Cincuenta sombras de Grey_E. L. James

Revelada como best seller del momento, la trilogía de E. L James, se inicia con este libro. Vendida como estandarte de novela erótica y literatura destinada a mujeres, se ha hecho un hueco inmerecido, a mi parecer, en los estantes de librerías y hogares de medio  mundo.

Una joven universitaria se prenda de un apuesto y acaudalado empresario. Dadas las inclinaciones sado masoquistas del guaperas en cuestión, la muchacha, además de prendada, se ve prendida por el protagonista. Desde las primeras citas y encuentros donde se marca  la sumisión y el ansia de dominación de este caballero, se va avanzando a una parte más amable donde es el amor el que va surgiendo para suavizar tanto las prácticas sexuales, como el pensamiento del joven. Fin de la historia.

En definitiva, es un producto, un mal producto,  que se queda a medias entre un folletín amoroso de principios de siglo y un quiero y no puedo en el género erótico.

El contenido es simple y la forma lo es aún más. Sin embargo, millones de personas se han lanzado a la lectura no de uno, sino de tres libros, para conocer la historia completa. Algo debe de tener pues…, o bien el mérito lo obtiene íntegramente el marketing realizado.

A propósito del mismo, las dudas que me asaltan al proclamarlo como literatura para mujeres, son tan grandes que me han ocupado más tiempo que la lectura del propio libro. Al ser para mujeres, ¿dicen que lo nuestro es la literatura simple, sin forma ni contenido, y aquello de más enjundia se reserva para los varones, con más altas inclinaciones literarias e intelectuales, como de todos es sabido?, ¿acaso las mujeres sólo leemos literatura erótica descafeinada o nos escandalizaríamos y sólo los hombres pueden enfrentarse a un buena narrativa erótica?.

Perdón por las diatribas irónicas que me ha causado este libro, le dan más importancia de la que tiene y consiguen lo que se pretende, que se hable de él. La literatura, la buena literatura, es universal y no sexista, por lo tanto, la mala literatura también.

Los pecadores (Fritz Leiber)

 

sinComo Esposa hechicera de Leiber, The Sinful Ones [Los peca-dores] apareció primero en forma abreviada para revista. En este caso, quizás algunos lectores estén más familiarizados con la narra­ción en su título original (y mucho más apropiado) de «You’re All Alone» (revista Fantastic Adventures, 1950). Des-pués de que Leiber ampliase la novela para su publicación en rústica en 1953, el editor le cambió el título por el de The Sinful Ones e insertó una serie de escenas sexuales de «porno suave»; sin embargo, en una edición posterior (1980) estas escenas fue-ron reescritas para adaptarlas al gusto más reciente de Leiber. Todo esto es desafortunado, pero no altera el hecho de que The Sinful Ones (o «You’re All Alone») es una de las más originales fantasías de horror.

El protagonista, Carr Mackay, tiene un ingrato trabajo en una agencia de colocaciones. También tiene una ambiciosa chica que lo exhorta continuamente a mejorar. Pese a los hala­gos de ella, Carr se resiste a incorporarse a algo que le parece una competición de ratones. Un día en que se sentía extraña­mente alienado de su entorno, entró en su oficina una mucha­cha asustada. Parecía estar huyendo de una mujer rubia, gran­de y amenazante a quien Carr observa en el fondo. La chica no logra explicar su conducta, pero mira a Carr con temor y des­concierto, diciéndole: «¿Realmente no sabe quién es usted? … Tal vez mi irrupción aquí fue la causa. Tal vez fui yo quien lo despertó». Cuando ella le garabatea una nota y se marcha, Carr empieza a aprender el significado de estar «despierto». Aún desconcertado por la repentina irrupción de la chica, descuida a su cliente siguiente, hasta que le oye decir: «Gracias, creo que lo haré», y ve cómo saca del aire un cigarrillo inexistente y hace los gestos aparentes de encenderlo y fumarlo. El cliente pasa luego a mantener una conversación unilateral, respondiendo a pre-guntas que Carr no ha formulado. Es como si el hombre formase parte de un enorme mecanismo de relojería, impulsa­do a hacer ciertas cosas previsibles.

