Nació el 25 de febrero de 1707 en Venecia, hijo de Julio y Margarita Salvioni; murió en París el 6 de febrero de 1793. Tras de estudiar tres años en Perusa, fue enviado en 1720 a la escuela de Filosofía de los dominicos de Rimini; pero se avenía más con los cómicos que iban a representar en aquella ciudad que con el padre Candini y sus lecciones de Lógica. Llegó un momento en que escapó a bordo de una barca que marchaba a Chioggia, donde residía su madre. Allí se les unió el padre, que, ejerciendo de médico y destinando a su hijo al estudio de la Medicina, empezó a llevarlo consigo en las visitas a los enfermos; pero de este aprendizaje no recogió otro fruto que una aventura harto escabrosa, por fortuna pronto zanjada. El padre decidió entonces cambiar la dirección de los estudios de su hijo.
En 1723, en efecto, recibida la tonsura, entró para estudiar Leyes en el Colegio Ghislieri de Pavía, donde, entre estudios y distracciones juveniles, pasó casi tres años, hasta que, a consecuencia de una intriga urdida contra él por algunos estudiantes, fue expulsado y enviado a Chioggia. En esta localidad, y después en Feltre, aprovechó sus conocimientos jurídicos como auxiliar de la coadjutoría del canciller de lo criminal; y todo ello sin renunciar a las diversiones y a los amoríos. Muerto su padre en 1731, se licenció en Padua, e inició la profesión en Venecia. Y ya le sonreía el éxito cuando una nueva intriga amorosa más comprometedora que de costumbre, con tía y sobrina al mismo tiempo, le obligó a marchar de la ciudad y dirigirse a Milán. Llevaba con él una tragedia para música, Amalasunta, a la que él mismo hizo justicia entregándola a las llamas. Más afortunado fue su Belisario (v.), representado con gran éxito el 25 de noviembre de 1734 en Venecia por la Compañía Imer, de la que pronto se convirtió en el poeta oficial. Los años siguientes pueden considerarse preparatorios, sólo significativos por algunos «entremeses» que contenían gérmenes preciosos de aquella comicidad profundamente humana que había de ser la característica de su futura producción.
Siguiendo a la compañía en uno de sus viajes a Génova, se casó allí con Nicoletta Connio, hija de un notario, que fue su fiel compañera en el curso de su larga vida. Durante el período que siguió a su matrimonio, es digno de nota su distanciamiento de la Comedia del arte, primero parcial, con el Momolo cortesan (1739), y después total, con La mujer garbosa (v.), leída por él a los comediantes en 1743. Mientras tanto, le preparó el destino — por una serie de complicados azares — tales apuros que no pudo librarse de ellos sino alejándose de Venecia. En los cinco años siguientes hay que situar, en primer lugar, su vagabundeo con su mujer por tierras de Romaña y Toscana, y después, su permanencia de tres años en Pisa, donde ejerció con éxito la abogacía, pero sin que las Pandectas le hicieran olvidar a la Musa. En 1748, en efecto, se convierte en poeta de la Compañía Medebac en virtud de un contrato regular. Puede considerarse terminado ahora el período de preparación.
Los catorce años que siguen, cinco en el teatro S. Angelo con Medebac y nueve en el S. Lucas con Vendramin, son los años decisivos. Del quinquenio de S. Angelo son, entre otras muchas comedias, la Viuda astuta (1748, v.), la Familia del anticuario (1749, v.); después, de las dieciséis entregadas por él por apuesta en un solo año (1750-51), El café (v.), El mentiroso (v.), Los chismorreos de las mujeres (v.), y, en el último bienio, Las mujeres celosas (v.), La posadera (v.) y Las mujeres curiosas (v.). Poco afortunados fueron sus primeros pasos en el S. Lucas, sobre todo porque —para seguir los gustos de los espectadores, atraídos al S. Angelo por las farragosas comedias del abate Chiari que pretendía rivalizar con él — se vio obligado a desviarse hacia el género novelesco. No por ello olvidaba su teatro de caracteres, y todos los años daba al público una de aquellas comedias de gusto veneciano popular que él llamaba «tabernarias», como Las campesinas (v.), Las mujeres de su casa (v.), El huertecillo (v.).
