George Washington

Nació en Westmoreland County (Virginia) el 11 de febrero de 1732 y murió en Mount Vernon (Va.) el 14 de diciembre de 1799. Era hijo de Mary Ball, segunda esposa de Augustine Washing­ton, agricultor descendiente de una aristo­crática familia anglonormanda. Recibió una formación muy sumaria: lectura, escritura y aritmética. Desde la muerte de su padre (1743) se le inclinó al cuidado de un nota­ble patrimonio inmobiliario y a la vida ac­tiva. Sus lecturas se limitaron a la agri­cultura y a la historia de Inglaterra. Su hermanastro Lawrence (n. 1718) le indujo a la agrimensura. En 1748-50, George, en efec­to, pasó como geómetra al servicio de lord . Fairfax; ello permitióle establecer contacto con la imponente naturaleza que se exten­día más allá de las montañas de Blue Ridge y despertó su interés por los territorios occi­dentales.

Empezaron entonces los viajes y las primeras experiencias vitales. En 1752 regresó de las Barbados con Lawrence, pues­to al borde de la tumba por la tuberculosis, y alistóse en el ejército colonial como ofi­cial. El gobernador le envió a Fort Le Boeuf para que espiara los movimientos de los franceses, lo cual dio lugar a un diario publicado en Inglaterra que aclara la impe­netrable personalidad del venerado «padre de la patria» americano. Ayudante de cam­po del general E. Braddock (1755), distin­guióse en las operaciones destinadas a la conquista de Fort Duquesne y en otras. Sin embargo, en 1759 quiso retirarse a Mount Vernon, la propiedad que heredara de Law­rence. Las guerras le habían madurado y conferido una especial sensibilidad para los problemas nacionales.

Una vez casado con Martha Custis en Mount Vernon, Washington, que había estado asimismo al frente de las tro­pas de Virginia, disfrutó plenamente de la vida sencilla; inició experimentos científi­cos de carácter agrícola y sustituyó el cul­tivo tradicional del tabaco por el del trigo, dedicóse al comercio de la lana, alentó el empleo de los transportes fluviales con el Oeste, y cuidó de sus esclavos. Durante más de un decenio permaneció aislado de la vida pública; era masón y anglicano, pero, sobre todo, aparentemente, plantador. Su partici­pación en el primero y el segundo congre­sos continentales (1774 y 1775) como dele­gado de Virginia no solamente le llevó al escenario nacional con el nombramiento de comandante-j efe de las fuerzas revolucio­narias (ejército provincial, y luego ameri­cano) recibido en Cambridge el 3 de julio de 1775, sino que trocó algunas posibles in­decisiones suyas anteriores respecto de la independencia — entonces deseo de un ter­cio, por lo menos, de la opinión norteame­ricana — en la plena entrega a esta causa.

Mientras luchaba en 1776, estuvo con fre­cuencia en Filadelfia e insistió ante el Con­greso en favor de la redacción de la decía- ración de independencia, que fue firmada el 4 de julio de 1776. El nombre de Washington, sin embargo, no aparece entre los de los cin­cuenta y seis firmantes del documento. Eran ya aquellos los días cruciales en los que las míseras e inexpertas bandas de hombres puestas bajo su mando, y abandonadas por el faccioso Congreso, descubrían, entre los sinsabores de la improvisada campaña liber­tadora, las sólidas y sistemáticas cualidades militares de su comandante. Éste, luego de la evacuación de Boston por los ingleses, hubo de intentar la desesperada defensa de Nueva York; logró avanzar hacia el norte gracias a los lentos movimientos de Howe, pero no pudo evitar la retirada estratégica de Nueva Jersey, donde se detuvo con las tropas atemorizadas y fatigadas en espera del ataque por sorpresa a Trenton, que re­quirió el dramático paso del Delaware, me­dió helado; también Princeton fue ocupada.

