Nació en el año 86 a. de C. en Amiterno, ciudad de los sabinos. Perteneció a una familia plebeya no rica, pero sí acomodada, que le proporcionó una buena formación literaria en la capital. Partidario de César y amigo de Clodio, tras la cuestura consiguió el tribunado de la plebe, en 52, el año agitado y turbio de las luchas civiles. Muerto Clodio, figuró entre los primeros que acudieron a la venganza; fue también uno de los acusadores más tenaces de Milón, contra el cual parecen haberle movido, además, ciertos motivos privados de odio. Dos años después, en 50, los censores Apio Claudio Pulcro y L. Calpurnio Pisón expulsaron a Salustio del Senado tras una vaga acusación de libertinaje; en realidad, empero, se trataba de alejar a uno de los amigos más resueltos de César. El expulsado llegó junto a éste, en la Galia, al principio de la guerra civil, y estuvo en el paso del Rubicón. En 49 César le hizo de nuevo cuestor, con lo cual abrióle otra vez las puertas del Senado.
Por otra parte, le confió una empresa militar en aguas del golfo de Quarnaro contra los pompeyanos Octavio y Libón, que sitiaban a C. Antonio; pero la misión fracasó. En 47, tras las victorias de César en Oriente, Salustio fue designado pretor para el año siguiente. Como tal llevó a cabo la campaña africana, y al frente de parte de la flota pudo realizar una afortunada incursión contra la guarnición pompeyana de la isla de Cercina y apoderarse de gran cantidad de trigo. Terminada en la primavera de 46 la guerra africana con el triunfo de Tapso, César concedióle, con el título de procónsul, el gobierno de la nueva provincia, Numidia. No sabemos si durante la administración del territorio recién conquistado obró con la desvergonzada rapacidad de que le acusa el anónimo autor de la invectiva seudociceroniana; sin embargo, es cierto que, tras el proconsulado en Numidia, Salustio volvió a Roma con demasiadas riquezas para que no resultara admisible suponerle, si no más, sí, por lo menos, tan rapaz como solían serlo muchos otros propretores y procónsules.
Poca después de su regreso a Roma, asesinado César, experimentó una intensa aversión a la vida pública, y se hizo construir en el valle situado entre el Quirinal y el Pincio un magnífico palacio con grandes y espléndidos jardines, que alcanzaron fama bajo el nombre de «Horti Sallustiani»; en tan suntuoso retiro inició, a los cuarenta y dos años, su nueva ocupación: la composición de las Historias (v.). Pasó el resto de su larga vida entre los estudios y la compañía de algunos eruditos, y sólo con los nueve años de su «bonum otium» alcanzó la verdadera gloria de escritor que tan legítimamente deseara. Según San Jerónimo, falleció cuatro años antes de la batalla de Actium, que tuvo lugar en septiembre de 31. Escogió por primer tema La conjuración de Catilina (v.), «uno de los hechos más memorables por la novedad tanto del delito como del peligro», y procuró describirlo con la mayor-veracidad posible. Se. ha dicho, empero, que en tal monografía existen graves inexactitudes cronológicas referentes a la disposición de los acontecimientos, y que la explicación de ciertos detalles resulta deficiente o bien no existe en absoluto; ello se atribuye a la preparación todavía imperfecta del historiador.
Otros reproches se refieren a la sinceridad del escritor: las sombrías tintas con que presenta a Catilina se atribuyen al interés propio de un autor partidario de César, deseoso de limpiar la memoria del dictador fallecido de cualquier sospecha de complicidad en tal conjuración; y la escasa importancia concedida al cónsul Cicerón se ha juzgado recurso tendente a realizar la figura de César. Sean fundadas o no tales opiniones, debe tenerse en cuenta que Salustio, en realidad, no estuvo acertado en la elección de un tema acerca del cual no era posible, ni entonces ni luego, decir la verdad, a causa de los juicios apasionados y los testimonios tendenciosos y no fidedignos inherentes siempre al relato y a la memoria de cualquier empresa revolucionaria que tienda, sin éxito, a la subversión de un orden político y social constituido. El autor presenta una república pervertida, corrompida y abocada a desórdenes y agitaciones como la conjura de Catilina, que, por ello, debe considerarse efecto de la inmoralidad y de la violencia que invadían la sociedad romana.
