Vigilias de Buenaventura, Anónimo

[Nachtwachen des Bonaventura]. Cuento román­tico alemán, aparecido anónimo en 1805; históricamente significativo por los muchos motivos románticos que tiene intercalados y, más todavía, por la equívoca mezcla de poesía y vida, fantasía y realidad, en las que el romanticismo halló uno de sus pri­meros motivos de crisis y decadencia. Se observa aquí una obra contemporánea al Godwi (v.) de Brentano.

El expósito Kreuzgang, hijo de un alquimista y de una gi­tana, crecido al lado de un zapatero, se ha convertido en trovador, poeta vagabun­do, actor y titiritero, y finalmente ha que­dado reducido a hacer de vigilante noc­turno que da vueltas por la ciudad cantando las horas. El cuento describe aventuras en que personalmente tomó parte, o por lo menos vivió durante sus correteos noc­turnos: y la noche sirve de fondo a todo. También en la vida de los personajes pesan las fuerzas irracionales, «los aspectos nocturnos del sentimiento» que predominan; y los hombres ceden sin resistencia, como la actriz que, interpretando el papel de Ofelia, enloquece realmente y ya no se cu­ra, siendo trasladada al manicomio, desde donde escribe cartas a Hamlet, hablándole de -su amor y pintándole su estado de áni­mo. De episodio en episodio, va cambiando naturalmente el argumento; pero la to­nalidad es siempre extrema. El interior del hombre aparece como un infierno, en el que todo se hunde y del que surgen, con reflejos fluctuantes, luces extrañas; y, no por casualidad, uno de los episodios se des­envuelve en un cementerio: el germen de la muerte se muestra ante todo presente en las fuerzas de la vida.

La obra es casi un compendio poético de las ideas estético-místicas de aquel tiempo, pero el pensa­miento no es compacto, la observación de la realidad lo llena de disonancias y de ironía, y la racionalidad del análisis nos descubre contrastes no resueltos. Es un libro problemático, que se complace en la misma problematicidad. Y se comprende que la crítica no haya logrado averiguar su paternidad: a juzgar por las ideas sim­ples y los motivos aislados que allí apare­cen, los indicios de paternidad van cam­biando. Poco después de aparecer la no­vela, Jean Paul dio el nombre de Schelling; después las atribuciones se renovaron; se habló de otras personalidades — como Brentano y Hoffmann — y de otros no tan emi­nentes — como K. F. G. Wetzel y K. Fischer — y se continuará probablemente ha­blando de otros todavía, porque también este «misterio del nombre del autor» ha terminado por añadir la romántica suges­tión de un nuevo problema a una obra que ya era problemática, bajo tantos1 aspectos.

G. Gabetti