Charles Dickens

Nació en Portsea, cerca de Portsmouth, el 7 de febrero de 1812 y murió en Londres el 8 de junio de 1870. Su pa­dre, John, era funcionario en un departa­mento de la Marina, donde le había colocado un diputado del Parlamento, John Crewe, en cuya casa habían servido como criados los padres de Dickens La madre del futuro escri­tor, Elizabeth Barrow, procedía de una fa­milia de posición social más elevada.

Du­rante los primeros años de la existencia de Dickens, las peregrinaciones de su progenitor, llegado a Londres desde Portsmouth, tras­ladado luego a Chatham y, finalmente, resi­dente en la capital, llenaron su mente con los paisajes rurales o urbanos que luego habrían de aparecer en sus obras.

Algunos libros de autores diversos reunidos por el padre hicieron que el hijo conociera y ama­ra a autores como De Foe, Fielding, Goldsmith, Smollett y Cervantes. Gustaba de frecuentar los teatros modestos, lo que en­cendió asimismo en él la pasión por el arte dramático y, singularmente, hacia los gran­des dramaturgos de la época isabelina.

La imprevisión paterna, plasmada más tarde en el personaje Micawber de David Copperfield (v.), culmina al tener que colocar al niño, apenas cumplidos los doce años, en una fábrica de crema para el calzado y en el arresto del padre por deudas.

Los tristes episodios juveniles, que nuestro autor hizo revivir singularmente en David Copperfield, dejaron en su espíritu una huella indeleble, que se juzga causa del evidente tono social de muchas de sus novelas. Una herencia providencial sacó a su progenitor de la cárcel y permitió a Dickens — aunque contra el parecer materno, que el hijo nunca perdo­nó — frecuentar durante un par de años una escuela escasamente formativa y tra­bajar luego algún tiempo en el despacho de un abogado.

Aprendida la taquigrafía, Dickens se dedicó luego al periodismo, y al cabo de pocos meses llegó a ser el corresponsal par­lamentario más apreciado de Inglaterra. Tras un intento de actuar en el teatro, que no prosperó debido a un estúpido incidente, el futuro gran novelista, movido por una innata ambición literaria, envió en otoño de 1833 un relato anónimo a la revista The Monthly Magazine, que lo publicó.

Ello alentó a Dickens a mandar nuevas narraciones y, con su precipitación característica, a contraer matrimonio (2 de abril de 1836) con Kate Hogarth, hija del redactor jefe de The Evening Chronicle. Al cabo de pocos meses, los textos aparecidos en la prensa periódica fueron reunidos en un tomo (v. bosquejos de Boz), tan favorablemente acogido por la crítica que Dickens recibió la oferta de escribir los epígrafes de una serie de ilustraciones sobre humorísticas escenas cinegéticas.

Apa­recieron entonces Los papeles póstumos del Club Pickwick (v.), de cuyos cuatrocien­tos ejemplares iniciales se llegó en breve tiempo a los cuarenta mil de la decimo­quinta edición. La repentina muerte de Mary Hogarth, su joven cuñada de dieci­siete años, cuya desaparición dejó en el es­píritu del escritor un vacío imposible de llenar, empañó el brillo de su triunfo, que en el curso de unos cuantos años había convertido al excelente aunque oscuro ta­quígrafo en el autor más leído y celebrado por el público inglés y norteamericano.

En 1842, Dickens realizó un primer viaje a América, movido por el afán de conocer de cerca el país donde creía que los principios de la Revolución francesa habían sido aplicados de manera integral. La realidad le produjo una fuerte desilusión; Notas americanas y la novela Vida y aventuras de Martín Chuzzlewit (v.), ambos textos escritos al regresar a su patria, provocaron violentas reaccio­nes en América, y sólo tras una segunda visita, en 1867, los norteamericanos llega­ron a reconciliarse con el escritor que tan ásperamente los había descrito.

El primer viaje de Dickens por el continente europeo tuvo lugar en 1844; Cuadros de Italia (v.) fijó los recuerdos que este país dejó en el ánimo del literato. La última fase de su vida se inicia con la separación de su esposa, ma­durada a través de largos años de difícil tolerancia por parte de Kate, la cual, junto al llanto de su marido por Mary, había debido soportar además una familiaridad sospechosa con otra hermana suya, Georgina; no fue tampoco ajena a la decisión la madura pasión de Dickens hacia la joven actriz Eli en Ternan.

Aun cuando no pueda ha­blarse de mengua en sus facultades creado­ras, a partir de 1858 nuestro autor halló un nuevo sistema para satisfacer su afán de aplausos y desahogar al mismo tiempo su instinto dramático y su frenética sed de actividad: empezó a leer en público episo­dios escogidos de sus novelas y cuentos, con tal eficacia que los espectadores llora­ban de risa y, en las escenas truculentas, las damas se desmayaban en la sala. Cons­tituyó ello una actividad tan extenuante que pudo parecer casi suicida; en realidad, hay en este aspecto de la existencia de Dickens un nuevo sentimiento de insatisfacción.

Un accidente ferroviario, del que el novelista salió ileso, pero también notablemente afec­tado, aceleró el rápido ocaso de su vida. Pésimo administrador de sus fuerzas, some­tióse todavía a las fatigas de un ciclo de lecturas en América y de otro en Ingla­terra. Hasta el 1.° de marzo de 1870 no se despidió de «su» público. El 8 de junio siguiente fallecía víctima de una hemorra­gia cerebral; dejaba incompleta su última novela, El misterio de Edwin Drood (v.).

El 14 del mismo mes fue sepultado en la abadía de Westminster, en el lugar donde se hallan los restos de los escritores ingle­ses más ilustres. Le sobrevivieron su esposa y siete de los diez hijos de ella habidos y por los cuales, excepto en algunas superfi­ciales demostraciones de afecto, no mani­festó Dickens, en realidad, una preocupación ex­cesiva.

C. Izzo