Nació en Túnez el 27 de mayo de 1332 y murió en El Cairo el 19 de marzo de 1406. Historiador y teórico árabe de la Historia, es la personalidad más ilustre que en este aspecto haya producido la civilización musulmana. Descendía de una familia de origen hispánico y de lejana procedencia sudarábiga. Realizó los primeros estudios en su patria bajo los sultanes hafsidas, y los amplió en contacto con otros doctos elementos del Magreb cuando Túnez quedó momentáneamente en poder de los Merinidas de Marruecos. Con estos últimos trabó más tarde relaciones regulares de dependencia al dirigirse, apenas pasados los treinta años, a Fez, donde actuó como secretario y funcionario de varios soberanos marroquíes.
Desde aquella ciudad se trasladó a Granada, último centro subsistente de la civilización árabe andaluza, y allí, en la corte de los Banu l-Ahmar, hízose amigo del famoso visir y literato Ibn al-Khatib. Durante los años que siguieron a 1365, y hasta 1378, vagó por las residencias señoriales del Magreb, al servicio de príncipes hafsidas y merinidas; en esta última fecha retiróse a Qalat Ibn Salama (actual Taughzùt, en Argelia) e inició allí en el recogimiento su gran obra histórica. Emprendida en 1382 la peregrinación a La Meca, se detuvo a enseñar en El Cairo, donde fue nombrado gran cadí maliquita, cargo que luego desempeñó repetidamente, entre disputas y misiones especiales (en 1401 acompañó al sultán de Egipto a la campaña de Siria contra Tamerlán, con el cual entabló negociaciones y conversó cerca de Damasco). De nuevo en El Cairo y reintegrado a su elevado puesto, murió y fue sepultado en esta ciudad.
Él mismo nos ha dejado su autobiografía, no publicada hasta fecha reciente; sin embargo, resultaría inútil buscar en sus páginas una « (historia espiritual», como en el caso de al-Ghazzālī (v.). Muy abundante en datos externos sobre personas, ambientes y acontecimientos, tal documento no nos aclara en absoluto la génesis del pensamiento de su autor en el punto en que sus ideas aparecen más profundas y originales: en la consideración de la cultura humana y de la historia tal como está desarrollada en su célebre Muqàddima (v.). Esta obra nos presenta más bien el aspecto de I. K. en cuanto hombre de actividad pública, en el cual se unía el estudio a la actuación política y diplomática (entre otras llevó a cabo una misión ante el rey Pedro III de Castilla), en la maraña de rivalidades dinásticas entre los diversos estados grandes y pequeños del África septentrional musulmana.
El texto en cuestión registra asimismo acontecimientos importantes de su vida personal, como, por ejemplo, la pérdida en un naufragio de toda la familia y los libros del autor hacia 1385; sin embargo, en este caso las reacciones sentimentales ante el gravísimo infortunio quedan diluidas en el convencionalismo (o, si se quiere, en la sinceridad) de la resignación musulmana frente a la omnipotente voluntad divina. El desarrollo de un pensamiento que afrontó los mayores problemas de la convivencia humana y los comprobó en su concreción histórica en las vicisitudes de su Magreb, expuestas con una riqueza de información preciosa para nosotros, permanece a la sombra en el citado esbozo autobiográfico, y, por lo tanto, más allá de nuestra comprensión. Cierta y manifiesta resulta, por el contrario, en diversos lugares de la misma obra histórica, la conciencia del propio valor, el anunciado descubrimiento de una «nueva ciencia» o apreciación historiográfica, y la dignidad del erudito y del pensador como quedó expresada e impuesta en el célebre encuentro con Tamerlán.
Exceptuados estos rasgos, quien no quiera entregarse a un arbitrario psicologismo debe resignarse a conocer muy poco o nada de la intimidad intelectual y sentimental del mayor pensador musulmán, erguido en una solitaria grandeza entre las mediocridades propias de una época decadente. Su obra, amplia, vigorosa y todavía en espera de un estudio profundo, habla por él con acento personal y por encima de nuestra vana curiosidad.
F. Gabrieli