Emily Dickinson

Nació el 10 de diciem­bre de 1830 en Amherst (Massachusetts); localidad puritana de Nueva Inglaterra, don­de murió el 16 de mayo de 1886. Su padre, miembro del Congreso y tesorero del Am­herst College, fue un abogado culto y aus­tero, según el estilo burgués de la citada región.

El afecto filial de Emily hacia su padre no es tan intenso como los lazos espi­rituales que la vinculan a las tradiciones puritanas del pensamiento y el sentimiento tan diversamente representadas por Thoreau, Emerson, Hawthome y Harriet E. Beecher Stowe.

Entre el padre autocràtico y dominador y la frágil y sensible muchacha establecióse una de aquellas relaciones más bien comunes en la sociedad anglosajona del siglo XIX y de las que la vida de Elizabeth Barrett Browning constituye el ejemplo más notable. El vínculo resultó demasiado só­lido para poder ser quebrado, e incluso es muy posible que ni tan sólo un Robert Browning lo hubiera conseguido (los hom­bres hacia los cuales, en diversas ocasiones, se orientó la ternura de la joven fueron, en verdad, no ya un tanto inferiores a aquél, sino incluso típicos representantes de Nueva Inglaterra, obsesionados por la conciencia y tan reticentes como ella).

Sin embargo, dentro de su extraño carácter, la mucha­cha era excesivamente fuerte para recibir daño alguno de la férrea voluntad paterna, que no hizo sino comprimir los muros de su diminuto mundo privado, como en una novela de Poe, y provocar así un intenso ardor y una serie de fantasías que asumie­ron el aspecto de visiones místicas.

En esta cerrada estancia del espíritu encontró a un solo compañero : un Dios creado por ella misma, con el concurso de sus antepasados puritanos, y sucesivamente vislumbrado como padre, amante, marido o niño capri­choso a quien reprender de vez en cuando y perdonar finalmente.

Los cincuenta y cin­co años de su vida se deslizaron — a excep­ción de uno pasado en el internado y de varias y breves permanencias en algunas poblaciones del Este— en la casa paterna, donde la poetisa dedicábase a las ocupa­ciones domésticas, revoloteaba de acá para allá, cual avecilla inquieta, entre los opues­tos polos del alma puritana, y garabateaba en pedazos de papel (con frecuencia ocul­tados en los cajones) aforísticos apuntes so­bre la eternidad que, después de su muer­te, se revelaron uno de los logros poéticos más notables de la América del siglo pa­sado.

Su aislamiento fue, a la vez, monás­tico y mitológico (un realista caballero de Boston, no inclinado precisamente a las fan­tasías ociosas, comparóla, tras un descon­certante coloquio, a Mignon y a Ondina). En pocas ocasiones, tan pura soledad viose alterada, aun cuando nunca violada, por el paso de un hombre. A los veintitrés años, Dickinson tenía conciencia de su propia vocación casi mística, y a los treinta su alejamiento del mundo era ya absoluto, casi monástico. Las poesías escritas en tal aislamiento -unen a serafines, lombrices, éxtasis y setos de jardín con metáforas sólo comparables, den­tro del lenguaje poético inglés, a las de los «metafísicos» del siglo XVII, con algu­nos de los cuales Dickinson se hallaba, en efecto, vinculada por impresionantes afinidades (v. Poesías).

Únicamente cinco de sus compo­siciones poéticas fueron publicadas, con ca­rácter anónimo, durante la vida de la auto­ra, algunos de cuyos manuscritos no apa­recieron impresos hasta 1890, en tanto que otros — se conocen actualmente más de mil— siguen saliendo todavía a luz. Después de 1920, nuestra poetisa alcanza su importante e indiscutible puesto en la his­toria de la literatura norteamericana.

En este aspecto, constituyó una fecha notable el año 1924, en el que su sobrina Martha Dickinson Bianchi publicó The Life and Letters of Emily Dickinson, texto al cual opuso Geneviève Taggard en 1930 The Life and Mind of E. D.

S. Geist