Nació en 551 a. de C. en Ch’ang-p’ing, en el actual distrito de Ssû-shui (Shantung), donde murió en 479. Su nombre corriente es la corrupción europea del chino Kung Fu-tzû o Maestro Kung; comúnmente se le llama también Kung Tzû.
Su verdadero nombre era Ch’iu, y su apellido Chung-ui. Parece que era de extraordinaria talla. Su padre fue uno de los tres célebres generales de Lu, minúsculo reino en lucha constante con sus vecinos, y a través de sus investigaciones genealógicas supo que descendía de un príncipe del estado feudal de Sung.
En cierta ocasión, el padre de C. consiguió hacer bajar un puente levadizo del enemigo y lo mantuvo abierto hasta que sus hombres pudieron retirarse, mientras los adversarios pugnaban por levantarlo de nuevo a fin de coparlos en la trampa.
Muerto su progenitor, quedó a cargo de su madre, quien se trasladó a Ch’iü-fu y ocultó al hijo el lugar donde se encontraba la tumba de su esposo; C. no lo supo hasta después de la muerte de aquélla, gracias a los oficios de una anciana campesina.
La madre, que era la menor de tres hermanas, se había casado con el general cuando éste contaba más de setenta años; según el testimonio de los hechos, tal matrimonio resultó un completo fracaso, hasta el punto de que ambos cónyuges vivieron prácticamente separados. Respecto de ello cabe decir que C., maestro de la piedad filial, conservó intacta en su memoria una imagen idealizada del padre.
Al principio, el muchacho guardaba rebaños; pero luego iniciaría sus estudios por cuenta propia. Poseyó una fértil imaginación histórica, y aun cuando más tarde se mostrara como el mayor de los moralistas chinos, alentó siempre una gran pasión hacia la Historia antigua, sobre todo la de un milenio antes de su época.
La orientación general de su pensamiento se inclinó hacia una filosofía del orden social fundamentada en un período histórico ideal: el de los primeros tiempos de la dinastía Chu’ durante los cuales tanto el emperador como los príncipes y el pueblo profesaban un gran respeto a la idea del orden. Para C., el gobierno significaba nada más que «cada cosa en su justo lugar».
La inestabilidad feudal de su época — en la que los soberanos y nobles, enzarzados en guerras e intrigas continuas, se hacían llamar «reyes», y todas las formas, ritos v títulos nobiliarios caían y se confundían — alentó precisamente su anhelo de un orden social basado principalmente en el reconocimiento individual del Estado y de las relaciones humanas.
Analizó las costumbres de las dinastías anteriores en sus propias capitales y se vio obligado a emitir el dictamen propio de un estudioso: «No existen datos suficientes». Debido a su gran fama de sabio se le consultaba ante cualquier descubrimiento de restos antediluvianos o arqueológicos, a lo que respondía siempre con prontitud y dominio de la materia.
Problema singularmente arduo en aquellos tiempos era la lectura de los textos arcaicos. Tal fue el prestigio de su sabiduría, que se dice que tuvo setenta y dos discípulos y tres mil seguidores. Más que como hombre político debe considerársele brillante maestro. En su vejez publicó antiguas canciones y legó a la posteridad una compilación de documentos históricos denominada Shu Ching (v.).
La escuela de C. la formaban esencialmente historiadores de tendencias más bien conservadoras. Desde los treinta a los cincuenta años dedicóse al estudio y a la enseñanza; como gratificación, sus discípulos ofrecían le camero ahumado.
Filósofo político y social, sentía el afán de poner en práctica sus teorías. Por aquel entonces, las disensiones internas entre los nobles y el rey eran desalentadoras. Cierto Yang Hu o Yang Ho, politicastro ambicioso y falto de escrúpulos, detentaba un poder tal que logró apresar a Chi, el más notable de los nobles del reino, y pedir rescate por él.
Como pretendiera los servicios de C., le envió a tal fin un jamón; el sabio informóse de las ausencias de Yang y fue a darle las gracias durante una de ellas. Cierto día se encontró al déspota por la calle, quien le conminó a ponerse a disposición del país, a lo que C. repuso, en un tono lleno de sarcasmo: «Sí, sí, seré uno de tus oficiales».
Capaz de profesar un gran odio, fue extremadamente rudo con Yang, aunque sin deseos de mostrarse descortés. En cierta ocasión, Ju Pei, un hipócrita, quiso ser recibido por C., cuyo servidor, por orden del filósofo, notificó al visitante que no se hallaba en casa; cuando éste volvíase hacia la puerta, el sabio empezó a cantar acompañándose de un instrumento de cuerda, para dar a entender claramente al intruso que no estaba ausente.