 

Carr pronto descubre que casi todo el mundo a su alrede-dor se comporta de esta manera mecánica. Aparentemente, se olvi­dan de él, pasando por alto sus observaciones, dando vueltas a su alrededor, llevando una rutina normal de existencia que ahora parece risible en su previsibilidad y falta de vida. Es como si Carr de pronto hubiese caído del mecanismo de relojería de la vida urbana y consiguiese toda una nueva libertad existencial. Puede moverse por la bulliciosa ciudad sin ser visto en ab­soluto; para todos los fines y propósitos se ha convertido en un hombre invisible. Puede ir a cualquier parte que le plazca y ser­virse cualquier cosa que desee. Pero también padece una terri­ble soledad, a menos que pueda hacer contacto con otros espí­ritus libres que estén similarmente «despiertos». La chica atemori-zada es uno de ellos, y por fortuna ha garabateado de­talles de un lugar de encuentro en el trozo de papel que le ha dado apresuradamente. Pero, ¿por qué estaba tan aterrorizada? ¿Y quién era la amenazante mujer rubia? ¿Hay matones en la pequeña población de personas «invisibles» de Chicago, crimi­nales que conviertan en un infortunio la nueva vida de Carr (y Jane)?

The Sinful Ones es una agradable obra de intriga, cons-truida sobre una premisa simple pero ingeniosa. Escrita en la misma época aproximadamente que el popular libro de sociología de David Riesman, La muchedumbre solitaria, pero muchos años an­tes de que se acuñasen expresiones como «marginación social» y «contracultura», describe el sentido moderno de la alienación urbana de modo muy eficaz. Sin embargo son lamentables esas innecesarias escenas sexuales.

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Perineos arriesgados, de Sandra Aldonza

wgirl002Perineos arriesgados es la historia contada en primera persona de una chica que se dedicó a la prostitución en la especialidad del sadomasoquismo. El libro aparece trufado de toda suerte de artilugios y artefactos de tortura, o de placer, según semire, como dildos, látigos y otras lindezas que encontrará el lector que se aventure en estas páginas.
 
A veces el libro entra en en el campo de lo humorístico, aunque la mayoría de las ocasiones pretende mantenerse dentro del género erótico, con descripciones detalladas de las actividades que mantenía con sus clientes, siempre más suaves que las que mantenía con sus parejas, pues su mejor repertorio lo reservaba para el ámbito privado.

Quizás lo más original de este libro sea que está planteado en el tono épico de una aventura de elfos y enanos, con gran énfasis en los empujones que unos y otros se daban sobre las carnes ajenas, y descripciones detalladas, que pueden parecer espeluznantes o humorísticas, de los objetos que se introducían entre sí por diversos y variados orificios. La narrativa no es la del eortimo y la insinuación, sino la del combate. No van a encontrarse aquí a Anais Nin, sino más bien las Navas de Tolosa.
Cuando los orificios antedichos no bastaban y había que practicar alguno nuevo era cuando empezaban los problemas, esperables por otra parte, con su componente de novela negra, de intriga, y hasta de hospital, a los Frank Slaughter.

No se pierdan el capítulo sobre el cliente con el semen corrosivo, porque es antológico.

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LOLITA (Vladimir Nabokov)

Lolita hizo a Nabokov rico y famoso pero el escándalo que rodeó su aparición creó en torno a esta novela un malentendido que ha durado hasta nuestros días. Hoy, cuando la bella nymphette está acercándose, horror de horrores, a la cuarentena, conviene situarla donde le corresponde, es decir, entre las más sutiles y complejas creaciones literarias de nuestro tiempo. Lo cual no significa por cierto que no sea, también, un libro provocador.

