Nació probablemente en Paredes de Nava (Palencia) hacia 1440 y murió en 1478. Hijo del conde de Paredes y de su primera mujer Mencía de Figueroa. Señor de Belmontejo y trece de la Orden de Santiago de la que su padre fue Gran Maestre. Fue soldado muy activo en las luchas de su tiempo siempre a favor del infante don Alonso de Estúñiga, su primo, que aspiraba al priorato de San Juan, cuando el levantamiento de los nobles castellanos contra Enrique IV. Tomó parte activa en la victoria de Ajofrín. También estuvo junto a la infanta Isabel frente a Juana la Beltraneja. Defendió el Campo de Calatrava durante la guerra civil de ambas pretendientes. Como teniente de Isabel en Ciudad Real, junto a su padre don Rodrigo, hizo levantar el asedio que a Uclés habían puesto Diego López Pacheco y Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo. En lucha contra el marqués de Villena, enemigo del poder real, cayó prisionero en Baeza y fue herido ante el castillo de Garci Muñoz, durante su asalto. Murió pocos días después y fue enterrado en la iglesia de Uclés. Su poesía se encuentra en los cancioneros de Hernando del Castillo (1511) y de Sevilla (1535, v. Cancionero). Medio centenar de poemas de la escuela lírica castellana aparecen en ellos.
Sobresale la gracia ligera de las esparsas como las que comienzan «Hallo que ningún poder / ni libertad en mí tengo…»; «Qué amor tan desdichado que gané»; y la siguiente, tan propia de los artificios de la época; «Yo callé males sufriendo / y sufrí penas callando, / padescí no mereciendo, / y merescí padesciendo / los bienes que no demando. / Si el esfuerzo que he tenido / para callar y sufrir / tuviera para decir / no sintiera mi vivir/los dolores que ha sentido.» Las composiciones amorosas como Castillo d’Amor («Hame tan bien defendido / Señora, vuestra memoria/de mudanza…»), Escala de Amor, Porque estanto él durmiendo le besó su amiga («Vos cometiste traición / pues me heriste durmiendo»), que acaba en el epifonema de que quien tanto gana durmiendo «nunca debe despertar»; la canción Quien no estuviere en presencia en que señala como condiciones de ausencia, olvido y mudanza. Sus glosas a motes son notables como curiosidad; así la que dedica a «Sin Dios y sin vos y mí» y al suyo «Ni miento ni me arrepiento» en la que dice que no se entiende ni sabe lo que quiere mas tampoco entiende lo que quiere «quien quiere siempre que muera / sin querer creer que muero».
Tiene otras composiciones satíricas cuyo gusto y gracia no han sido muy celebrados, como las coplas a una viuda que empeñó un brial en la taberna o las que se refieren a un convite que hizo a su madrastra («Señora muy acabada, / tened vuestra gente presta») en las que su humor desciende lamentablemente cuando habla de la hospitalidad que brindará (telarañas, hortigas, colchón de pulgas, paños menores, servidores «en cueros vivos», etc.) Pero la merecida fama de Manrique se debe a sus conocidísimas Coplas a la muerte del maestre de Santiago don Rodrigo Manrique, su padre (v. Coplas a la muerte de su padre). Emplea en ellas las famosas sextillas de pie quebrado que de su nombre se llamaron estrofas manriqueñas. Están formadas por versos octosílabos (primero y segundo; cuarto y quinto) y tetrasílabos (tercero y sexto). Riman: primero con cuarto, segundo con quinto y tercero con sexto. Son cuarenta estrofas que expresan su dolor particular por la muerte de su padre con tales acentos que, como advirtió Menéndez Pelayo, se hizo universal. Es una extensa elegía que merece ser colocada junto a las más celebradas de la humanidad. El maestre don Rodrigo ya merecería — con posterioridad a la elegía — ser uno de los retratos del historiador Hernando del Pulgar en sus Claros varones de Castilla (1486) en el que se destacaba su valor en muchas batallas. El conde de Paredes de Nava aparecía exaltado por su hijo que seguía las maneras poéticas de su época con una expresión y forma literaria jamás superada. Las fuentes de su técnica y fondo son también las más frecuentes y las constantes interrogaciones (la pregunta «¿dónde están?») se han repetido mucho en todas las literaturas desde la Biblia y muy especialmente en las medievales como en la poesía española, en el Diálogo de Bias contra Fortuna del marqués de Santillana.
