Epicuro

Nació en Samos el 341 a. de C. y murió en Atenas en 270 ó 271. Además de ilustre pensador, fue, entre los antiguos, uno de los hombres más brillantes.

Posiblemente los papiros ayudarán a mejorar nuestros conocimientos acerca de él y desacreditarán para siempre la falsa imagen de Epicuro que la encarnizada polémica estoica, la mediocre interpretación ciceroniana y la expresión de Horacio difundieron.

En cuanto a los acon­tecimientos de su vida externa, si bien desde la fundación (306) del «Jardín» cabe afirmar que no tuvo ésta otro ritmo que el impuesto por la tortura física debida a la nefritis, lo que sabemos de Epicuro, no obstante, de su agi­tada expatriación y de su amor a Atenas y a la libertad, basta para presentamos «un ser de calidad magnífica, fuerte y dulce al mismo tiempo, y fascinador» (Festugiére).

Su padre, Neocles, que se había retirado del demos ático de Gargeto, trabajaba en Samos, fiel cleruquía de Atenas, un pequeño campo de su propiedad, y tenía abierta una escuela; fue, pues, el primer maestro del hijo, a quien, como pronto no supiese ya qué más enseñarle, envió a Teos junto a Nausifane, que profesaba la doctrina de Demócrito.

Tal fue el germen inicial del epicureismo, satisfecho ya casi con tan poca ciencia atomística, por cuanto ésta, en la intención de Epicuro, sólo había de ser la pequeña cantidad de materia suficiente para el soste­nimiento del alma, la humanidad y, por decirlo así, también la espiritualidad del sistema.

Más tarde, Neocles fue expulsado de Samos, precisamente cuando su joven hijo volvía a Atenas, donde había cumplido el servicio militar y tenido como compañe­ro de efebía al futuro poeta Menandro. No parecen haberse producido otros contactos ilustres: precisamente aquel año (322), Aris­tóteles, desterrado de Atenas, fallecía en Calcis; como jefe de la Academia quedaba Xenócrates; sin embargo, Epicuro, probablemente forzado a permanecer en la guarnición de cualquier remota fortaleza del Ática, no fre­cuentó ninguna de estas grandes escuelas.

En cambio, junto a su padre supo de la ex­patriación y la pobreza, y navegó hacia Colofón, Mitilene y Lampsaco, en el Heles- ponto. Reflexionaba completamente solo, ajeno a ninguna escuela, carente del bienes­tar de una juventud segura y tranquila como las de Platón y Aristóteles, y compen­sado únicamente por la dulzura de las amis­tades que precisamente en Lampsaco trabó para todo el resto de su vida.

Éstas habrían de ser la más bella flor de su «Jardín». Metrodoro, fallecido antes que Epicuro, fue su primer amigo; a su memoria estaba consa­grada la fiesta del 20 de cada mes, que luego los discípulos dedicarían al propio maestro. A Metrodoro se refiere la poética expresión epicúrea «un amigo muerto es dulce todavía al recuerdo».

La unidad espiritual entre am­bos fue después simbolizada por un busto que presentaba dos caras, la de Epicuro y la de Metrodoro, propio de la escultura helenística. El maestro, por consiguiente, vivió para la amistad y la enseñanza; ambas fueron como formas de vida nunca perturbadas por el cruel egoísmo del dolor.

Porque, en reali­dad, la existencia del primer epicúreo — ¡ qué paradoja! — resultó algo muy distinto del hedonismo, por cuanto estuvo torturada por los atroces dolores de la nefritis hasta el día de la muerte, que le llegó a los setenta y un años, mientras dirigía el postrer saludo a cada uno de los discípulos ausentes: «He aquí el día más bello de mi vida: el último. Mis dolores de vejiga y mis cólicos siguen siempre terribles e igualmente violentos.

No obstante, a todo ello opongo la alegría del alma cuando recuerdo nuestros coloquios pretéritos. Tú, que desde la adolescencia has sido siempre fiel a la filosofía y a mí mismo, cuida de los hijos de Metrodoro». ¡De nuevo Metrodoro! En el culto a la amistad extin­guióse uno de los hombres más nobles del mundo antiguo, aquel que se abrió a nosotros más de lo que otros lo hicieran y que, aun cuando creyera que «toda la tierra vive en el dolor y por él muestra la máxima capaci­dad», había formulado, no doctrinas inhu­manas y pesimistas, sino cantado la alegría y descubierto la prudencia y el arte de la existencia serena a la luz tranquila de las evidencias discretas.

El dogmatismo estoico, con la fanática doctrina de las verdades ce­gadoras, acaba, finalmente, lanzándonos al vacío; las pasiones son aves de tormenta. Epicuro busca únicamente la calma del puerto y el corazón no perturbado. Entre los textos conservados — (v. Epístolas, Fragmentos, Máximas capitales, De la naturaleza) poco en relación con lo mucho que, emulando a Crisipo, escribiera y de lo cual Diógenes Laercio nos ofrece el catálogo — existen una especie de testamento filosófico y otro mera­mente humano (v. Testamento); resulta di­fícil determinar cuál de los dos es el más fascinante.

El primero — la célebre carta a Meneceo — desarrolla el tema siguiente: «Empiece pronto el joven a filosofar y no se canse de ello el anciano; para cuidar de la propia alma nunca es demasiado tarde. Afirmar que la hora del filósofo no ha lle­gado todavía o que ya pasó, equivale a decir que la hora de desear la felicidad aún no se ha presentado o ha pasado ya para siempre». Tales palabras no parecerían extrañas en boca de Séneca, y no son ajenas al espíritu del Evangelio, que juzga buenos todos los momentos del día y todos los grados del amor.

Sea como fuere, pues, Epicuro busca la felicidad y no el placer, y la sencillez frugal, no la pompa de los banquetes. Por encima de todo, sin embargo, tiende a la huida y al retiro («vive escondido»), y al mundo, pe­queño e inmenso, de la vida íntima; pone todos sus afanes en la libertad y la alegría: «Es necesario reir y filosofar al mismo tiempo». No obstante, su testamento humano resulta, en realidad, el más conmovedor: en él dispone la libertad de cuatro esclavos, entre los que figura el anciano Mis, con pa­labras que recuerdan la recomendación de Epicuro Onésimo a Filemón hecha por San Pablo; además se preocupa de la continuidad del «Jardín».

Aquí y no en la Física ni en la Canónica puede encontrarse a Epicuro Sólo de él no se rió nunca Luciano; además, con la esposa de Trajano, Plotina, se inicia la serie de los que hasta Anatole France y Renán comprendieron el profundo valor de una doctrina que no es para el vulgo. El «tetrapharmacon» epicúreo no estaba destinado a la muchedumbre que se apretujaba en la «Stoa poikile» para oir a Zenón, ni a la multitud de ninguna de las restantes épocas, por cuanto requiere atención, sentido crí­tico y, más que nada, la medida humana de los hombres de gusto.

V. Cilento