Pero que sus primeros lectores sólo advirtieran esto último y no lo otro —algo que hoy resulta evidente para cualquiera de mediana sensibilidad— no deja de ser instructivo sobre las resistencias que encuentra una obra realmente novedosa para ser apreciada en su justo valor. El hecho es que cuatro editoriales norteamericanas rechazaron el manuscrito de Lolita antes de que Nabokov lo entregara a Maurice Girodias, de Olympia Press, editorial parisina que publicaba libros en inglés y que se había hecho célebre por el número de juicios y decomisos de que había sido víctima, acusada de obscenidad y de atentar contra las buenas costumbres. (Su catálogo era un disparatado entrevero de pornografía barata y genuinos artistas como Henry Miller, William Burroughs y J. P. Donleavy.) La novela apareció en 1955 y un año después fue prohibida por el ministro francés del Interior. Para entonces ya había circulado profusamente —Graham Greene desató una polémica proclamándola el mejor libro del año— y la rodeaba de esa aureola de «novela maldita» de la que nunca se ha podido desprender y que, en cierto sentido, pero no en el que habitualmente se entiende, merece. Pero fue sólo a partir de 1958, cuando aparecieron la edición estadounidense y decenas de otras en el resto del mundo, que el libro produjo el impacto que desbordaría considerablemente el número de sus lectores. En poco tiempo, había universalizado un nuevo término, la «lolita», para un nuevo concepto: la niña-mujer, emancipada sin saberlo y símbolo inconsciente de la revolución de las costumbres contemporáneas. En cierto modo, Lolita es uno de los hitos inaugurales, y, también, sin duda, una de sus causas, de la era de la tolerancia sexual, la evaporación de los tabúes entre los adolescentes de Estados Unidos y de Europa occidental que alcanzaría su apogeo en los sesenta. La nínfula (término que por una razón acústica carece de toda la ambigüedad perversa e incitante del neologismo original: the nimphet) no nació con el personaje de Nabokov. Existía, qué duda cabe, en los sueños de los pervertidos y en las ansias, ciegas y trémulas, de las niñas inocentes, y la evolución de los hábitos y la moral la iba cuajando, irresistiblemente. Pero, gracias a la novela, perdió su semblante vago y se corporizó, abandonó su clandestinidad nerviosa y ganó derecho de ciudad.

Que una novela de Nabokov provocara semejante trastorno, contaminando el comportamiento de millones de personas y pasara a formar parte de la mitología moderna es, en todo caso, lo extraordinario del asunto. Porque resulta difícil imaginar entre los escritores de este siglo a uno con menos predilección por lo popular y la actualidad —y, casi casi, la mera realidad, palabra que, escribió, no significa nada si no va entre comillas— que el autor de Lolita. Nacido en 1899, en San Petersburgo, en una familia de la aristocracia rusa —su abuelo paterno había sido ministro de Justicia de dos zares y su padre un político liberal al que asesinaron unos extremistas monárquicos, en Berlín—, Vladimir Vladimirovich Nabokov había recibido una educación esmerada, que hizo de él un políglota. Tuvo dos niñeras inglesas, una gobernanta suiza y un preceptor francés, y estudió en Cambridge antes de expatriarse, con motivo de la revolución de octubre, a alemania. Aunque su libro más audaz (Pale Fire) sólo saldría en 1962, cuando apareció Lolita el grueso de la obra de Nabokov estaba ya publicado. Era vasta pero apenas conocida: novelas, poemas, teatro, ensayos críticos, una biografía de Nikolai Gogol, traducciones al y del ruso. Había sido escrita al principio en ruso, luego en francés y, finalmente, en inglés. Su autor, que, luego de alemania, vivió en Francia, optó finalmente por los Estados Unidos, donde se ganaba la vida como profesor universitario y practicaba, en los veranos, su afición segunda: la entomología, especialidad lepidópteros. Tenía publicados algunos artículos científicos y era el primer descriptor, por lo visto, de tres mariposas: Neonympha Manióla Nabokov, Echinargus Nabokov y Cyclargus Nabokov.

Esta obra que, gracias al éxito de Lolita, resucitaría en reediciones y traducciones múltiples, era «literaria» en un grado que sólo otro contemporáneo de Nabokov —Jorge Luis Borges— ha logrado alcanzar. «Literaria»: quiero decir, enteramente construida a partir de las literaturas preexistentes y de un exquisito refinamiento intelectual y verbal. Lolita también es prueba de ello. Pero, además, y ésa fue la gran novedad que significó dentro del conjunto de la obra de Nabokov, se trata de una novela en la que el casi demoníaco enrevesamiento de su hechura venía revestido de una anécdota aparentemente simple y atractivamente brillante: la seducción de una chiquilla de doce años y siete meses —Dolores Haze, Dolly, Lo o Lolita— por su padrastro, el suizo obsesivo y cuarentón conocido sólo por un seudónimo, Humbert Humbert, y la circulación de sus amores por todo lo largo y lo ancho de Estados Unidos.

Una gran obra literaria admite siempre lecturas antagónicas, es una caja de Pandora donde cada lector descubre sentidos, matices, motivos y hasta historias diferentes. Éste es el caso de Lolita, que ha hechizado a los lectores más superficiales a la vez que seducía con su surtidor de ideas y alusiones y la delicadeza de su factura al ilustrado que se acerca a cada libro con el desplante que lanzó aquel joven a Cocteau: Étonnez-moi!

