LA NOSTALGIA ETERNA COMO IDEAL POÉTICO

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Felipe Sérvulo, La niña de la colina
Prólogo de Enrique Badosa
In-Verso Ediciones de poesía, Barcelona, 2012, 62 págs.

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por Anna Rossell

http://annarossell.blogspot.com.es/

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Un regalo este nuevo poemario de Felipe Sérvulo y también la noticia de la creación del nuevo sello editorial que lo publica, que dirige Amalia Sanchís, dedicado exclusivamente al género. La intención de Sanchís de dar acogida en in-Verso a la poesía de calidad se cumple con el primer poemario que publica, el último de Felipe Sérvulo, La niña de la colina, que, siguiendo su habitual trayectoria, mantiene el listón al nivel al que nos tiene acostumbrados.
La de Sérvulo es sin duda poesía amorosa. Sin embargo el epíteto, que se ha ganado a pulso las reservas de muchos lectores, recupera en este caso la inocencia de sus orígenes. Felipe Sérvulo es poeta elegíaco por excelencia, escribe sobre el dolor de la ausencia, es escritor de la nostalgia. En este sentido es heredero directo de la más pura actitud romántica, actualizada. Lejos de cualquier floritura lingüística, Sérvulo cultiva un lenguaje sencillo, pero nada simple, que devuelve a la palabra humilde la profundidad significativa que tiene cuando se usa con honradez, precisión y renovada frescura. Su poesía se lee con la fluida naturalidad que sólo consiguen los maestros de calado y reconcilia con el género, tan a menudo maltratado por la artificiosa afectación petulante de quien equipara lo ininteligible a la aptitud.

Los poemas de Felipe Sérvulo evocan a menudo la expresión de las fotografías antiguas de algunas mujeres, el sugestivo misterio de su mirada, y de la contemplación de estos retratos parece que se nutra el autor para escribir. Su blog Inventario de silencios – http://inventariodesilencios.blogspot.com.es/-, en el que da fe de su afición al coleccionismo fotográfico, así parece sugerirlo. Si bien de modo diferente, la escritura del poeta bebe como la de Winfried Georg Sebald o Alexander Kluge en otros géneros literarios, de lo que Barthes ha llamado el punctum de una fotografía, de aquel detalle que atrae la atención de quien la contempla en una clave íntima y personal, que deviene algo proustiano: “Percibo el cansancio en tu mirada / y tus párpados llevan / el íntimo secreto de tantos domingos / domados por la vida” (Son como la propia floración), “En tu pequeño escritorio / encuentro fotos oscurecidas // Parecen fotos de muertos / […] // Tantos ojos que me observan // Yo les aparto la mirada / y les digo que la vida es eso: / una ilusión” (El gato maúlla). O bien: “Como un regalo inesperado, / entre las páginas de un libro, iluminan / una carta y una foto: ‘María, / queridísima e inolvidable María’ // […] / María’: ojos grandes / y hoyuelo en la barbilla, / guapa, sin más alhajas. / Boca sin besos. / Ecos lejanos que duermen. // […]” (María). La voz poética es puro lamento de anhelo inalcanzado, en cualquiera de sus variantes, a menudo una ensoñación lejana, nunca cumplida: “Caminas por el infinito / mar de los sueños, / donde brota la aguamiel / para los labios / […]” (Mechas de oro viejo), pero también el plañido del desamor: “Ya sabes que no hay perdón / para el olvido. Nos deja / en los confines de un mar inmenso / que no tiene desenlace. // […] somos náufragos sin faro / […]” (Náufragos), o por la distancia espiritual de los amantes: “[…] pero, en ciertas tardes, tú / caminas a lugares lejanos. / Lo veo en el exclusivo / brillo de tus ojos. // Y te vuelves península, / porque tu mente –eso pienso- / se ha ido a la ciudad / de los corzos. // […]” (Tu cuerpo como península). O la indiferencia: “Tu mirada es un paisaje / donde no me reconozco. // […]” (Una pareja se besa). El amor es para la voz poética sinónimo de vida, un estado casi místico, que anula los destructores efectos del tiempo: “[…] // La niña se pudre de pena / en la colina. / […] // Si sé de ti, me vuelvo / casi joven. // ¿Adónde vas con la boca / encendida de musgo? / […] / ¿Por qué me dejas / tan temprano? // […]” (Nos reímos tanto).
Altamente recomendable este volumen, preclaro heredero de la mejor poesía española. Del autor, galardonado entre otros con los premios de poesía Blas Infante (1986, 1987, 1988), Sant Jordi (1986, 1987), Salvador Espriu (1992) y Ciudad de Ponferrada (1997) y finalista en otros tantos, se han publicado, además, Hasta el límite de las violetas (Ed. La Mano en el Cajón, 1995), Las noches del Sur (Diputación Provincial de Jaén, 1996), Casi la misma luz (Tágilis Ediciones, 1999). Cartografía de la materia (Diputación Provincial de Jaén, 2005).