A estos éxitos, no obstante, siguieron Brandywine y la conquista de Filadelfia por Howe (1777), junto con el duro invierno de Valley Forge, que estuvo a punto de signi­ficar el final. El apoyo de Lafayette, sin embargo, permitió salir del calvario a Washington, quien obtuvo del Congreso refuerzos de hombres y provisiones, así como el auxilio de Francia. Siquiera en Monmouth (junio de 1778) no consiguiese el éxito que espe­raba, recobró definitivamente, en cambio, la iniciativa sobre Cornwallis en Yorktown (1781). Con todo, hasta pasados ocho años, durante los cuales alcanzara la notoriedad en el plano nacional y en el mundial, no pudo el «Cincinato del Oeste» dejar la es­pada, regresar a Mount Vernon y visitar luego sus propiedades occidentales (1784). Al cabo de poco tiempo, empero, el ex gene­ral viose forzado a intervenir en los esfuer­zos destinados a la organización del nuevo gobierno.

La Convención Federal de la Cons­titución, reunida en Filadelfia en mayo de 1787, llevóle a la presidencia de la misma; y, de acuerdo con los votos de los norte­americanos más ilustres, el país, una vez redactada la Constitución, le llamó de ma­nera unánime al supremo cargo de primer presidente de los Estados Unidos. En 1792 fue reelegido. En 1791 tuvieron lugar las primeras diez enmiendas a la Constitución, «Bill of Rights». Lo mismo que gran gene­ral de la revolución, fue insigne gobernante de los Estados Unidos, maduro en el juicio político, que expresó algunas veces con len­titud pero, también, con seguridad. Washington no era fruto de una tradición política; sin em­bargo, su dignidad personal imprimió un «status» sin precedentes en la historia de América. Aun cuando su incomparable rec­titud pudiese valerle acusaciones de con­servador, el presidente se mostró saludable­mente perspicaz al querer adornar con una dignidad «regia», en el nuevo espíritu de soberanía política, un gobierno constitucio­nal obtenido a costa de duros sacrificios. En 1796, firmemente resuelto a no disputar a otros el derecho a la presidencia, Washington, al terminar su mandato — contaba entonces sesenta y cuatro años —, leyó su «Adiós a la nación», en esencia la base de la ideolo­gía federal y constitucional, hoy, sin duda, superada en ciertos aspectos, pero, no obs­tante, vivo testimonio de algunos «desintere­sados» principios, singularmente en política extranjera: unidad material y moral, y mu­tabilidad de las alianzas con otros países.

Esta última característica hizo atribuir erró­neamente a Washington la doctrina aislacionista, vinculada más bien a Jefferson (discurso inaugural). Farewell Address es un docu­mento político de notable importancia, y uno de los muchos debidos a la pluma del primer presidente; las ideas que expresa muestran claramente el sello de Washington, siquie­ra aparezcan bajo una forma que es obra de Hamilton y de Madison. Junto con los diarios de viaje a las Barbados (1752) y al Oeste (1784), el Diary (1789-91) (v. Escri­tos, ensayos y diarios), y la voluminosa co­rrespondencia siempre capaz de conmover al lector con su vigorosa sinceridad, Fare­well Address y los discursos políticos inte­gran el conjunto de los textos de Washington, insigne monumento de la literatura de la revolu­ción digno de figurar al lado de los mejores escritos de política de la Europa contempo­ránea. Su ilustre autor, caballero rural, es­cribía con placer, de una manera difusa, y quizá no siempre con la meticulosa exac­titud de lenguaje que se le atribuye.

En cambio, hablaba poco en público, y aun embarazosamente. Sus biógrafos siguen bus­cando todavía elementos de su «verdadera» personalidad y su vida que permitan com­pletar y corregir el cuadro «dislocado» que, por una parte, la literatura liberal, «.the one — the first — the last — the best — the Cincinnatus of the West» (Byron), y, de otro lado, la tory, «Go, wretched author of thy country’s grief» (J. Odell, 1737-1818), han ido trazando.

E. Lépore Epifanía