«Yo, Epicteto, fui esclavo, cojo, pobre como Iro y grato a los Inmortales»». Así dice el anónimo epigrama (transmitido por Macrobio) que, como otros textos de su mismo género, capta casi la esencia de un hombre y de una vida.
Se trata de una existencia muy noble. Nació el año 50, cerca de Jerápolis de Frigia, la ciudad de Cibeles, ruidosa de ritos orgiásticos y llena de los vapores sagrados que exhalaba su Plutonium. No sabemos cuándo ni cómo fue llevado esclavo a Roma. También su nombre resulta incierto; posiblemente debe de ser un mero adjetivo «apéndice».
Epicteto, por lo tanto, es un innominado, pero destaca de manera sublime entre los numerosos esclavos de Roma que, desde Livio Andrónico, formaron en las letras a un pueblo de señores. Este siervo frigio, que nos recuerda irresistiblemente a los dos esclavos del Museo Nacional de Nápoles, identificables por su característico gorro, supo hacer del binomio «libertad-virtud» una ecuación casi cristiana, como Sócrates hiciera con el otro, más griego, «saber-virtud». Este último concepto del binomio aparece en Epicteto endurecido al fuego.
Su señor Epafrodito, a quien algunos juzgan el famoso liberto de Nerón, le desfiguró con fría crueldad. Mientras el instrumento de tortura iba torciéndole la pierna, Epicteto se limitó a decir al verdugo: «¡Mira que la romperás!» Y cuando, finalmente, la pierna llegó a quebrarse, el esclavo añadió sencillamente: «¡Ya te lo dije!» Esta piadosa narración proviene de Celso, cuyas páginas se hallan reproducidas por Orígenes (Contra Celsum, III, 368); y aun cuando el Léxico (v.) de Suidas no nos ofrezca la misma explicación dramática del defecto de Epicteto, que atribuye al reuma, carecemos de otros motivos para rechazar algo aceptado por autores como Orígenes y los hermanos César y Gregorio de Nacianzo.
Indudablemente, Epafrodito no debía de ser nada bueno; insuficientes resultan para librarle de las acusaciones de crueldad el permiso dado a su esclavo para que pudiera asistir a las lecciones de Musonio Rufo y, finalmente, la manumisión. No obstante, en último término la virtud superó a los tiranos. Epicteto citaba algunos rasgos de su antiguo dueño, que no proponía a la imitación de los discípulos; esto fue toda su venganza.
Musonio ejerció en él una impresión indeleble y convirtió al esclavo en un «grand missionaire du stoïcisme» (Souilhé), entendido precisamente como forma de vida, y en un admirable maestro de los jóvenes, como Séneca lo era de los hombres maduros. La mejor aristocracia romana, con los nombres más ilustres de la época neroniana, que vivió momentos de terror, profesó un estoicismo del que hasta cierto punto hizo una moda.
Sin embargo, la tiranía y la filosofía no podían coexistir, y Musonio viose desterrado por Nerón; Epicteto, comprendido en la proscripción senatorial general del 94 dirigida contra filósofos, matemáticos y astrólogos, se estableció en Nicópolis, en el Epiro, donde poco tiempo después se hizo tan famoso que atrajo a sus enseñanzas a cuantos viajeros hacían escala allí de paso para la Magna Grecia, e incluso al infatigable perie- geta que fue el emperador Adriano. Tanto en Nicópolis como en Roma, Epicteto vivió pobre, según convenía a un cínico, y solo.
Simplicio dice que únicamente para cuidar de un huerfanito adoptado tomó consigo a una mujer, hacia el final de su vida. Murió entre los años 125 y 130. Su palabra era tan vigorosa, espontánea y sincera que ha permanecido viva en las notas redactadas con fidelidad taquigráfica por un amoroso discípulo, el general Arriano de Nicomedia, Jenofonte bitiniano. A él y a su fiel entusiasmo debemos las Disertaciones (v.) y el Enquiridión (v.); además, conservamos algunos fragmentos procedentes de Marco Aurelio, Aulo Ge- lio, Arnobio y Stobeo
. Sin embargo, el lenguaje rudo, los vivos parangones y la energía austera son siempre del maestro. Arriano no quiso presentarse en absoluto como autor y fue sólo un editor perfecto. Aun cuando Epicteto no resulte nada original en el ámbito especulativo, sí lo es, en cambio, en su completa transposición práctica del estoicismo, al cual no pide una vida tranquila junto a los demás, ni una optimista armonía con las grandes leyes, inmanentes, con el mismo Dios, en el mundo, sino (y en ello aparece la profunda huella de su persona humana) la libertad como conquista ética, liberación religiosa más bien, e independencia absoluta del alma.
En las Disertaciones no alienta el gran estoicismo de Séneca y Posidonio. Epicteto resulta un Sócrates no ático, sino romano, sin ironía ni cicuta. Busca la virtud— libertad y no sabiduría — con una especie de inflexibilidad y con la fe comunicativa que anima su lenguaje.
V. Cilento