Una Temporada en el Infierno, Arthur Rimbaud

[Une saison en enfer]. Obra en prosa del poeta francés Arthur Rimbaud (1854-1891), escrita en abril-agosto de 1873 y publicada el mismo año, en Bruselas, por cuenta del autor.

Esta fue la única publicación hecha por el poeta; no obstante, se desinteresó casi inmediatamente de ella y no pudo o descuidó pagar al editor, que conservó los 500 ejemplares que constituían la totalidad de la tirada, ejemplares que en 1901 fueron descubiertos por un bibliófilo belga, des­truyéndose la leyenda de que el propio Rimbaud hubiese hecho desaparecer toda la edición El barco ebrio (v.), fechado en 1871, cierra el círculo de una primera evo­lución de la que prestan testimonio en gran parte las Poesías (v.). En 1872, Rimbaud entra estrechamente en contacto con los medios artísticos de la capital y entonces acaba su empresa estética escribiendo las Iluminaciones (v.). Pero el conjunto de esta obra «verbal» no puede ser disociada de una operación íntima y de una experien­cia vivida que determinan profundamente sus elementos; y, entonces, la pequeña re­copilación de Una temporada en el infierno viene de algún modo a revelar el envés de las Iluminaciones, confiriendo a estos actos de presencia mental, aislados en su abso­luto, un contexto correspondiente que los liga al fluir de la realidad cotidiana, acla­rando y permitiendo juzgar simultánea­mente el desarrollo interior y el comporta­miento objetivo.

Como indica su título, esta pequeña colección nos relata una experien­cia transitoria, apenas superada. Se compone de nueve partes, participando a la vez del doble carácter de poema en prosa y de confesión: una corta introducción «Antaño si recuerdo bien…», «Mala sangre», «No­che en el infierno», «Delirios I: Virgen loca — El esposo infernal»; «Delirios II: Alquimia del verbo» (donde se insertan cinco de sus últimos poemas en verso: «Canción de la más alta torre», «Lágrima», «Hambre», «La eternidad», «Feliz designio de la mañana»), «El imposible», «El relám­pago», «Amanecer» y «Adiós». Imposible resumir la riqueza de motivos y la diver­sidad de estas páginas, con las cuales el poeta parece haber pretendido resucitar, en su unidad y totalidad, sensaciones, visio­nes y sentimientos, el paso y la presencia de sí mismo; de aquí, a menudo, ese estilo punzante, lleno de insinuaciones y pincela­das contradictorias, animado por un cons­tante soplo de inspiración y en donde las pausas adquieren un valor revelador. Sobre la significación de esta obra, el propio Rim­baud explicaba a su madre: «He querido decir lo que ya se dijo, pero literalmente y en todos los sentidos». En efecto, se puede apreciar en su libro el decidido propósito de restituir el lenguaje a su significación implícita y explícita.

Del conjunto destacan algunos temas esenciales: inocencia y cul­pabilidad, éxtasis de los sentidos y arrobos anímicos, dominación y sumisión, rebeldía y castigo, y el presentimiento de estar en el centro de un mecanismo, de una falacia, en donde todo se contiene, de un dualismo del que sólo se escapa viviéndolo y usando simultáneamente de un término contra otro para anularlos, para captar el ser y la ver­dad en el relámpago de un instante. Al mismo tiempo, el poeta penetra en la géne­sis de la mentalidad del «artista»; espon­taneidad inefable, armoniosa unidad de la creación, pero imposibilidad de integrarse en ella definitiva y totalmente; inevitable y justa rebeldía prometeica y satánica, acompañada de una condenación no menos inevitable; aspiración cristiana a la pleni­tud del amor humano y divino, realizada de hecho por una voluntad de no-voluntad, por el sacrificio y el aniquilamiento, con­denándose sin apelación a los turbios com­promisos de una vida paralizada y a los paliativos de la piedad; círculo infernal del sujeto y del objeto, círculo infernal del autor, encerrado en su soledad, fustigado por el tiempo y la necesidad de comunica­ción, atrapado en el cepo de un ideal impalpable que se opone a una realidad material impenetrable, muda. A través de la experiencia de estos estados complementarios, implicados en la cultura occidental, Rimbaud llega a la raíz de los mitos, com­prendiendo su interdependencia, su poder de error y destrucción y su vacuidad irriso­ria.