© Anna Rossell

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VENUS KHOURY-GHATA, PREMIO GONCOURT DE POESÍA 2011

VENUS KHOURY-GHATA, PREMIO GONCOURT DE POESÍA 2011

Por: Berta Lucía Estrada Estrada

El pasado miércoles 7 de diciembre fue otorgado el Premio Goncourt de Poesía a Venus Khoury-Ghata, quien ha ganado innumerables preseas literarias, como el Premio de la Academia Francesa (2009), el Premio Apollinaire o el Premio Mallarmé, entre otras.

Venus Khoury-Ghata nació en 1937 en el norte del Líbano, en un pequeño pueblo llamado Pshery, el mismo que vio llegar al mundo al poeta Jalil Gibran. Desde 1972 vive en París. Inicialmente trabajó para la revista Europa, dirigida en ese entonces por Louis Aragon, a quien ella, en compañía de otros colegas, tradujo al árabe. Es novelista y poeta, ha publicado alrededor de treinta títulos. Es de anotar que el New Yorker, al referirse a esta insigne poeta y novelista, dijo la siguiente frase: “Venus Khoury-Ghata es a la poesía lo que Gabriel García Márquez es a la novela”.

Su última libro Où vont les arbres? (¿Dónde van los árboles?) Mercvre de France 2011, indaga en su tema predilecto, la muerte. Ante nuestros ojos desfila la patria herida, violada, devastada por el fuego inclemente de la guerra. La Patria que tiene mil, un millón de amantes, la Patria que se casa todos los días con alguien diferente y a la que la autora llama madre:

“Se casa con guerreros y soldados de plomo

La casa se hundía a medida que ella se casaba de nuevo y que

Las lágrimas corrían por nuestras mejillas”

Es una progenitora que a pesar de estar muerta sigue engendrando hijos de hombres desconocidos que la violan en el patio trasero de un cementerio.

A veces es una madre que ama a sus hijos, pero otras:

“La madre quería vender a sus hijos pero ningún camino los aceptaba”

“Entre la madre y nosotros estaba la sombra del invierno”

“La madre nos quería con brazos largos… para introducirnos en su sueño”

La madre, con cara de fuego, se pierde en las colinas o detrás de los árboles, es esquiva, a veces amante, pero en general violenta. Es una trashumante en un “paisaje sedentario”. Cree partir cuando en realidad es el camino el que avanza.

Cuando hace referencia a la casa, describe su techo como una tumba, pero también como un hueco que entierra el sol:

“La casa le dio la espalda

Ella cavó un hueco dentro de otro hueco y cada noche enterró un sol”

La madre, eterna lavandera, lava la sangre de la tierra mientras que las manos de sus hijos se transforman en piedras.

Al final se pregunta quienes somos para contar la vida de nuestros padres mientras morimos con cada lámpara que se extingue.

Nota: La lectura de este libro me hizo sentir que en vez del Líbano, arrasado por guerras intestinas, la poeta estaba hablando de Colombia y de nuestros ríos de sangre, un país muy diferente a aquellos que se empeñan en mostrar sus habitantes, marcados por el signo de la violencia y de la pobreza, como los más felices del planeta.
Blog El Hilo de Ariadna: www.elespectador.com, (sección cultura)
http://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/2011/11/19/giacometti-y-los-etruscos/
http://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/2011/11/27/marienne-von-werefkin-y-el-expresionismo-aleman/
http://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/2011/12/04/pompeya-el-arte-de-vivir/

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El mundo invertido, de CHRISTOPHER PRIEST

Mundo invertido

«Había llegado a la edad de seiscientas cincuenta millas.» Es un cu­rioso comienzo que prenuncia futuras paradojas. El narrador es Helward Mann, uno de los habitantes de una ciudad de madera que se arrastra por la superficie de la Tierra (la edad del héroe se mide en realidad por la distancia que la ciudad ha recorrido desde el nacimiento de aquél). «Mi padre fue un miembro corporativo y yo siempre lo había visto desde una cierta distancia.» Esta afirma­ción resume una extraña cualidad del libro: el tono indiferente, dis­tante. Helward Mann ve todo desde «una cierta distancia». La ma­yoría de las novelas y de los cuentos de Christopher Priest están narrados en un estilo esquemático, distante, que frecuentemente es muy adecuado, me apresuro a decir, a la alienación de los temas.

