Nació el 1.° de abril de 1732 en Rohrau, y m. él 31 de mayo de 1809 en Viena. Su padre era un humilde artesano que, poseedor de un talento musical instintivo, tañía el arpa aun sin saber música. Rohrau, situada casi en el confín entre la Baja Austria y Hungría, era una localidad donde con frecuencia podían escucharse pintorescas y animadas canciones populares; a estas primeras y rústicas impresiones musicales revelóse precozmente sensible el pequeño H. Confiado al principio a un primo maestro de escuela, en 1740 fue conocido por Reutter, director de la capilla de la iglesia vienesa de San Esteban, quien supo apreciar su bella voz infantil y llevólo consigo a Viena como cantor de la catedral. En tales condiciones permaneció unos diez años, durante los cuales aprendió a tocar el violín y el clavicordio y recibió una discreta instrucción musical, que, sin embargo, no puede considerarse un verdadero curso de teoría de la música. A pesar de todo, el joven había empezado ya a componer, y afrontaba sólo con su ingenio las dificultades de la armonía y del contrapunto; a esta formación irregular se debe la sabrosa originalidad de la armonización de H., a menudo muy próxima al gracioso realismo del canto popular.
A los dieciocho años, cambiada la voz y sustituido en la capilla por su hermano Miguel, hubo de enfrentarse con la vida, cuyas asperezas conoció. Con todo, no abandonó el estudio ni perdió su fundamental serenidad, y empezó a servir a Niccoló Porpora a fin de poder recibir de él lecciones de composición y de italiano; por su mediación entró en relaciones con Wagenseil, Dittersdorf y Gluck, los mayores astros del firmamento musical vienés del momento. Fue esta época la de los duros años empleados en dar lecciones, tocar en las iglesias y participar en serenatas y sesiones musicales nocturnas. No obstante, H. siguió cultivando la composición, y en 1755, a instancias del barón Von Furnberg, que ofrecía pequeñas veladas de música en su villa de Weinzierl, escribió su primer Cuarteto; dieciocho había compuesto ya en 1759 cuando el citado señor le procuró una posición estable al obtenerle el cargo de director musical de la capilla privada del conde Morzin, en Dolní Lukavice, cerca de Prestice.
La afición a la música estaba muy difundida entonces entre la nobleza austríaca, y casi todas las familias importantes poseían una orquesta o un conjunto de cámara propios: los músicos formaban parte del personal de las grandes casas patricias, y su condición no se distinguía mucho de la de los criados; sin embargo, vivían a cubierto de las preocupaciones económicas y entregados únicamente a su arte, que podían cultivar sin estorbo alguno en un ambiente de peritos en la materia. H. no sintió el peso de esta condición social, y profesó una devoción afectuosa e inalterada a la otra familia noble que le acogió, primeramente como segundo maestro de capilla (1761), y, luego, en calidad de director único (1766): la de los espléndidos príncipes húngaros Esterházy. Alcanzada así una situación sólida, pudo pensar en casarse, y contrajo matrimonio con María Ana Keller, hija de un barbero vienés y mujer caprichosa, irascible y mojigata a la que soportó durante cuarenta años (de 1760 a 1800) con socrática paciencia. En la activa tranquilidad del magnífico palacio Esterházy entregóse H. a la composición, y escribió las obras musicales destinadas a las fiestas; y así, llegó también al campo de la ópera, donde obtuvo los resultados más convincentes con El mundo de la luna (1777) y La isla desierta (1786).
No obstante, la huella más profunda de su personalidad quedó impresa en el ámbito de la música instrumental, en el cuarteto y la sinfonía; se le considera padre de esta última, porque supo «elevar la importancia de su contenido hasta un nivel anteriormente no alcanzado ni imaginado por nadie» (Riemann). Su graciosa y personal interpretación de la armonía dio una significación nueva a la dialéctica tonal de las modulaciones en que se basaba la forma bitemática del «allegro» de las sonatas, reciente creación de los italianos y de la escuela de Mannheim. Además H. dio también importancia a los tiempos intermedios y finales de las sinfonías, antes breves y un tanto descuidados, y «confirió al minué un carácter esencialmente distinto del de la ceremoniosa danza entonces corriente, que transformó en teatro de agudezas humorísticas y preparó para su ulterior conversión en «scherzo» llevada a cabo por Beethoven» (Riemann). Concilio el estilo galante propio de la música instrumental alemana, con carácter bucólico y de danza, y el dramático «dialogal» en el que italianos como Rutini y alemanes como Ph. E. Bach evidenciaron una influencia de la ópera en las composiciones sólo para instrumentos.