En su versión más explícita, la novela es la confesión escrita de Humbert Humbert, a los jueces del tribunal que va a juzgarlo por asesino, de aquella predilección suya por las niñas precoces, que, creciendo con él desde su infancia europea, alcanzaría su climax y satisfacción en un perdido pueblito de Nueva Inglaterra, Ramsdale. Allí, con la aviesa intención de llegar más fácilmente a su hija Lolita, H. H. desposa a una viuda relativamente acomodada, Mrs. Charlotte Becher Haze. El azar, en forma de automóvil, facilita los planes de Humbert Humbert, arrollando a su esposa y poniendo en sus manos, literal y legalmente, a la huérfana. La relación semi-incestuosa dura un par de años, al cabo de los cuales Lolita se fuga con un autor teatral y guionista cinematográfico, Clare Quilty, a quien, luego de una tortuosa búsqueda, Humbert Humbert da muerte. Éste es el crimen por el que va a ser juzgado cuando se pone a escribir el manuscrito que, dentro de la mentirosa tradición de Cidi Hamete Benengeli, dice ser Lolita.

Humbert Humbert cuenta esta historia con las pausas, suspensos, falsas pistas, ironías y ambigüedades de un narrador consumado en el arte de reavivar a cada momento la curiosidad del lector. Su historia es escandalosa pero no pornográfica, ni siquiera erótica. No hay en ella la menor complacencia en la descripción de los avatares sexuales —condición sine qua non de la pornografía— ni, tampoco, una visión hedonista que justificaría los excesos del narrador-personaje en nombre del placer. Humbert Humbert no es un libertino ni un sensual: es apenas un obseso. Su historia es escandalosa, ante todo, porque él la siente y la presenta así, subrayando a cada paso su «demencia» y «monstruosidad» (son sus palabras). Es esta conciencia transgresora del protagonista la que confiere a su aventura su índole malsana y moralmente inaceptable, más que la edad de su víctima, quien, después de todo, es apenas un año menor que la Julieta de Shakespeare. Y contribuye a agravar su falta y a privarlo de la conmiseración del lector, su antipatía y arrogancia, el desprecio que parecen inspirarle todos los hombres y mujeres que lo rodean, incluidos los bellos animalitos semipúberes que tanto lo inflaman.

Más que la seducción de la pequeña ninfa por el hombre taimado, tal vez ésta sea la mayor insolencia de la novela: el rebajamiento a fantoches risibles de toda la humanidad que asoma por la historia. Una burla incesante de instituciones, profesiones y quehaceres, desde el psicoanálisis —que fue una de las bestias negras de Nabokov— hasta la educación y la familia, permea el monólogo de Humbert Humbert. Al pasar por el tamiz corrosivo de su pluma, todos los personajes se vuelven tontos, pretenciosos, ridículos, previsibles y aburridos. Se ha dicho que la novela es, sobre todo, una crítica feroz del universo de la clase media norteamericana, una sátira del mal gusto de sus moteles, de la ingenuidad de sus ritos y la inconsistencia de sus valores, una abominación literaria de aquello que Henry Miller bautizó: «la pesadilla refrigerada». Por su parte, el profesor Harry Levin explicó que Lolita era una metáfora que refería el sentimiento de un europeo que, luego de caer rendido de amor por los Estados Unidos, se decepciona brutalmente de este país por su falta de madurez.

Yo no estoy seguro de que Nabokov haya inventado esta historia con intenciones simbólicas. Mi impresión es que en él, como en Borges, había un escéptico, desdeñoso de la modernidad y de la vida, a las que ambos observaban con ironía y distancia desde un refugio de ideas, libros y fantasías en el que permanecieron amurallados, distraídos del mundo gracias a prodigiosos juegos de ingenio que diluían la realidad en un laberinto de palabras y de imágenes fosforescentes. En ambos escritores, tan afines en su manera de entender la cultura y practicar el oficio de escribir, el arte eximio que crearon no fue una crítica de lo existente sino una manera de desencarnar la vida, disolviéndola en un fulgurante espejismo de abstracciones.

Y eso es también Lolita, una barroca y sutil sustitución de lo que existe, para quien, yendo más allá de su anécdota, considera sus misterios, trata de resolver sus acertijos, desentraña sus alusiones y reconoce las parodias y pastiches de su hechura. Se trata de un desafío que el lector puede aceptar o rechazar. De todos modos, la lectura puramente anecdótica de la novela es más que divertida. Ahora bien, quien se anima a leerla de la otra manera, descubre que Lolita es un pozo sin fondo de referencias literarias y malabarismos lingüísticos que constituyen un denso entramado y, acaso, la verdadera historia que Nabokov quiso contar. Una historia tan intrincada como la de su novela La defensa (aparecida en ruso, en 1930), cuyo héroe es un ajedrecista loco que inventa una nueva jugada defensiva, o la de Pálido fuego, ficción que adopta la apariencia de la edición crítica de un poema y cuya jeroglífica anécdota va surgiendo, como al sesgo del narrador, del cotejo de los versos del poema y de las notas y comentarios de su editor.