En los últimos años del S. Lucas, otro rival, más inteligente, más preparado que Chiari, es decir, Cario Gozzi, luchó contra él en una pugna encarnizada. Y como Gozzi tampoco perdonaba a Chiari en sus ataques, pensó éste aliarse con su antiguo adversario; y la batalla se exacerbó más aún. Pero la mejor respuesta a los detractores era la que únicamente el genio podía dar. Los últimos años del S. Lucas son verdaderamente memorables. De 1759 son Los enamorados (v.); de 1760 Los rústicos (v.), Un curioso accidente (v.) y La casa nueva (v.); de 1762 Don Todero regañón (v.) y Las riñas en Chioggia (v.). Pero ya en agosto de 1761 había recibido una invitación de la «Comedia italiana» de París para un contrato de dos años de duración. Frustrada la tentativa de obtener una decorosa situación en su patria, viose obligado, mal de su grado, a aceptar el contrato; pero antes de partir, se despidió de Venecia con la comedia alegórica Una delle ultime sere di carnovale, y el público, interpretando el transparente velo, le gritó, arrepentido, su «¡hasta la vista, hasta pronto!»; pero G. no volvió nunca.
El 22 de abril de 1762, acompañado por su mujer y por un sobrino, partió hacia París, donde le esperaba una desilusión. En efecto, su actividad en la «Comedia italiana» fue desdichada, ya que su tarea consistía en revalorizar en cierto modo, aquel teatro que él había superado totalmente. Es verdad que se recuerda de esta época Camilla e Arlecchino, pero sólo porque se había de convertir más adelante en Zelinda e Lindoro; y se recuerda también El abanico (v.) porque llegó transformado al S. Lucas. Pasado el bienio, contribuyó a retenerlo en París el encargo de enseñar italiano a la hija de Luis XV. Se estableció en Versalles y se convirtió en un agregado a la corte. Pero una serie de lutos que afligió a la familia real hizo pasar los estudios de italiano a segundo término, lo que no fue obstáculo para que al cabo de unos años se le asignaran unos emolumentos fijos. Trasladado de Versalles a París, no dejó de desarrollar su actividad preferida. En 1771 escribió en francés El gruñón bienhechor (v.). Pero fue la última comedia digna de él, ya que El avaro fastuoso (v.), de 1772-73, sólo es el último eco, totalmente débil, de los genuinos acentos goldonianos. En 1776 fue llamado de nuevo a Versalles para enseñar el italiano a las hermanas de Luis XVI; pero al cabo de unos años, temeroso de que le perjudicaran los aires de esta ciudad, consiguió que el encargo fuera transferido a su sobrino; y volvió definitivamente a París.
Pocas cosas son dignas de nota en los últimos trece años de su vida. De 1784 a 1787 compuso las Memorias (v.), que pueden considerarse como su última comedia. París le agradaba cada vez más; sin embargo, llevaba a Italia en el corazón. Parecía descubrir, desde lejos, bellezas cada vez ^mayores en su país; no dejó perder nunca ocasión de citar la literatura italiana digna de rebasar los límites patrios. Terminadas las Memorie, vivió todavía seis años: años cargados de grandes acontecimientos, entre los que debía sentirse un poco asustado quien, como él, no había conocido nunca el «mersor civilibus undis». Hay que añadir a esto la maltrecha salud y las privaciones que se hicieron sentir cada vez más cuando el nuevo gobierno le suprimió la pensión real. Murió en su desolada casa de la calle de San Salvador el 6 de febrero de 1793; y el día siguiente, Marie- Joseph Chénier, ignorante del triste suceso, consiguió que se le restituyera la pensión.