El mundo invertido (Inverted World) es, en realidad, una novela muy extraña. Comienza de manera prosaica, con la descripción de la incorporación de Helward al sistema corporativo que domina los asuntos de la ciudad. Ahora que ha alcanzado la edad adulta, se le permite ver el mundo exterior por primera vez. La ciudad está via­jando, a razón de 36 millas por año, a través de una desolada región, escasamente habitada por campesinos empobrecidos, empleados a veces como obreros (o como criadores de ganado). La locomoción se consigue por medio del difícil proceso de instalar rieles y luego trasladar la ciudad con una grúa a lo largo de los rieles, unos cien metros cada vez. Todos los miembros de las corporaciones –super­visores, instaladores de rieles, constructores de puentes– están in­volucrados en esta agotadora pero imperiosa tarea. Por alguna ra­zón, por enigmático que resulte tanto para Helward como para el lector, es necesario que la ciudad se siga moviendo …

Al terreno que hay delante de la ciudad lo llaman el Futuro (el padre de Helward es un Supervisor del Futuro), mientras que al de atrás se lo conoce como el Pasado. En su primer viaje largo fuera de la ciudad, se encomienda a Helward que escolte a tres jó-venes mujeres de regreso a la aldea donde nacieron, a cierta distancia ha­cia el sur, o «hacia el Pasado». Es un episodio verda-deramente ex­traordinario, y digno de una pesadilla. Comienza tranquilamente, con diversos juegos sexuales. Luego, a medida que pasan los días, Helward se da cuenta de que las mujeres están cambiando: «las pier­nas y los brazos eran más cortos, y más robustos. Los hombros y las caderas eran más anchos, los pechos menos redondos y más separa­dos. ..». Pronto ve que «ninguna de ellas medía más de un metro y medio de altura, hablaban más rápido que antes y el registro de las voces era más agudo». Parece como si Helward y las mujeres hubie­ran descendido a una carnavalesca sala de espejos. No pasa mucho tiempo antes de que las mujeres midan «no más de noventa centíme­tros … Los pies eran planos y anchos, las piernas anchas y cortas … el estridente sonido de las voces lo irritaba». La grotesca distorsión de las percepciones de Helward continúa creciendo hasta que él mismo se sorprende caminando a los tropezones hacia el sur, para finalizar con el cuerpo estirado sobre una cadena montañosa:

Se hallaba en el borde del mundo … Al norte, el terreno era llano; horizontal como la superficie de una mesa. Pero en el centro, justa­mente al norte, el terreno se elevaba en una espiral cóncava perfec­tamente simétrica. La espiral se estrechaba y se estrechaba, ascen­diendo, haciéndose cada vez más delgada, elevándose tanto que era imposible ver dónde concluía.

La «explicación» de todo eso es un complejo concepto mate-má­tico. Parece que los habitantes de la ciudad pueblan un mundo «que tiene la forma de una hipérbole sólida; es decir, todos los lími­tes son infinitos». Hacia el sur de la ciudad, todo se vuelve horizon­tal y el tiempo transcurre lentamente; hacia el norte, todo se vuelve vertical y el tiempo transcurre velozmente. No hay zona en que la gente pueda vivir, y el terreno cambia de modo constante, de ahí la necesidad de mantener la ciudad en movimiento, siempre apro­ximándose a ese «óptimo» teórico de condiciones normales. No hace falta entender matemáticas para disfrutar de esta novela. Christopher Priest (nacido en 1943) ha conseguido crear una metá­fora eficaz, susceptible de diversas interpretaciones, psicológicas, sociológicas y filosóficas. Al final hay más sorpresas, cosa que obliga al lector a replantearse el tema del libro. A diferencia de muchos otros textos de ruptura conceptual, éste no es predecible.