La caza de los tesoros ocultos en Lolita ha dado origen a abundantes libros y tesis universitarias, en los que casi siempre, por desgracia, desaparecen el humor y el espíritu lúdico con que tanto Nabokov como Borges supieron transmutar la erudición (cierta o ficticia) en arte.

Las acrobacias lingüísticas de la novela pasan difícilmente la prueba de la traducción. Algunas, como las vertidas en francés en el original, permanecen allí con su travesura y malacrianza. Un ejemplo, entre mil: el extraño endecasílabo que se recita Humbert Humbert cuando se dispone a ir a matar al hombre que le arrebató a Lolita. ¿A qué y a quién se refiere este: Réveillez-vous, Laqueue, il est temps de mourir? ¿Es una cita literaria textual o amañada, como otras del libro? ¿Por qué apoda el narrador a Clare Quilty Laqueue? ¿O se inflige este sobrenombre a sí mismo? El profesor Carl L. Proffer, en un ameno manual, Keys to Lolita, ha resuelto el enigma. Se trata, simplemente, de una retorcida obscenidad. La queue, la cola, significa en jerga francesa, el falo; «morir», eyacular. Así pues, el verso es una alegoría que condensa, con ritmo clásico, una premonición del crimen que Humbert Humbert va a cometer y la causal del asesino (haber poseído el fálico Clare Quilty a Lolita).

A veces, las alusiones o adivinanzas son simples disgresiones, entretenimientos solipsísticos de Humbert Humbert que no afectan al desarrollo de la historia. Pero en otros casos tienen una significación que la altera, recónditamente. Así ocurre con todos los datos e insinuaciones relativos al personaje más inquietante, que no es Lolita ni el narrador, sino el furtivo dramaturgo, aficionado al Marqués de Sade, libertino, borracho, drogadicto y, según confesión propia, semi-impotente Clare Quilty. Su aparición trastoca el libro, encamina el relato por un rumbo hasta entonces imprevisible, incorporándole un tema dostoievskiano: el del doble. Por su culpa, surge la sospecha de que toda la historia pueda ser una mera elaboración esquizofrénica de Humbert Humbert, quien, ya le ha sido advertido al lector, ha hecho varias curas en asilos de alienados. Además de robarse a Lolita y morir, la función de Clare Quilty parece ser la de dibujar un alarmante signo de interrogación sobre la credibilidad del (supuesto) narrador.

¿Quién es este extraño sujeto? Antes de materilizarse en la realidad ficticia, para llevarse a Lolita del hospital de Elphinstone, va siendo secretado por el delirio de persecución de Humbert Humbert. Es un automóvil que aparece y desaparece, igual que un fuego fatuo, un borroso perfil que se pierde a lo lejos, en una colina, luego de un partido de tenis con la niña-mujer, y una miríada de anuncios que sólo la neurosis detallista y alerta del narrador puede deletrear. Y más tarde, cuando éste emprende, en pos de los prófugos, esa extraordinaria recapitulación de sus recorridos por la geografía norteamericana —ejercicio de magia simpatética que quiere resucitar los dos años de felicidad vividos con la nínfula, repitiendo el itinerario y las hosterías que le sirvieron de decorado—, Humbert Humbert va encontrando, en cada escala, desconcertantes huellas y mensajes de Clare Quilty. Ellos revelan un conocimiento poco menos que omnisciente de la vida, la cultura y las manías del narrador y una suerte de complicidad subliminal entre ambos. Pero, ¿se trata, en verdad, de dos personas? Lo que tienen en común supera largamente lo que los separa. Son más o menos de la misma edad y comparten los mismos apetitos por las nínfulas en general y por Lolita Haze en particular, así como por la literatura, que ambos practican (aunque con éxito desigual). Pero la más notable simbiosis de ambos tiene que ver con esos pases de prestidigitación que intecambian a la distancia y de los que Lolita se vuelve apenas un pretexto, elegante y secreta comunicación que literaturiza la vida, revolucionando la topografía y la urbanística con la varita mágica del lenguaje, mediante la invención de aldeas y accidentes que despiertan ecos líricos y novelescos y de apellidos que generan asociaciones poéticas, según un estrictísimo código cuyas claves sólo ellos son capaces de manejar.