Como coincidencia y lugar común con ellas se han considerado — no como fuente — las elegías del poeta hispano arábigo Abulbeca que Valera tradujo al castellano en estrofas manriqueñas. La conjugación de forma y fondo que logra nuestro poeta es magistral. Comienza desarrollando el tema tan repetido en la literatura española con la idea de la brevedad de la vida y lo rápido de nuestro tránsito: «No se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vió / porque todo ha de pasar / por tal manera…» La vida del hombre, simbolizada por el río que va a dar en «la mar», que es la muerte que nos iguala a todos: ricos y pobres («allegados son iguales / los que viven por sus manos/y los ricos»). Así se llega a la «invocación», la parte del poema en que el poeta llamaba en su auxilio a un ser divino o sobrenatural; pero Manrique deja estas invocaciones para referirse simplemente al recuerdo de su padre y traerlo a la memoria de las gentes. El concepto del mundo «camino para el otro» corresponde a la idea medieval de que la existencia terrena es vía de sufrimientos para ganar cumplidamente la gloria. Las expresiones de la transitoriedad de la vida — juventud, hermosura, vanidad — son de poco valor, ya que, antes de morir, las perdemos: «Las mañas y ligerezas / y la fuerza corporal / de juventud, / todo se torna graveza / cuando llega al arrabal / de senectud!» Evoca el poeta — con los recuerdos de la Historia — los linajes, las noblezas, las victorias y el saber de los pueblos que pasaron por España.
Bienes y males se mudan al antojo de la Fortuna; y la vida «se va apriesa como sueño», idea de la brevedad que dos siglos después desarrollará tan sabia como extensamente Calderón. La idea de la muerte, en abstracto, y de cómo iguala a papas, emperadores y prelados como a los pobres pastores de ganados, se repite como en los ejemplos clásicos. Pero, dejando a un lado la Antigüedad, tanto a troyanos como a romanos; pregunta por lo de ayer, por lo inmediato suyo. «Qué se fizo el rey don Juan / los infantes de Aragón, / qué se ficieron? / Qué fue de tanto galán? / Qué fue de tanta invención / como trajeron?». Y así va preguntando por las invenciones, justas y torneos, tocados, vestidos y olores de las damas; por sus amadores, sus trovas y músicas; monedas, vajillas y tesoros reales; jaeces y caballos, etc. «Qué fueron sino rocíos / de los prados?», según el poeta. Después la elegía se concreta en la loa del muerto: «Qué amigo de sus amigos! / Qué señor para criados / y parientes! / Qué enemigo de enemigos! / Qué maestre de esforzados / y valientes». Y lo va comparando con las más ilustres personalidades de la Antigüedad, en especial con los emperadores romanos (victoriosos como Julio César; bondadosos como Trajano; etc.) o guerreros famosos como Escipión el Africano o Aníbal o Camilo o prestigiosas figuras políticas como Cicerón, el gran escritor y orador romano.
Al aproximarnos al final del poema, nos presenta al héroe, después de tanta hazaña y servicio al rey, en su villa de Ocaña. En un prosopopéyico diálogo con la Muerte, ésta llama a su puerta y lo invita a morir, confiado en sus virtudes. El maestre, con gran serenidad en su tránsito, expresa su conformidad «que querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera / es locura»; y eleva su «Oración» pidiendo a Dios su perdón, no por sus merecimientos sino por la clemencia divina. La Muerte le ha recordado su fama. El poeta considera la del muerto como una segunda vida y una buena esperanza para la tercera. Y se llegar «Cabo» o final: el maestre rodeado de su mujer, hijos y hermanos y criados; con todos sus sentidos, muere en santa calma («dio el alma a quien se la dio»), con la esperanza de la gloria y dejando el bien de «su memoria», de sus acciones como «harto consuelo». Logra Manrique una de las más bellas poesías de la lengua castellana ya que a la profundidad ideológica y al sentimiento elegiaco más patético de fondo se une el tono elevado, la versificación magistral de fácil sonoridad pero de una técnica de gran perfección y un lenguaje de una eficacia, tan clara, elocuente y natural que subyuga por la sola fuerza de su expresión, tan rica de erudición como de elevados sentimientos. Nunca se podrá superar esta grandiosa elegía del dolor filial.
Los elogios que de ella se han hecho son interminables y de las más altas autoridades literarias, como Lope de Vega o Menéndez Pelayo. Las glosas, como las que hizo Jorge de Montemayor, son también algunas. Las imitaciones (fray Pedro de Padilla o los Quintero) y las ilustraciones musicales o melodías que a ellas se han aplicado, también merecen citarse. La arquitectura de las coplas, que ya es un gran acierto, nos muestran al eximio poeta de lo transitorio del vivir. Poeta y soldado como Garcilaso —, cuando lo recogieron del campo de batalla, mortalmente herido, en sus mismas ropas de guerra llevaba poesías con el tema de su elegía que imprecaba al mundo y se lamentaba del trato que daba a los humanos, trato que convertía la muerte — la partida — en «lo mejor y menos triste». El duelo y los acentos de Manrique en su universal elegía son como una síntesis de los pensares del hombre de la Edad Media que juzgaba la vida ascéticamente sólo como un paso, como un camino para la otra, la eterna. El poema ha sido muy traducido (se citan como muy buenas la traducción francesa de Puymaigre y la inglesa de Longfellow). Entre sus editores últimos: García López, Cortina Aravena, etc. De los últimos estudios: el de Pedro Salinas (Buenos Aires, 1947) y el del italiano Vittorio Borghini (Génova, 1952).
A. del Saz