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Tiempo desarticulado (PHILIP K. DICK)

Tiempo desarticuladoLlegamos ahora al tardío y gran Philip Kindred Dick (1928–1982), uno de los autores de culto en ciencia ficción. Aunque ninguno de sus libros haya sido un bestseller en la primera edición, ganó una ex­traordinaria lealtad y la protección de sus muchos admiradores, sobre todo en Europa, donde algunos lo consideraron el más im­portante autor norteamericano de cf. Pero le costó mucho tiempo alcanzar esa reputación. Sus primeras novelas, entre ellas Lotería solar (1955), El tiempo doblado (The World Jones Made, 1956) y Ojo en el cielo (1957), aparecieron por vez primera en ediciones de bolsillo y pasaron casi inadvertidas en la incontenible marea de las ediciones baratas. Tiempo desarticulado (Time Out of Joint) fue su primer libro encuadernado en tela.

El primer tercio de la novela casi no puede considerarse como ciencia ficción. Más bien parece una novela agradable e ingeniosa sobre la vida cotidiana en los Estados Unidos. Es la historia de Ra­gle Gumm, un cuarentón, que vive tranquilamente con su her­mana, su cuñado y el hijo de éstos, de diez años. El único detalle sig­nificativo es la manera en que Ragle se gana la vida. Se pasa cada día rellenando el formulario de un concurso organizado por un pe­riódico: «¿Dónde estará la próxima vez el hombrecillo verde?».Siempre gana. Ha ganado, indefectiblemente, durante tres años. Se ha convertido en una rutina aburrida, pero es un medio de vida re­gular y no se siente capaz de abandonarlo.

Gradual, peligrosamente, la familia comienza a perder el sen­tido de la realidad. Muchos de los incidentes son humorísticos. Por ejemplo, Ragle encuentra una revista estropeada que muestra la fo­tografía de «una adorable actriz rubia con aspecto de escandina­va … Sonreía de una manera asombrosamente dulce, sencilla, pe­ro sugestiva … La muchacha estaba inclinada hacia adelante ex­hibiendo unos pechos que desbordaban el escote. Parecían los pechos más suaves, más firmes y más naturales del mundo … No reconoció el nombre de la muchacha, pero pensó: He aquí la respuesta a nuestra necesidad de una madre, mira». Le muestra la foto a su cuñado, quien tampoco reconoce a la actriz. Se le dice al lector que se trata de una fotografía de Marilyn Monroe, pero en esta América de 1959, Marilyn no existe…

Luego Ragle capta misteriosos mensajes en el aparato de radio de cristal de su sobrino: al parecer provienen de una aeronave invi­sible, posiblemente de naves espaciales. Oye su propio nombre, Ra­gle Gumm, y tiene un fuerte sentimiento paranoico: «Soy un psicótico retardado. Alucinaciones … Infantil y lunático. ¿Qué estoy haciendo aquí sentado? … Imaginándome que soy el centro de un inmenso esfuerzo de millones de hombres y mujeres que involu­cran miles de millones de dólares y un trabajo infinito… un uni­verso que gira alrededor de mí». Lo irónico del caso es que la supo­sición de Ragle es correcta, que este mundo gira efectivamente alrededor de él. Vive en un medio artificial expresamente diseñado para mantenerlo controlado mientras lleva a cabo un trabajo de enorme importancia militar. En realidad, estamos en el año 1998, y él se encuentra en medio de una guerra de desgaste entre la dicta­dura del «Único Mundo Feliz» y los rebeldes en la Luna. La tarea de Ragle, encubierta por el concurso del hombrecillo verde, con­siste en predecir las características de los futuros misiles, ya que po­see un talento sobrenatural para adivinar dónde tendrán lugar los próximos ataques. A fin de evitar que cuestione el propósito de la guerra y se desanime, el gobierno lo ha empujado a una «psicosis regresiva», es decir, un retorno al mundo de la infancia, al paraíso de una pequeña ciudad artificial de 1959.

El verdadero problema al que se alude en Tiempo desarticu-lado es el funcionamiento del complejo militar–industrial de los Estados Unidos. En cierto modo, es una novela premonitoria, un libro so­bre el «frente interno» de la guerra de Vietnam, escrito con diez años de anticipación. Muchos de los detalles del futuro imagi-nado por Dick fueron más tarde reales, como, por ejemplo, los jóvenes punks con el pelo erizado y las mejillas tatuadas. En esta ficción, una tranquila escena suburbana se ve desgarrada por una pesadi­lla, una pesadilla que en 1959 podía haber parecido increí-ble, pero que hoy se nos impone como paradójicamente verdadera.

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