde su obra maestra: El Cris­to de nuevo crucificado (v.). Siempre pre­ocupado por el problema social, aceptó en 1946 la presidencia del Consejo Superior del partido socialista griego; llegó a ser minis­tro, pero muy pronto, decepcionado de la política activa, renunció a tales cargos y se consagró a su verdadera vocación: la literatura.

Más tarde fue llamado por la Unesco para dirigir la oficina de traduc­ción de clásicos griegos y fijó su resi­dencia en Antibes (Francia). Su obra lite­raria es extensa y significativa: ensayos filosóficos, sobre todo comentarios a Nietzsche y Bergson, poesías, tragedias, recuer­dos (Lo que he visto en Rusia, Melisa y Teseo, Nicéforo Focas), epopeyas (una Odi­sea en 33.000 versos que empieza donde acaba la de Homero), traducciones (la Di­vina Comedia, el Fausto, Así hablaba Zarathustra); pero su fama se basa en sus novelas: La serpiente y el lirio, Almas ro­tas, La última tentación, Libertad o muerte, Paz y bien, Toda-Bara, El jardín de las rocas, Alexis Zorba y sobre todo la ya ci­tada Cristo de nuevo crucificado. Las dos últimas han sido traducidas al castellano y la segunda de ellas al catalán [El Crist de nou crucificat, Barcelona, 1959]. Un crítico ha definido así la posición de nuestro autor: «Su profunda originalidad radica en esto: Kazantzakis une continuamente la imagen radiante dejada por sus antepasados con las fiebres de hoy, a menudo patéticas pero siempre iluminadas por la sonrisa de la Hélade in­mortal».