Constantino Cavafis

Nació en Alejandría el 17 de abril de 1863 y Murió en Atenas en 1933. Sus progenitores eran oriundos de Constantinopla y se establecieron en Egipto en 1845; el padre, comerciante mayorista y amante del lujo y las comodidades, si bien ganaba mucho, también gastaba con prodi­galidad.

Al fallecer éste en 1876, la familia hallóse en difícil situación y se trasladó por espacio de algún tiempo a Liverpool y Londres, donde tenían parientes, y no volvió a Egipto hasta 1879. Al estallar en Alejandría los tumultos xenófobos de ju­nio de 1882, a los cuales siguió la ocupa­ción británica del país, la viuda buscó re­fugio, con sus nueve hijos, en la casa paterna de Constantinopla.

La familia, em­pobrecida, regresó a Egipto en 1885, y C. empezó a ganarse la vida como agente de bolsa. En 1889, gracias a su conocimiento del inglés, ingresó en el servicio estatal de riegos; el empleo obtenido no encajaba con sus gustos personales, pero, sin embargo, le aseguraba una existencia tranquila y unos ingresos fijos.

Y así, con meticulosa parsi­monia, pudo ir acumulando sus ahorros, hasta que en 1922, al cabo de treinta y cua­tro años, le permitieron abandonar el cargo y en el último decenio de su existencia gozar plenamente la vida secreta que an­heló tanto tiempo, dividida entre los es­pectros del pasado histórico, a los cuales atraíale el gusto de la erudición, y el re­cuerdo nostálgico de su época juvenil, víc­tima, singularmente de 1897 a 1909, de una equívoca sensualidad.

Tal espíritu latente y sus inquietudes pueden percibirse en las escuetas notas del diario de C., últimamente revalidado por los biógrafos, donde el hom­bre aparece con frecuencia inclinado a la tentación o bien al remordimiento y al pro­pósito de enmienda.

Sin embargo, el mejor diario del autor está constituido por sus Poesías (v.), difundidas en hojas sueltas y, en particular, por las que suponen una más o menos encubierta confesión; de todas maneras, también en las restantes, dedicadas a la evocación histórica, los rasgos del poeta aparecen frecuentemente bajo la máscara del personaje rememorado, sobre todo en los ficticios epigramas de gracia helenís­tica que describen figuras de efebos a quie­nes el ardor de los sentidos ha arrollado y consumido en un fin precoz.

Sin embar­go, C. logra más adelante purificar su poesía en cuadros de recuerdos históricos y míticos que ensalzan el heroísmo fatal y predican la resignación estoica frente a lo inevitable («Las Termopilas», «El dios abandona a An­tonio»).

Y así, a través de una singular evo­lución, del esteta morboso e inquieto que busca y encuentra un mundo ideal propio en épocas de refinamiento y decadencia (la helenística, la grecorromana y la bizantina), surge, como de una crisálida, el moralista fustigador de la belleza y defensor de la libertad y la dignidad humanas.

B. Lavagnini