A esto llegó H. primeramente en los cuartetos, en los que las cuatro voces alcanzaron por fin la completa independencia en la fusión de un diálogo animado y significativo; muy pronto llevó también dichos resultados a la orquesta: aquí los diversos instrumentos empezaron, con él, a presentar una destacada individualidad dramática y expresiva, como si de caracteres humanos enzarzados en una viva conversación se tratara. Observador agudo, comparable a su contemporáneo Goldoni, H. no era, a diferencia de Mozart, una especie de ángel caído sobre la tierra, cuyo arte se alimentara exclusivamente de la intimidad del propio yo, en una pureza de relaciones sólo musicales y con la reminiscencia de un mundo ideal situado por encima de nuestra naturaleza; fue, por el contrario, un hombre más entre sus semejantes, amante de la vida y esencialmente optimista, y no cerrado al mundo exterior, antes bien, dado a acoger toda suerte de estímulos dirigidos a la fantasía, ya se tratara de motivos populares, de casos raros, de episodios humanos o bien de temas psicológicos.
Como el personaje de Terencio, hubiera podido afirmar también de sí: «Homo sum, nihil humani a me alienum puto». Él mismo reveló haber compuesto casi todas sus Sinfonías — que, sin embargo, presentan una indiscutible autonomía recíproca de valores meramente musicales — de acuerdo con una especie de esquema fantástico-narrativo utilizado no ya como un programa, según habría de ocurrir con los poemas sinfónicos del siglo XIX, sino tan sólo como suave estímulo de su fantasía de músico: lo que para otros, por ejemplo, serían el humo del cigarrillo o el café. Muchas de tales piezas llevan títulos característicos y descriptivos (v. Sinfonía de la reina, Sinfonía del reloj, Sinfonía militar). Establecido este carácter fundamental del arte de H. — la receptividad respecto del mundo externo — no será difícil comprender cuán adecuados y felices resultaron los dos temas de oratorio profano que llevó consigo de Inglaterra tras los dos viajes a este país realizados, con gran éxito artístico y financiero, en 1790-92 y en 1794-95, cuando la muerte del príncipe Esterházy (1790) había supuesto para él una jubilación forzosa (en el breve intervalo situado entre ambos viajes dio algunas lecciones de composición a Beethoven, a quien conociera en Bonn durante el primer viaje).
En Inglaterra privaba todavía intensamente la tradición del oratorio vocal-instrumental establecida por Händel, y ello impresionó favorablemente a H., quien llevó a Viena dos textos poéticos dialogados, uno sobre la creación del mundo, inspirado por el poeta Lidley en El paraíso perdido (v.) de Milton, y otro acerca de Las estaciones (v.), de Thomson. En la capital austriaca el músico los hizo traducir por Van Swieten, y dedicóse tranquilamente a esta nueva labor de composición. En 1798 fue ejecutada en Viena La Creación (v.), que logró un éxito inmenso y mereció ser juzgada a la altura del tema, el cual, en la descripción de lo creado, permitía a H. el empleo de sus dotes de aguda observación de la realidad, naturalismo idealizado y cordial aceptación de la vida en todas sus formas. Durante los dos años siguientes el compositor trabajó en Las estaciones, obra presentada con igual fortuna en 1801.
Luego, ya viejo y cansado, limitóse a escribir pequeñas composiciones vocales, muy graciosas, elegantemente cinceladas y a veces incluso más vivas y ágiles que las mismas arias de los oratorios, un tanto perjudicadas por su solemnidad. Los últimos días de su vida llevaron un gran dolor al espíritu de H., buen súbdito del Imperio austríaco, al que había dedicado en 1797 el célebre himno: los franceses entraron, victoriosos, en Viena. Inesperadamente, un oficial napoleónico fue a visitarle mientras yacía en cama enfermo, y, sentado ante el piano, cantó un aria de La Creación; conmovido, él músico le abrazó. Pocos días después expiraba, serenamente, como había vivido.
M. Mila