La escena cumbre de la novela no es la primera noche de amor de Humbert Humbert —reducida a su mínima expresión y poco menos que convertida en un dato escondido— sino el demorado y coreográfico asesinato de Clare Quilty. Cráter de máxima concentración de vivencias, alarde de virtuoso que baraja con sabiduría el humor, el dramatismo, el detalle inusitado, la alusión sibilina, todas las certezas que teníamos sobre la realidad ficticia, en esas páginas comienzan a tambalearse, roídas súbitamente por la duda. ¿Qué está ocurriendo allí? ¿Asistimos al diálogo del asesino y su víctima o, más bien, al desdoblamiento pesadillesco del narrador? Es una posibilidad que insinúan las filigranas del texto: que, al fin de ese proceso de desintegración psíquica y moral, derrotado por la nostalgia y el remordimiento, Humbert Humbert estalle strictu senso en dos mitades, la conciencia lúcida y recriminadora que se observaba y se juzgaba, y su cuerpo vencido y abyecto, sede de aquella pasión a la que cedió sin concederse, empero, el placer ni la benevolencia de sí mismo. ¿No es a sí mismo, a lo que detesta de sí mismo, a quien asesina Humbert Humbert en esta fantasmagórica escena en la que la novela, en un salto dialéctico, parece desertar el realismo convencional en el que hasta entonces transcurría para acceder a lo fantástico?

En todas las novelas de Nabokov —pero, sobre todo, en Pálido fuego— la arquitectura es tan astuta y sutil que acaba borrando a lo demás. También en Lolita la inteligencia y la destreza de la construcción son tales que resaltan con fuerza, anteponiéndose a la historia, mermándola de vida y libertad. Pero en esta novela, al menos por momentos, la materia se defiende y resiste el asalto de la forma, pues lo que cuenta tiene raíces profundas en lo más vivo de lo humano: el deseo, la fantasía al servicio del instinto. Y sus personajes consiguen provisionalmente vivir, sin convertirse, como los de otras novelas —o como los personajes borgianos— en las sombras chinas de un intelecto superior.

Sí, cumplidos los treinta, Dolores Haze, Dolly, Lo, Lo-lita, sigue fresca, equívoca, prohibida, tentadora, humedeciendo los labios y acelerando el pecho de los caballeros que, como Humbert Humbert, aman con la cabeza y sueñan con el corazón.

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LA ROMANA (Alberto Moravia)

El trabajo más agradable que he tenido fue el de ayudante de bibliotecario, en un elegante club de Lima, cuando era estudiante. Debía comparecer allí dos horas cada mañana y, en teoría, catalogar las nuevas adquisiciones. Pero en el año que trabajé en sus británicos locales el club no adquirió un solo libro, de modo que esas dos horas me las pasaba revisando sus estanterías y leyendo.

Era una biblioteca muy decorosa, o, más bien, lo había sido, pues en un momento del pasado parecía haberse esfumado el interés de los socios por la lectura; las compras de libros cesaban hacia mediados de los cuarenta o algo así. Lo más original de sus reservas era una colección de libros eróticos, abundante, variada y cosmopolita, aunque con una clara debilidad por el sesgo francés. Tenían, entre otros tesoros, la edición completa de «Les Maîtres de l’amour», que compiló y prologó Guillaume Apollinaire, y la caudalosa autobiografía de Restif de la Bretonne, que yo estoy seguro de haber leído de principio a fin (tenía entonces la firme convicción de que, una vez empezado el libro, uno tenía la obligación de llegar hasta el final).

La literatura exclusivamente erótica suele ser aburrida, una retórica en la que las variantes posibles de la experiencia amorosa se agotan pronto y comienzan a repetirse de manera mecánica. Su sello característico es la monotonía y comunicar una impresión de irrealidad, de fantasías desconectadas de la experiencia objetiva. Incluso Sade, en quien la recreación e interpretación obsesivamente sexual de la realidad tiene algo de genial, la mayor parte del tiempo, cuente historias o filosofe, es anestésico. Ocurre que, escindido de su contexto, convertido en la única perspectiva para describir o inventar la realidad humana, el sexo se desencarna, se vuelve abstracto, una construcción intelectual en la que el lector difícilmente puede identificar su propia vivencia. Por eso, la literatura que sólo aspira a ser erótica está condenada, como el género policial o la ciencia ficción, a ser menor. No hay gran literatura erótica; o, mejor dicho, la gran literatura nunca ha sido sólo erótica, aunque dudo que haya gran literatura que, además de otras cosas, no sea también erótica.