Salustio compuso la obra en cuestión después de la dictadura y del asesinato de César, o sea una vez restablecido el orden republicano y comprometido nuevamente por las sangrientas convulsiones de las luchas civiles. Escribió para ratificar, aun cuando sin una declaración expresa, la grandeza del dictador: de quien, tras la derrota de la oligarquía aristocrática mediante el concurso de las fuerzas armadas, volvía a Roma no como lo hiciera Sila o pudo haberlo hecho Catilina, o sea a eliminar, vengativo, a los adversarios, sino como «rector», a levantar de nuevo y unir a todos los ciudadanos, sin distinción de facciones, en una república pacificada y moralmente mejorada. Tal había sido la constante aspiración política de Salustio, expuesta en las dos Epistolae ad Caesarem cuya autenticidad nadie pone actualmente en duda. En una de ellas, redactada posiblemente en el año 50, los aristócratas aparecen responsables de la corrupción de Roma, que había conocido la armonía de la vida pública cuando la mayor autoridad residía en el Senado y la fuerza máxima en el pueblo; y así, el genio de César y la represión del «studium pecuniae», o sea del afán de riqueza, único impedimento opuesto al buen gobierno de los hombres, podía llevar el espíritu de renovación y concordia a los ciudadanos.
En el momento de la composición de la otra carta, quizá en el año 46, la guerra había ya terminado y existía entonces un vencedor único, al cual correspondía la consolidación de la república, pero no con las armas, sino mediante las buenas artes de la paz, puesto que habían desaparecido los bandos enfrentados y sólo quedaban ciudadanos y órdenes sociales: nobleza, masa popular y ejército, cuyos hábitos y espíritu habría de reformar el dictador a través de un gobierno cimentado en una paz justa y duradera. La evocación de la antigua república renovada por las transformaciones democráticas, la aspiración a la concordia civil, y las insistentes invectivas contra el vicio capital de la riqueza y los excesos y abusos del poder oligárquico permiten vislumbrar el afán de un principado en el sentido cesariano y antiaristocrático; el principado fundado por César, pero no terminado con él. En el momento de la composición de La conjuración de Catilina Salustio no parece haber experimentado — como se cree — ningún cambio en sus ideas políticas. Mientras vivió César permaneció junto a él; desaparecido el dictador, mantuvo la misma posición.
En el capítulo 54 de la citada obra ofrece de éste un perfil en el que no logra ocultar su admiración de ciudadano ni su emoción de beneficiado. En la redacción de La guerra de Yugurta (v.) el autor renovó su intención moral, y ratificó el mérito civil de su actividad literaria: «maius commodum est ex otio meo quam ex áliorum negotiis rei publicae venturum», puesto que los ejemplos y recuerdos del pasado son los mejores estímulos para las acciones presentes. El tema de esta segunda monografía resulta asimismo sombrío: «Voy a narrar la guerra que el pueblo romano llevó a cabo contra Yugurta, porque fue una lucha grande, sangrienta y con alternativas de victoria y derrota, y también porque en tal ocasión combatióse por primera vez el dominio de la nobleza». El exordio de Salustio parece anunciar un propósito de historiador adversario de los optimates; los hechos que empieza a considerar son el mal gobierno de la nobleza senatorial, convertida, luego de los Gracos, en deshonesto árbitro del Estado, la inevitable aparición de la oposición democrática y la ascensión de su nuevo adalid, Mario, cuyo triunfo cierra la obra que nos ocupa.
Sin embargo, el autor consigue en ella permanecer al margen de los partidos. Severo contra la nobleza, reconoce, empero, los intentos sediciosos de la plebe; además, aprecia la integridad y el juicio del aristócrata Metelo, y no regatea elogios a Sila ni censuras a Mario. Tal monografía es más extensa que La conjuración de Catilina, por cuanto en ella hay mayor número de acontecimientos y personajes, y el campo de la acción (África y Roma) resulta más amplio. La estructura de la obra queda mejor ordenada, las digresiones son menores, la narración es menos complicada y la precisión de los datos cronológicos y de los detalles históricos más cuidadosa. No conservamos los cinco libros de las Historiae en los que Salustio continuaba las Historiae de Cornelió Sisenna; iniciábanse, efectivamente, en el año 78, el último de la obra de este otro autor, terminaban en 67 y abarcaban los doce años comprendidos entre la muerte de Sila y el final de la guerra contra los piratas.
Del texto en cuestión existen, empero, algunos fragmentos, el núcleo más importante de los cuales está integrado por cuatro discursos y dos cartas. Aun cuando aparezca modelado en Tucídides, el estilo de Salustio, vigoroso y noble, no es fruto de una vulgar imitación. En cuanto a sus antecesores latinos, el autor parece haber detenido su atención en el viejo Catón, el más personal de los prosistas romanos y su único predecesor realmente digno, en cuyas páginas Salustio encontró abundantes ejemplos de la elocuencia enérgica, sentenciosa, concisa y vibrante a la que supo conferir la más elevada forma artística.
C. Marchesi