Nació en Boston el 17 de enero de 1706 y murió en Filadelfia el 17 de abril de 1790. Junto con Jonathan Edwards puede ser justamente considerado el definidor clásico de las formas interiores del pensamiento y la experiencia americanos, singularmente incomprensibles para la Europa mediterránea.
Pocas vidas son más conocidas que la suya; sin embargo, también muy pocas resultan para un europeo tan enigmáticas, por cuanto la misión principal de este héroe semimitológico tendió a encontrar una Ciudad del Hombre donde no hubiese lugar para ángeles ni bestias. En manos de Franklin, la sustancia de la experiencia humana alcanza un estado de rarefacción higiénica y sin peso.
La tierra que volvió a crear, pulida a fondo y desprovista de la materia orgánica y de su hedor, pudo juzgarse, con desilusión, parecida a la arena; y aún hoy las mentalidades no americanas sólo difícilmente conciben que fuera susceptible de producir algo más que cactos. Franklin fue el hijo menor de un fabricante de velas de sebo, de origen inglés y plebeyo, y dejó de asistir a la escuela ya a los diez años; pero su afán de lectura era insaciable, por lo que muy pocos americanos de su época debieron leer tanto como él.
Aprendiz al principio del padre y luego de su hermano John, tipógrafo, empezó todavía muy joven a colaborar en el periódico de este último, que posteriormente dirigía. Una disputa con John le indujo en 1723 a la ya legendaria huida a Filadelfia, donde, sin un céntimo en el bolsillo, el muchacho halló trabajo en una tipografía y, al mismo tiempo, siguió instruyéndose.
Tras haber desempeñado por espacio de dos años la misma actividad en Inglaterra, adonde había sido enviado con recomendaciones sin ningún valor, regresó a Filadelfia y trabajó por su cuenta como tipógrafo y editor (entre sus publicaciones figura El almanaque del pobre Ricardo, v.). Poco a poco, según refiere en su Autobiografía (v.), los negocios fueron prosperando y, con la riqueza y los años, Franklin alcanzó una bien merecida fama de ciudadano prudente, sereno, incorruptible, astuto y diplomático.
Sobre él recayeron numerosas responsabilidades y misiones públicas, en cuyo desempeño reveló siempre no sólo tina habilidad y soltura imperturbables, sino también una especie de genialidad para las iniciativas tendentes al bien común: en 1732 ingresó en la masonería y sucesivamente fundó, entre otras instituciones, un hospital, una universidad, un servicio nacional de correos’, una asociación filosófica, la primera sociedad de seguros contra incendios en Filadelfia, la biblioteca pública más antigua de América, etc.
Una enorme y casi infantil curiosidad, unida al afán de simplificar o perfeccionar las actividades humanas seculares mal orientadas, le indujo a penetrar en muchos otros ámbitos de la acción práctica y del pensamiento especulativo. Este interés y esta pasión (que contenían algo de la intolerancia eficiente del «yankee» respecto al trabajo mal realizado) actuaron en Franklin cual apetitos fisiológicos o hambre física y, con tal de quedar satisfechos, se inclinaron indistintamente a la dirección de la conducta, el desarrollo de los asuntos municipales y nacionales, la diplomacia, la industria, las ciencias, la guerra, las construcciones navales, la calefacción de los hogares, la higiene, la pavimentación, el alumbrado público o la paz del espíritu.
La mentalidad y el método experimentales, aplicados a todas las actividades humanas, fueron para él medios destinados a conseguir una finalidad más elevada (el «mejoramiento» del mundo secular) e incluso fines en sí mismos, que le proporcionaron la recompensa de la intensa e íntima satisfacción por el deber, cumplido a conciencia, a la cual denominó «felicidad». La curiosidad también llevóle a sus investigaciones en el campo de la electricidad, recordadas en los Experimentos y observaciones sobre la electricidad (v.), y gracias a las cuales habría de alcanzar poco después una fama internacional de «¡hechicero» científico.
Sin embargo, las misiones que sus conciudadanos le confiaron fueron siempre obstáculo para su propósito de consagrar su vida a la ciencia. Nombrado miembro del Consejo municipal de Filadelfia, actuó además en diversas ocasiones y entre otras cosas como delegado en la Asamblea Nacional, comisario en las relaciones con los indios, director del servicio postal, miembro del Congreso Continental, coautor de la Declaración de Independencia, ministro no oficial en Inglaterra (donde en vano procuró impedir la inminente ruptura entre las colonias y la madre patria) y embajador también oficioso en Francia (país del cual, durante la insurrección norteamericana, consiguió con tacto y habilidad diplomática los auxilios de todo punto indispensables para la consecución de la independencia nacional).
Franklin permaneció en Francia —donde compuso gran parte de su Autobiografía — hasta 1775, honrado como estadista, reverenciado por su sabiduría y amado en cuanto hombre. Vuelto a Filadelfia, ya viejo y fatigado, y con la esperanza de un descanso bien merecido, viose inmediatamente agobiado por nuevas responsabilidades públicas, llevando una vez más a cabo con su perfecto y admirable estilo las misiones confiadas.
Sus textos, filosóficos, morales, científicos, polémicos y epistolares, ocupan numerosos volúmenes, y resultan sobre todo importantes como «disjecta» de una inteligencia al mismo tiempo arquetipo nacional y fenómeno completamente único.
S. Geist