Es una de las numerosas visiones medievales de autor anónimo, la única que Dante demuestra haber conocido (v. «Infierno», II, 28-30) y probablemente la más antigua, que sirvió de modelo a otras que alcanzaron mayor difusión.
San Pablo en la Epístola a los Corintios hace referencia a una visión del cielo; de esta indicación, ampliada en el Apocalipsis (v.) de San Pedro y, luego, en el de San Pablo, nació una narración griega, del siglo IV, que dio origen a varias redacciones de esta leyenda. Existen en latín (una del siglo XI fue publicada por Alessandro d’Ancona, en 1874) y en varias lenguas europeas. La francesa es obra del trovador Adam de Ros; otra en italiano vulgar fue reproducida por Pasquale Villari en Antiguas leyendas y tradiciones que ilustran la Divina Comedia (1865). En un principio la narración se extendía especialmente sobre los grados reservados a las almas elegidas, pero esta parte perdió luego importancia en comparación con las descripciones de las penas infernales, asunto que probablemente era considerado más eficaz para la conversión de los pecadores. San Pablo visita el Infierno precedido y guiado por un ángel.
En cierto momento de la visión se afirma que los adúlteros están con los adúlteros y los usureros con los usureros; pero, a pesar de esta vaga aspiración al orden, mantenida después en el «Infierno» de Dante, el aspecto material y la topografía moral del reino subterráneo aparecen bastante vagos y confusos. Allí existen árboles de fuego ardiente, y el puente acostumbrado (v. Visión de Tundal), sutil como un cabello, que solamente consiguen atravesar las almas de los justos. En el río que corre bajo sus pies, sumergidos a diversas profundidades, se hallan los avaros, los adúlteros, los refractarios a la palabra divina y los traidores.
Otras almas son devoradas por Belcebú; en un lugar espinoso y en tinieblas se hallan los sacerdotes que no supieron amonestar demasiado enérgicamente a los pecadores; más allá, los monjes infieles a su regla; las mujeres adúlteras, incestuosas e infanticidas son castigadas por dragones, serpientes y demonios; los ambiciosos son azotados por el diablo; los avaros se roen su propia lengua; el suplicio de Tántalo está reservado a cuantos no observaron el ayuno; los judíos que no creyeron en Cristo se hallan en un pozo maloliente cerrado con siete sellos.
Los condenados, que en vano invocan la muerte, ruegan a San Pablo que interceda por ellos, y Cristo, misericordioso, les concede una tregua: cada semana, desde la hora nona del sábado hasta las primeras horas del lunes cesarán las penas infernales y todos celebrarán así el día del Señor. Así, con una pincelada humana y poética, nada frecuente en estas sombrías fantasías ascéticas medievales, el sentido de la misericordia divina atenúa el terror de su inexorable justicia.
E. C. Valla