Entre los escritores modernos pocos están tan embebidos de sexo y de erotismo (ambas cosas pueden ser la misma o pueden ser muy diferentes) como el autor de La romana. Releyendo esta novela, que había leído por primera vez, desafiando una prohibición familiar, cuando era un niño de pantalón corto, el subconsciente me ha devuelto en cascada el recuerdo de aquellas historias libertinas del siglo XVIII que descubrí mientras ejercía las plácidas funciones de asistente de bibliotecario del Club Nacional.

¿En qué está el parecido entre esta novela cumbre del neorrealismo italiano de la posguerra y, por ejemplo, las ficciones picarescas del caballero Andrea de Nerciat o del filósofo Diderot? No en el «erotismo», pues en La romana, aunque Adriana, la protagonista, hace el amor con mucha frecuencia, tanto por motivos profesionales como personales, el sexo no aparece con los ropajes prestigiosos y excitantes que el género exige, sino como un quehacer más bien deprimente, en el que se manifiesta lo peor de los hombres y las mujeres del mundo ficticio: la violencia de Sonzogno, las obsesiones edípicas de Astarita, la frigidez de corazón de Jacobo y el espíritu venal de Gisela.

La semejanza reside en la estructura, en la técnica narrativa y en las convenciones que debe aceptar el lector para leer con provecho la novela. La forma prototípica de la ficción libertina es la del testimonio autobiográfico. Como el personaje de Moravia, el o la protagonista de aquellas novelas refiere las aventuras galantes de las que fue beneficiario o víctima. Y lo hace siempre con la misma prolijidad que Adriana. Cierto que éste es, asimismo, el formato acostumbrado de la novela picaresca del Siglo de Oro —el monólogo del picaro escribidor—, pero La romana es más dieciochesca que picaresca porque en ella se piensa más que se actúa. Al igual que sus dos famosas congéneres, Justine y Juliette, concebidas por el divino marqués en un torreón de la Bastilla, Adriana abunda más —se diría, goza— en la reflexión y el filosofar sobre aquello que le sucede, que en el relato de aquellas ocurrencias (esto es lo que hace el pícaro). Ello imprime a la novela una lentitud que sería fatigosa si no estuviera interrumpida, de tanto en tanto, por episodios melodramáticos, de intensa carga persuasiva, que hacen vibrar el relato, como la emboscada de la que es víctima Adriana en Viterbo, la delación que perpetra Jacobo o los robos que la prostituta comete, no por codicia o necesidad sino para confirmarse a sí misma su deterioro moral. Estos robos, así como el extraño placer que Adriana siente cada vez que recibe dinero por hacer el amor, dan al personaje unos ribetes más complejos y enrevesados de los que ella, según su testimonio, cree tener.

La comparación con una novela dieciochesca se impone sobre todo porque, como La religiosa o Justine, La romana sólo es creíble para el lector que renuncia a la ilusión realista y se adentra en sus páginas dispuesto a vivir una fantasía literaria, una ficción-ficción. La apariencia de la anécdota es realista: chirría a tinta y papel, desafina a buena literatura todo el tiempo. Ésta es la convención que el lector debe aceptar. Esta muchacha de veintiún años, pueblerina, sencilla, ignorante, ingenua, se cuenta con una solvencia de académica y sin violentar las buenas maneras gramaticales ni una sola vez; es una fina observadora de la conducta propia y ajena y capaz de hurgar hasta en los vericuetos más íntimos de la psicología de las gentes. No hay que ver en ello una contradicción que privaría a La romana de poder persuasivo. Hay que entenderlo como un caso de novela que, en vez de la convención «verista» del lenguaje, propone otra, la «culta», tal como lo hacían los novelistas (también ellos se creían realistas) del Siglo de las Luces. En ese mundo ficticio, que no es el nuestro, imperan otras reglas de juego y debemos aceptarlas como un elemento ficticio más de ese mundo de ficción.