La ambición del poeta, proclamada en el Mensaje del vidente (v.), de ascender me­tódicamente al conocimiento del «alma» por una introspección activa, a través de todas las formas de conocimiento inmediato, de todas las deformaciones y desenfrenos, ha llegado a su término; mejor dicho, el pro­pio material de su experiencia se disgrega y transforma ya al conjuro de este conoci­miento vivido. A partir de aquí, puede asegurar sin mentir que conoce los meca­nismos de la locura y de la pasión, que le «será lícito poseer la verdad en un alma y un cuerpo»; sus experiencias de «alqui­mia verbal» le han llevado al silencio del signo, y sus experiencias morales, a la mecánica erótica; demasiado sincero para com­placerse en un «yo» absoluto del cual se sentiría indefinidamente el actor y el es­pectador desilusionados, contradiciendo de algún modo su antigua afirmación: «Yo es otro», parece haber tenido conciencia del hecho de que el «yo» debe ganarse y hacer­se en la pura intimidad y en el ambiente de los otros. Cuando termina Una tempo­rada en el infierno, Rimbaud sólo cuenta diecinueve años.

Pocos le han bastado para agotar, respecto a su época, las posibilida­des de la creación y de la revelación poé­ticas, descubriendo sus trasfondos y sus móviles, conocimiento que suprime el impe­rativo ciego de la evocación. Puede decirse que, a partir de este instante, ha compren­dido la inutilidad que para él significa es­cribir, puesto que, al parecer, jamás había aceptado la literatura como un recreo y una justificación fácil. Esta actitud, propia de la adolescencia, la concebimos bien hoy, dada su edad y su actuación en el ejercicio de la poesía. No otra es la razón de que Una tem­porada en el infierno, a despecho de su escaso volumen material, se nos aparezca como un balance y la meta definitiva de un testimonio auténtico, tanto más auténtico por ser «literario» y llevarle al extremo del refinamiento mental de contemplarse en él con la sonrisa de la incredulidad. El enor­me interés suscitado por la obra de Rimbaud ha multiplicado los comentarios y las inter­pretaciones, que, a menudo, se apoyan en pasajes separados del contexto. Bástenos citar un solo ejemplo entre mil: Paul Claudel ve en Una temporada en el infierno la manifestación de un «místico en estado sal­vaje», y, no obstante, lo que aquí se mani­fiesta con más verosimilitud es una clara conciencia del salvajismo refinado y la pro­funda inhumanidad del «estado místico», producto de una vieja civilización y no de un comportamiento primitivo.

Sea como sea, de Rimbaud puede decirse que la poesía le permitió «desposeerse» del espíritu y forjarse una voluntad de adulto responsable, autor de su destino. Rimbaud no parece haber soportado vivir sino poniéndose a prueba y contradiciéndose sin cesar para superarse. Después de 1873 efectúa distintos viajes por la mayoría de los países europeos, reconciliándose con la vida libre, ruda y aventurera de sus quince años: aprende idiomas, se interesa por las ciencias, trata de marchar a Oriente; finalmente, tras una estancia laboriosa en Chipre y Egipto, se aventurará a llevar, en Abisinia, una exis­tencia de explorador y de mercader, satisfa­ciendo así sucesivamente, fiel a los presen­timientos de su infancia, sus ansias de libertad de expresión y de descubrimientos. Afectado de un tumor en la rodilla, en 1891 abandona África para ir a morir en un hospital de Marsella a la edad de treinta y siete años. Excepto un informe sobre la región aún inexplorada de Ogadina, dirigido a la «Société de Geographie», y su corres­pondencia (que por cierto revela el más completo desinterés por la forma literaria), ningún otro escrito de Rimbaud posterior a Una temporada en el infierno ha llegado hasta nosotros.