Es el más ilustre de los profetas de Israel. El libro que el canon del Antiguo Testamento lleva su nombre [v. Isaías (Libro de)] nos refiere el episodio de su vocación. Estamos poco más o menos en el año 740 antes de nuestra Era: el rey de Judá, Ozías, acaba de morir tras un reinado pacífico, tranquilo y sometido a las leyes divinas; sin embargo, el espíritu iluminado de los profetas vislumbraba ya el anuncio de tremendos acontecimientos. I. meditaba en el Templo, y, repentinamente, cayó en éxtasis y contempló la aparición de Dios. Ante el profeta estaban asimismo los serafines (ángeles con seis alas, «los ardientes», cuya misión es la destrucción del pecado), que clamaban alternadamente: « ¡Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!» Temblando de angustia al contemplar el rostro del Altísimo, I. gimió y murmuró una plegaria: « ¡Pobre de mí, estoy perdido! No soy sino un hombre de boca mancillada; me encuentro solo en medio de todo un pueblo de labios impuros…».
Entonces uno de los serafines voló hacia él con un carbón ardiente, sacado del altar, rozó con aquél su boca y le dijo: «Tu iniquidad ha desaparecido, y tu pecado se halla perdonado». Y la voz del Señor resonó: « ¿Quién será mi mensajero?» « ¡Aquí estoy, enviadme!», respondió I. sin vacilar. «Así, ve a mi pueblo y dile: « ¡Oís, pero no comprendéis; veis, y no tenéis inteligencia!» ¡Endurece su corazón, oscurece sus ojos y cierra sus orejas, para que no vea, ni oiga, ni se convierta!» « ¿Hasta cuándo, Señor?», preguntó el profeta. «Hasta que las ciudades se hallen devastadas y vacías de hombres, las casas deshabitadas y la tierra desolada y desierta. Más tarde, empero, como en la encina y el terebinto abatidos brota del tronco el nuevo retoño, así de Israel surgirá una semilla santa». ¿Quién era, pues, este hombre al que Dios encargaba semejante misión? Indudablemente, una personalidad magnífica en la cual se manifestaba el genio con los rayos de la poesía más elevada y las fulminantes resoluciones del hombre de acción. Perteneciente a las clases directivas, se hallaba perfectamente informado de la vida política, y capacitado para profundizar en los acontecimientos futuros.
Al mismo tiempo era un inspirado, un místico, una demostración viva de la posibilidad de poseer a-la vez el Espíritu y una plena eficacia para la realidad de la vida, como ocurriría luego con Santa Juana de Arco y Santa Teresa de Ávila. Tiene éxtasis y visiones; en ciertos momentos se abandona a actos escandalosos con el fin de herir la imaginación de las multitudes; taumaturgo, cura al monarca enfermo (con higos, singular cataplasma del que han sido encontradas huellas en las tablillas ugaríticas de Rás-Shamrah y todavía utilizado por los beduinos); como adivino, predice el futuro con sorprendente precisión; y, testigo vehemente de Dios, le pide con ardor una señal. Su lenguaje es tan espléndido que, siquiera traducido a una lengua moderna, sigue admirando por su exactitud y su ímpetu, siempre digno de un maestro de la palabra; en hebreo alcanza las cumbres de la perfección clásica. «Su pensamiento y su lengua — dice Renán — llegan a aquel grado más allá del cual percibimos que las ideas encontrarán dificultades o su expresión resultará incoherente». El proceso mental de I. se divide en tres partes bien diversas; tanto, que los críticos no católicos suelen negarse a atribuir a un solo autor el conjunto de textos que el canon de la Biblia adjudica a I.
Existe la tesis según la cual habría habido un deutero-Isaías, o sea otro distinto del primero, y quizá también un tercero, autor de los últimos capítulos del libro; sin embargo, la Comisión Bíblica jamás ha aceptado este criterio, y la Iglesia continúa atribuyendo aún todo el conjunto al mismo gran profeta. Sea como fuere, en el libro de I. aparece resumido el desarrollo del mesianismo hebreo, nacional en sus principios, consagrado luego por el dolor, y, finalmente, ampliado a toda la humanidad; por ello los Padres la Iglesia se han mostrado unánimes en considerar a 1. como el más preciso de los anunciadores de Cristo. Dados los ciento cincuenta años que abarcan dichos tres períodos, parece imposible que un solo hombre haya podido vivirlos; sin embargo, ¿acaso un espíritu genial e inspirado no podía contemplar, en el futuro, el desarrollo de la segunda y la tercera etapas? Como afirmó justamente J. de Maistre, en las perspectivas del alma profética se da la coexistencia del pasado, el presente y el porvenir.
D. Rops