Charles-Augustin de Sainte-Beuve

Nació en Boulogne-sur-Mer (Pas-de-Calais) el 23 de diciembre de 1804 y murió en París el 13 de octubre de 1869. Era hijo de una fami­lia de la burguesía picarda y normanda que, aun cuando facultada para el empleo de la partícula nobiliaria, había renunciado a tal derecho definitivamente durante la Revolu­ción. Charles-Augustin no conoció a su pa­dre, fallecido pocos meses antes de su nacimiento; sin embargo, la memoria del difunto, mantenida viva por sus familiares, tendió una especie de sombra de tristeza sobre su primera infancia. Trasladado a París en 1818, frecuentó allí sucesivamente los liceos Charlemagne y Bourbon. Siquiera más tarde, llegado ya a una actitud anti­clerical militante, Sainte-Beuve gustara de afirmar que su vida intelectual había empezado con el «siglo XVIII más avanzado», su adoles­cencia, sin duda, estuvo profundamente in­fluida por el sentimiento religioso de su familia y el ambiente de reacción católica propio de los colegios en el curso del pri­mer período de la Restauración. A los die­ciséis años la lectura de René (v.) de Cha­teaubriand le hizo descubrir a este autor, en cuyo romántico héroe se reconoció com­pletamente; con igual pasión leyó las Medi­taciones poéticas (v.) de Lamartine.

Sin embargo, este alumno estudioso, notable­mente precoz y muy aficionado a las disciplinas clásicas, tendió más bien al co­nocimiento de los autores de memorias del siglo XVIII y de los ideólogos (Destutt de Tracy, Daunou, Lamarck), de quienes de­rivó la orientación de sus intereses hacia el empirismo psicológico y las investiga­ciones fisiológicas. Vibrante el alma de ar­dores confusos y contradictorios, en torno a 1823 frecuentó los cursos de la Facultad de Medicina, publicó los primeros artículos de crítica en Le Globe, órgano de batalla del romanticismo inicial, púsose en contacto con Víctor Hugo tras un comentario a Odas y baladas (v.) y concurrió al «Cenáculo». En adelante fueron precisándose los rasgos esenciales de su personalidad de crítico: una aguda sensibilidad respecto de los procesos de la vida interior, asociada a una absoluta confianza en el método científico y a una intensa curiosidad hacia los influjos de la existencia física sobre la espiritual. «,Werther carabin» se le definió; tal aparece el joven Sainte-Beuve en sus primeras colecciones de poesías líricas, Vida, poesías y pensamien­tos de José Delorme (1829, v.) y Las conso­laciones (1830, v.), en las que cierta mes­colanza de intimidad suave y morbidez anuncian ya a Baudelaire (v.).

Al mismo tiempo, apoyó resueltamente en sus artícu­los al romanticismo, cuya plena manifesta­ción contribuyó a preparar con su Cuadro histórico-crítico de la poesía francesa en el siglo XVI (1828, v.); junto con el joven Nerval (v.), fue uno de los primeros que rehabilitaron a Ronsard, lo cual supone un indicio típico de su tendencia a la conciliación históricoliteraria, no ajena a la in­troducción del movimiento romántico en la tradición nacional luego de considerado el Romanticismo como continuación del Re­nacimiento. Por otra parte, y con una insa­ciable curiosidad, el amigo de Víctor Hugo y, muy pronto, de Mme. Adèle Hugo (Le livre d’amour, 1843) se interesaba también por el saintsimonismo de P. Lerroux, el republicanismo de Armand Carrel y, final­mente, el cristianismo liberal de Lamennais (v.), cuya condena y apostasía le ocasiona­rían una grave desilusión. La influencia de este autor resulta manifiesta en la novela Voluptuosidad (1834, v.) y en su colabo­ración en la redacción de Arthur, de Ulrich Guttinger.