Su singular temperamento llevábale a rechazar los colores híbridos: como dijo Mencio, amaba el negro porque era negro, y el blanco por ser como era, pero, en cambio, aborrecía el violeta por no ser ni rojo ni azul, sino mezcla de ambos, únicamente sentíase feliz entre sus discípulos, a dieciséis de los cuales consideraba amigos muy íntimos.
Gustaba de escuchar música en su estudio, y cuando una canción resultaba de su agrado pedía al cantante que la repitiese, y luego unía su voz en el estribillo. Respecto a los discípulos que alcanzaban ya cierta edad madura, se comportaba con ellos dignamente, pero sin soberbia; había sabido establecer entre maestro y discípulos una íntima comunión.
Cierto día, un individuo de no muy limpia fama le ofreció un cargo de magistrado municipal, cosa que C. se hallaba dispuesto a aceptar, aunque sus discípulos consideraban que no debía hacerlo, por lo que les dijo: «¿Acaso no debo comer? ¿O es que me creéis una de esas calabazas secas que colgáis de la pared?».
El tono de tales respuestas sumió a sus biógrafos en un mar de confusiones; incluso en cierta época se le dio la siguiente definición: «gentil, alegre y sin rumbo fijo», que algunos confucianos juzgan la más lograda de este personaje. A los cincuenta años, en 502, la fortuna se le mostró propicia: al principio magistrado y luego encargado de obras públicas, fue más tarde secretario mayor de justicia, y finalmente, en 496, primer ministro del monarca.
Se mostró hábil administrador y restableció algo el orden político y la equidad social. Es característica una de sus frases como jefe de justicia: «Al presidir los procesos me comporto Como ningún otro; sin embargo, lo mejor sería que no los hubiera en absoluto». Opinaba que la armonía política debe fundamentarse en la armonía moral.
Su labor más ambiciosa, aunque fracasó en ello, fue el intento de inducir a los nobles a la restauración del poder monárquico. En realidad, tres nobles familias, más bien que el rey, dirigían desde hacía ya muchas generaciones la economía y el ejército de Lu; el filósofo, para quien tal situación representaba el caos social, político y moral, logró convencer a dos de aquellas familias, pero no a la tercera.
En la célebre conferencia de Chiaku llegó a un acuerdo con Ts’i, el poderoso reino del Norte. Sin embargo, pronto la autoridad de C. empezó a declinar y, apenas el monarca se le mostró displicente, el pensador abandonó el poder. Durante catorce años vagó por los territorios situados entre el río Amarillo y el Yang-tse, prefiriendo viajar sin comodidad alguna.
Atacado varias veces, en cierta ocasión permaneció sitiado durante siete días y en condiciones muy precarias en la región salvaje que se extiende entre Ch’en y Ts’ai; mientras los discípulos se lamentaban y afligían, C., como era habitual en él, se distraía tañendo su ch’in, instrumento de cuerda propio del país.
Con fino humorismo, describióse a sí mismo y al grupo del cual formaba parte, como «algo indeterminado, ni pescado ni carne». Sereno y resignado, mostró siempre una gran firmeza. Al cabo de los citados catorce años decidió, inesperadamente, volver a su patria; y en aquella ocasión exclamó, suspirando: «En nuestra ciudad hay hombres jóvenes, algunos demasiado audaces y otros excesivamente modestos y cautos; debemos ir a ayudarles un poco: ¡volvamos a casa!».
Y así, a los sesenta y siete años (484) regresó a Lu, donde uno de sus discípulos había llegado a ser un influyente ministro. Empezó entonces su período más fecundo como escritor y filólogo. Según sus propias palabras, trataba de «recorrer» la tradición más bien que de renovarla. El único libro que escribió fue el Ch’un Ch’iu (v.), en el que se esfuerza principalmente en restablecer el respeto a las jerarquías.
La obra más importante de la escuela no fue escrita por el propio C., sino por sus discípulos; se trata de una colección de frases y sentencias pronunciadas por aquél a lo largo de su vida y presentadas, en general, sin comentarios: el célebre Lun Yü (v.). El sabio murió a los setenta y dos años, gozando fama de gran maestro, pero desconocedor de la influencia que ejercía sobre el pueblo chino.
Se divorció de su mujer y acerca de ello sólo conocemos la turbación y el dolor que las murmuraciones sobre tal separación provocaron en su hijo Li, hombre insignificante. Su sobrino Tzû Ssū, en cambio, llegó a ser un verdadero filósofo y notable maestro de la escuela confuciana.
L. Yutang