Nació en Bellac (Limousin) el 29 de octubre de 1882, murió en Paris el 31 de enero de 1944. Después de haber sido buen alumno en el liceo de Chateauroux («la ciudad más fea de Francia») y campeón universitario de los 400 metros, entró en la Escuela Normal Superior, de la que salió con una beca para Baviera. La publicación de la colección de cuentos Provincianos (1909) atrajo la atención de un alto funcionario del Quai d’Orsay, lo que le proporcionó el ingreso en la Escuela diplomática.
Después de haber desempeñado un brillante papel en la guerra, con heridas y citaciones, se puso al frente del servicio de Obras Francesas en el extranjero. A partir de entonces, su vida oficial se vio colmada de éxitos y su vida privada de silencio. Desde Susana y el Pacífico (1921, v.) hasta Choix des Élues (1939) no es exagerado decir que nuestro autor marca un momento crucial de la novela, al escribir, sin tachaduras, en un velador del bar «Francis» o en el rincón de una mesa del Quai d’Orsay, las más hermosas novelas poéticas de la lengua francesa. Una generación entera experimentaba su influencia. Desde Sigfrido y el lemosín (1928, v.) hasta Lucrèce (1953), pueden contarse los inviernos parisienses por el número de ensayos generales de sus comedias, gracias a Jouvet, en tanto que año tras año el público se apretujaba, especialmente en el Athénée, para aplaudirle.
Ocupa varios puestos diplomáticos: miembro de la Comisión de estimación de los daños aliados en Turquía, inspector de los correos diplomáticos y consulares, comisario de Informaciones. Para cada uno de ellos crea un estilo, una sonrisa, una fuerza misteriosa. Sus maravillosos discursos no detienen en 1939-40 el avance de las «panzerdivisionen». Es la única derrota de G. : el ideal pacífico vencido por un ideal guerrero; sus grandes amigos (Saint-Exupéry, Jean Prévost) muertos. El autor de No habrá guerra de Troya (1935, v.) se retira primero a Cusset (Allier); después, secretamente, a París, donde acumula papeles y proyectos de renovación francesa, repertorio de los «errores» y de las «culpas» de Francia. Su obra, calificada de endeble por algunos, no ha dejado de engrandecerse después de su muerte. Es asombroso comprobar que el escritor que parecía representar mejor el encanto de la anteguerra sea también el que ha elevado este encanto a la dignidad de pasión histórica.
Giraudoux, tan a menudo acusado de ligereza, de esencialismo, de aristotelismo (especialmente por Sartre en 1940), se convierte de día en día en un escritor moderno, más compenetrado de lo que pudiera pensarse con su país, con la literatura, con Dios: acostumbraba a reclamar un solo título, el de escritor diligente; ahora sabemos que su diligencia, para ser perfecta, exigía la rebelión. Sin duda su obra nos impresiona más por la inteligencia que por la sensibilidad, pero su propósito es apartamos de lo accidental, «enfrentarnos solemnemente» con nuestro destino.
F. R. Bastide