Nació en Chazelet (Indre, Francia) el 5 de octubre de 1860 y murió en París el 6 del mismo mes de 1932. Fue un apasionado representante de la «apologética nueva» que, separando el cristianismo católico de la escolástica y del tomismo, procuraba conciliarlo con el pensamiento moderno y asumía sobre sí una ardua empresa: el establecimiento del acuerdo entre inmanencia y trascendencia. Ya sacerdote, ingresó en el Oratorio fundado por el cardenal De Berulle, confidente de Descartes, e ilustrado por pensadores de alta categoría, cual Malebranche y, más tarde, el padre Gratry. La citada institución poseía una tradición agustiniana y antimolinista que influyó profundamente en Lucien. Fueron autores predilectos suyos Pascal y Maine de Biran; y entre sus maestros y amigos figuraron Boutroux y Blondel. Profesor y director de algunos colegios, tuvo «le verbe haut, la plume en bataille», como él mismo afirmaba de Charles Denis, su predecesor en la dirección de Annales de philosophie chrétienne (1905-1913).
Mientras tanto, había escrito ya sus obras más importantes: Ensayos de filosofía religiosa (1903, v.) y El realismo cristiano y el idealismo griego (1904, v.). La autoridad eclesiástica incluyó tales textos en el índice, condenó las Annales, y obligó al religioso al silencio. Lucien sometióse. No obstante, las obras a cuya composición se dedicó durante aquel trágico aislamiento, publicadas luego póstumas — Études sur Descartes, en dos volúmenes —, merecieron también la condena de los censores romanos (1936). De la íntima inquietud del autor sobreviven únicamente las confidencias que contiene su correspondencia, que, junto con las de los otros modernistas, podrían integrar un interesante conjunto. Para Lucien, la filosofía es un arte, y no por cuanto deba ser considerada obra de fantasía, sino porque, más bien que ciencia y pensamiento abstracto, aparece, en realidad, vida concreta, amor de verdad, acción y obra moral de libertad. El conocimiento del ser nos viene de dentro y no de fuera, y se halla vinculado al de nosotros mismos; éste, a su vez, guarda relación con lo que somos, que es, en verdad, lo que queremos ser.
Tal filosofía recibe de su creador, Lucien, la denominación de «dogmatismo moral»», y sigue el principio según el cual la verdad está en nosotros mismos y es nosotros mismos. Somos un objeto moral, un individuo que no es estático, antes bien se hace y llega a deificarse. Nos hallamos en un misticismo que, sin embargo, no pretende ser panteísta, por cuanto nuestra personalidad no se ve absorbida por la de Dios: sólo está en una comunión de amor con el Creador. Lucien quiere descubrir en el hombre la exigencia de la gracia y restablecer una especie de unidad entre lo natural y lo sobrenatural, contra el tomismo y el molinismo, a la vez. Indudablemente, quien, como nuestro autor, repetía la expresión de modestia de Santo Tomás moribundo: «Mi Summa es paja para quemar», no podía ser bien visto por la Iglesia; los idealistas, empero, reprocharon a Lucien una irremediable contradicción entre el principio (amor, voluntad, vinculados a un objeto trascendente) y el método (inmanencia) de la filosofía de la acción. Sin embargo, resultaría sumamente injusto desconocer o menospreciar en Lucien las grandes cualidades y la inspiración del pensador, las virtudes del hombre, el tono elevado y noble jamás desfalleciente del polemista y el estilo perfecto del escritor en cuyas páginas se da, junto a la claridad de Descartes, la espiritualidad de Pascal.
V. Cilento