Si a ’través de su larga vida, tan densa de acontecimientos, se quisiera captar el hilo que nos revelara el alma de G., el rasgo fundamental que se nos aparecería sería el de una prudente tendencia a apartar todo aquello que hay de turbio en la existencia humana. Siendo adolescente, y teniendo que montar por primera vez a caballo para trasladarse a Perusa, salió del paso dando pan y un poco de fruta al pendenciero rocín: y ello fue como un símbolo. Encontró arreglo en todas las contrariedades, y cuando ,no hallaba camino de salida, recurría siempre en último extremo a la fuga. No se abstuvo de placeres; pero no se dejó trastornar por ellos. Esquivó los engaños de las mujeres sacándolas a las tablas. Pudo perder dinero en el juego; pero nunca perdió la cabeza. Vivió siempre un poco al margen de la amistad y del amor, de la política y de la religión y aun del arte. Supo dominar el insomnio, amansar las enfermedades y la vejez y quizá amansó también a la gran Enemiga, del mismo modo que había logrado hacerla reír en escena en los Duegemelli.
Parecería conveniente aplicar a una índole semejante la cómoda etiqueta del optimismo. Pero quedaría fuera mucho del auténtico G., puesto que aquel mismo hombre que no se descorazonaba en las horas adversas, era capaz de temblar en la prosperidad. Algunas crisis místicas le sobrevinieron en plena euforia. Le disgustaban los elogios desmesurados en pleno éxito. Y desde el comienzo de cualquier aventura, contaba ya con la posibilidad de ser engañado. Y cuando más tierno se mostraba en Feltre con su prometida, habiéndola visto un día con la cara un tanto marchita a causa del cansancio de un viaje, temió que perdiera en breve su lozanía y decidió romper el compromiso: y lo rompió. Fue, en fin, el hombre que en los salones parisienses se alejaba de las chimeneas en invierno y, en verano, ordenaba cerrar las ventanas para defenderse de un casi imposible enfriamiento. Hay que contar con estos dos momentos de la índole de G. (discordes, pero quizá también concordes, como dos expresiones de una misma prudencia) si se quiere comprender la relación entre el hombre y su obra.
El comediógrafo de carácter no era nuevo en el teatro universal; ya había llegado a la escena con Molière. Pero las comedias de éste no se habían purificado nunca de algo turbio, fruto de humores salvajes. Correspondió a G. esta purificación. Aquí obró el primero de los dos momentos del alma goldoniana; y el resultado no pudo ser más eficaz. Cuando se encuentra en G. un carácter molieresco se tiene la impresión de un recurso de apelación liquidado con sentencia absolutoria. Nunca, como en G., el vicio ha perdido toda escoria de odiosidad. No nos es odioso ni siquiera el tío Bemardino de Ritorno dalla villeggiatura, aun cuando G. había afirmado que sentía repugnancia al componer aquellas escenas. Todos estos personajes son inferiores a su vicio. La misma Mirandolina (v.), que domina a todos, no consigue dominarse a sí misma. Pero tampoco hay que pensar que el otro momento de G. permanezca inoperante.
De acuerdo, en efecto, con las leyes de su duplicidad, G: absuelve, en el fondo, para condenar. Absuelve a la humana naturaleza de la culpa para condenar el error. No nos ahorra las más crueles incongruencias. No le basta haber construido este granítico reino del error. Ha querido también hacemos sentir que no tiene mucha fe en que del error pueda ser curado nadie. Es posible que en ello existan crisis. Hay momentos en que el personaje «se ve». Pero pronto vuelve a ser el de antes. Y si el poeta ha dado lugar a una rarísima conversión, también nos ha hecho comprender que él es el primero en no creer en ella. Por esta constante declaración — precisamente en el siglo del racionalismo — de nuestra irracionabilidad y de su irreductibilidad, por habernos dicho, en suma, la verdad sin velos, precisamente por esto, es G. inmortal.
E. Levi