A las reminiscencias dieciochescas, se añade en La romana la conciencia social del intelectual comprometido del siglo veinte. La mezcla es típica de Moravia. Hay, en él, un escritor fascinado por el sexo y sus laberintos, que pudo ser un «libertino» contemporáneo, como intentó serlo Roger Vailland, pero que nunca lo ha sido del todo. Porque aunque el sexo es la atmósfera de su mundo ficticio, siempre está tenido a raya e instrumentalizado para configurar una visión crítica y problemática de la sociedad.

La Italia que el libro finge representar es la del fascismo («era el año de la guerra de Abisinia»), un país pobre, sórdido y reprimido, de movimientos clandestinos y siniestras oficinas públicas donde, al entrar, los usuarios deben hacer el saludo imperial. La política no ocupa el centro de la acción, porque Adriana no entiende nada de política ni se interesa por ella, pero es su contexto imprescindible. Dos de los amantes de la protagonista, por lo demás, están sumergidos hasta el cuello en la actividad política: Astarita, funcionario de la segundad del régimen y Jacobo, militante antifascista.

Lo mejor del libro, sin embargo, no es la visión sombría y desesperanzada que traza de una época, sino la galería de seres humanos que desfilan por sus páginas. Pese a ser convencional y sin aristas, hay en la resignación de Adriana a su suerte y en su pasión por Jacobo una oscura grandeza. Fuera de ella ninguno de los personajes es digno de admiración, ni siquiera de respeto. Pero todos son interesantes y están estupendamente bien cincelados y diferenciados. La maestría de Moravia en los retratos psicológicos alcanza en esta novela, al igual que en Agostino y El conformista, su punto más alto. Dos de los personajes, sobre todo, impresionan de manera muy gráfica por su retorcimiento y violencia. Sonzogno, el asesino, en el que la necesidad de hacer daño aparece como un instinto irresistible, una especie de mandato celular, y Astarita, el más logrado del libro, ser tortuoso y débil, cerebral y apasionado, que sin duda ejerce su oficio con asepsia quirúrgica. Que ambos mueran casi al mismo tiempo, y uno por culpa del otro, es un atisbo de que, a pesar de su grisura, aquel mundo no está totalmente dominado por el mal.

Otro personaje muy bien diseñado es la madre, aunque el tipo aparezca con frecuencia en las películas y novelas del neorrealismo italiano. En ella se hace patente una convicción antirromántica. La de que la pobreza no espiritualiza ni sublima al ser humano; más bien, lo encallece y degrada. Las estrecheces y rudeza de la vida han hecho de la madre de Adriana un ser frío y amoral, tanto o aún más que Gisela. Si empuja a su hija a la prostitución no es por malvada; la experiencia le ha enseñado que todo vale a fin de conseguir aquella seguridad y comodidades que nunca tuvo. Ser mecánico, absorto en una rutina casi animal, hay algo en la manera de ser de la pobre mujer que nos enternece y nos espanta, una especie de acusación. El autor ha conseguido, en la inercia amarga y rencorosa de la madre de Adriana, un admirable símbolo de las iniquidades sociales.

Jacobo, en cambio, es más borroso y menos persuasivo. No sólo por sus inhibiciones y su desánimo vital, sino por esquemático. Hijo de burgueses, intelectual, paralizado por contradicciones que quieren reflejar las de su clase, de una debilidad que hace de él, primero, un indeciso y luego un traidor, su suicidio tiene demasiadas resonancias alegóricas para conmover al lector. Quien se pega el tiro, en ese hotelillo perdido, se diría, no es un ser concreto sino una abstracción ideológica.

No deja de ser sorprendente que La romana fuera un libro polémico y provocara tanto escándalo al aparecer. ¿Qué es lo que escandalizaba en él? Los episodios sexuales, salvo una que otra rápida excepción, son bastante anodinos, y Adriana, la narradora, aunque ejerce el meretricio, luce una moral severísima y conformista a más no poder. La única audacia del libro es la amarga amoralidad de la madre, poco menos que testigo presencial de los encuentros de su hija con sus clientes (o «amantes» como los llama Adriana, en su educado lenguaje). Cuesta trabajo, en todo caso, imaginar que fuera este detalle marginal a la historia el que atrajera todas las consideraciones que, durante algún tiempo, dieran a La romana la aureola de libro maldito.

Los lectores y los libros debemos de haber cambiado mucho en los últimos cuarenta años, pues esta historia que mis abuelos y mi madre me prohibieron leer, so pena de infierno, estoy seguro de que, ahora, no ruborizaría las mejillas de la señorita más virtuosa. Hay una cosa buena en ese cambio: los lectores pueden leer al fin La romana con objetividad, sin los prejucios de entonces.

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