Nació en el año 100. a. de Cristo y Murió el 15 de marzo del 44. Fue el gran protagonista del último período de la historia de la Roma republicana, y espléndido orador y escritor brillante, pero, sobre todo, insigne general y político, genial, ambicioso, generoso, impulsivo y, al mismo tiempo, resuelto y sutil.
Poseedor de una vasta y refinada cultura y de una memoria excepcional, conoció tan bien las doctrinas de los filósofos de la política como la historia de los grandes imperios orientales y sintió asimismo afición a los problemas lingüísticos y gramaticales (su obra De la analogía, v., de la cual sólo escasos fragmentos han llegado hasta nosotros, defendía la doctrina del purismo contra la opuesta escuela innovadora de los anomalistas).
Aún muy joven C., Sila reconoció en él «la madera de muchos Mario»; en realidad, fue hasta cierto punto el heredero y continuador de la actividad desplegada por aquel antiguo jefe político, tío suyo, como ocurrió con Pompeyo respecto de Sila: también C. se apoyó en el pueblo y fundó en el propio prestigio militar la lucha contra la facción senatorial, que procuró siempre debilitar.
Inició sus actividades políticas (77 a. de C.) acusando a Dolabella de concusión, y tras un viaje a Rodas, donde oyó al retórico Molón, dio principio en 67 al «cursus honorum». Reveló sus tendencias democráticas en el apoyo prestado a la reforma agraria de Servilio Rulo y más tarde cuando en el Senado intentó salvar a los partidarios de Catilina de la pena capital; ambos movimientos revolucionarios, el primero de ellos encubierto bajo formas legales, concluyeron, sin embargo, con el triunfo de la oligarquía senatorial, aunque fue una corta victoria.
El regreso de Oriente del vencedor Pompeyo marcó las primeras divergencias entre el jefe recién llegado y la facción conservadora, celosa del creciente poderío militar de éste, del que, sin embargo, Pompeyo, menos resuelto y más respetuoso con los escrúpulos constitucionales que Sila o C., no quiso aprovecharse inmediatamente.
Con todo, no satisfecho en sus deseos ni en las peticiones presentadas al Senado, aproximóse al futuro dictador y a Craso (primer triunvirato): C. obtuvo el mando de la Galia, gracias a lo cual formó un ejército fiel, base de su posterior fuerza política, y Pompeyo renovó sus pretensiones, que el organismo senatorial, cuya debilidad respecto de los triunviros resultaba manifiesta, viose forzado a satisfacer, a pesar suyo.
Finalmente, muerto Craso y roto el equilibrio ficticio de los poderes asociados en el triunvirato, estalló, provocada por cuestiones formales que sólo eran un mero pretexto, la lucha entre C. y la oligarquía senatorial, a la que Pompeyo se había aproximado francamente con el afán de llegar a ser el futuro «princeps».
La victoria sonrió a aquél en la decisiva batalla de Farsalia (48 a. de Cristo), donde su irresoluto adversario, superado por la rápida movilidad del ejército de C., huyó a Egipto, encontrando allí la muerte. Único señor de Roma tras quebrantar las últimas resistencias de los núcleos pompeyanos, nuestro gran general soñó en un poder personal ilimitado y una monarquía que rigiera con imparcialidad a todos sus súbditos, convertidos por ella en ciudadanos del Imperio con igualdad de derechos.
Llegado al poder gracias a las divergencias entre las facciones, trató superarlas mediante un nuevo orden para el establecimiento del cual quiso atraerse la colaboración de los menos acérrimos de sus adversarios; a tal fin empezó un programa de reformas que fue ahogado en sangre por los republicanos conjurados contra C. (idus de marzo del 44 a. de C.).
Él mismo relató sus empresas en los Comentarios sobre la guerra de las Galias (v.) y los Comentarios sobre la guerra civil (v.). El título común a ambas obras, que viene a significar apuntes o diario, abarca los informes enviados al Senado desde la Galia; su intención es apologética: el autor pretende mostrar, en una versión oficial dirigida contra las interpretaciones hostiles, que la conquista de la Galia (con la cual, en realidad, C. había rebasado los límites de su cargo de gobernador de la provincia Narbonense) fue provocada por la actitud amenazadora de los mismos galos, y, por otra parte, achacar al Senado la responsabilidad de la guerra civil.
Ya los propios coetáneos alabaron la claridad y precisión de los Comentarios, así como su estilo, «sermo imperatorius», que tiende directamente a su objeto con la rapidez propia del hombre de acción. Sin embargo, no puede tampoco negarse a ambos textos el espíritu polémico y el carácter tendencioso, que, hábilmente disimulados mediante el silencio guardado acerca de algunos detalles y la presentación de otros bajo la luz más favorable al autor, perjudican su objetividad, por lo demás desacostumbrada en las memorias de personajes políticos.
Sin embargo, las dos obras constituyen una valiosa fuente de información respecto de acontecimientos decisivos para la historia de Roma. Su estilo resulta sugestivo, a pesar de cierta monotonía debida al empleo de los discursos indirectos en una prosa propia de parte de guerra, generalmente, aunque no siempre, indiferente a los pasajes oratorios propios de lo escrito con intenciones artísticas.
A. Ronconi