En 1836, desengañadas sus espe­ranzas de una renovación católica, y bajo la influencia de una brusca ruptura de su relación con Mme. Hugo, Sainte-Beuve trasladóse a Lausana, donde dio un curso acerca de la historia de Port-Royal, primer esbozo de la gran síntesis religiosa, literaria, psi­cológica e histórica entregada a la impren­ta con el título de Port Royal (v.) entre 1840 y 1859. Nadie comprendió más profun­damente a Pascal y los jansenistas; sin em­bargo, precisamente por esta privilegiada predisposición a la comprensión del cristia­nismo en su exigencia total Sainte-Beuve descubrió ser personalmente incapaz de semejante es­fuerzo, y tal labor supuso en él la ruptura definitiva con el catolicismo. En adelante, el poeta quedaba muerto; la publicación, en 1840, de la colección de las Poésies completes, fue su adiós al arte. Nombrado con­servador de la Biblioteca Mazarino (1840) y miembro de la Academia de Francia (1843), durante la revolución de 1848 aban­donó el cargo y desterróse voluntariamente a Lieja, en cuya universidad dio, durante el año académico 1848-49, un curso acerca de Chateaubriand, lecciones que fueron reu­nidas más tarde en un volumen titulado Chateaubriand y Su grupo literario bajo el Imperio (1861, v.).

En el crítico podía per­cibirse ya entonces una franca orientación antirromántica. Vuelto a Francia, inició en 1849 en Le Constitutionnel, y luego en Le Moniteur, la publicación de sus famosas Charlas del lunes (v.), progresivamente apa­recidas en forma de volumen (1851-62). A distinción del criterio seguido en las obras del período precedente, como Critiques et portraits littéraires (1832-39), Retratos de mujeres (1844, v.), Retratos literarios (1844, v.) y Retratos contemporáneos (1846, v.), Sainte-Beuve, entonces ya periodista oficial, vincu­lado a la realidad política del Imperio y satisfecho del gobierno autoritario, tendió durante algún tiempo a una crítica que aplicaba criterios políticos y morales al jui­cio de las obras literarias. Sin embargo, el amor a la literatura pura llevóle de nuevo a un provechoso empirismo, o sea a una crí­tica ajena a la rigidez sistemática y orien­tada a la misma determinación, con ducti­lidad maravillosa, y a la definición de una personalidad y de un alma. En el último período, empero, la influencia de Taine, como puede advertirse en Nuevos lunes (1863-70, v.), pareció llevar otra vez a Sainte-Beuve a los puntos de partida científicos; y así, manifestóse «botaniste morale» y habló de «histoire naturelle des esprits» y de «physiologie morale».

En realidad, no obstante, nada de ello dejó de ser una vaga veleidad teórica, por cuanto en el crítico en cuestión resultaban demasiado profundos el amor a las letras y la conciencia de lo individual para que pudiera someter sus juicios a la ortodoxia determinista. Sainte-Beuve sigue siendo todavía hoy uno de los grandes maestros de la crítica francesa, aun cuando también él cayera en errores y graves incompren­siones al juzgar a sus contemporáneos: así, por ejemplo, elevó a Béranger a la cate­goría de Racine, no supo advertir el genio de Balzac, no entendió a Stendhal e ignoró a Nerval. En sus juicios sobre los grandes escritores de su época puede advertirse en él, también poeta y novelista, pero de se­gunda fila, una especie de rémora psicoló­gica de envidia. El verdadero e ilustre Sainte-Beuve debe buscarse en la crítica de los escritores pretéritos: en ella se le ve establecer con mano ágil y segura el balance, y formular en pocas, pero decisivas palabras, un vere­dicto de buen gusto; más que los libros le interesan los hombres, cuya biografía sigue con gran afición al detalle, y a los cuales sitúa en su tiempo y vincula al gran movi­miento de la cultura.

Y así, la crítica de Sainte-Beuve sale a menudo conscientemente del campo de las letras, se interesa por los ge­nerales o grandes ministros, y manifiesta una predilección algo arbitraria respecto de los autores de memorias. Posiblemente, su verdadera vocación debió de ser no la de crítico, sino la de profesor e historiador de las ideas, y ello con rasgos no siempre simpáticos, como revelaron Mis venenos (1926, v.) y la Correspondencia (v.); pero, en cambio, con una conciencia de la be­lleza inseparable de la vida, y con el mé­rito que supone, en el marco de la radi­cal revisión de valores llevada a cabo por el Romanticismo, la salvación de la gran realidad de la tradición literaria.

M. Mourre