Libro de viajes, clásico de la literatura argentina. Su autor era entonces comandante de un sector de la frontera sur de Córdoba y acababa de regresar de la guerra del Paraguay, había participado activamente en el trámite de la candidatura presidencial de Domingo Faustino Sarmiento, que comenzaba su gobierno, y se había revelado además como periodista ágil y fecundo. En ese cargo de comandante, Mansilla quiso probar que sus méritos excedían la recompensa recibida, procediendo con su actividad e independencia características. Iniciativa suya personal fue un tratado de paz que celebró con los indios ranqueles, enmendado en seguida por el presidente Sarmiento.
Para que el arreglo no se malograra, Mansilla emprendió una expedición a las tolderías del cacique Mariano Rosas en Leubucó, sin aparato militar y con una escolta que no llegaba a los veinte hombres. Al volver, después de una ausencia de veintiún días (30 de marzo—19 de abril de 1870), Mansilla se encontró suspendido en su cargo por un proceso militar originado en uno de sus peculiares actos de fuerza. Y se marchó a Buenos Aires para publicar en el diario La Tribuna la narración de su embajada en forma de cartas dirigidas a su amigo Santiago Arcos (20 de mayo – 7 de septiembre de 1870), que en ese mismo año se reunieron en libro. Fundamental era en esos días el tema, la «cuestión de los indios», es decir la solución final que debía adoptarse frente al problema de las fronteras asoladas por los enemigos. Casi todos eran partidarios de la guerra ofensiva, que no se había emprendido por falta de recursos y por ignorarse realmente la fuerza del enemigo y las condiciones del terreno.
Las cartas de Mansilla vinieron a revelar que los tremendos ranqueles eran pocos; mucho menor era su número que el presumible y, que formaban un conglomerado decadente y envilecido por los mismos cristianos que los dirigían en sus saqueos y comerciaban con ellos. Y entre esos cristianos asilados en las tolderías algunos eran saldo de las guerras civiles vencidas y otros eran desgraciados, perseguidos en la tierra de los cristianos por la injusticia de las autoridades o por la desgracia. Había, pues, material en todo ello para un elocuente alegato político en manos de un militar resentido con las autoridades. Pero Mansilla, por generosidad natural o por predisposición invencible de su temperamento ofreció una crónica amena y pintoresca, aludiendo pero muy rápidamente al aspecto político del problema y demorándose en los detalles de color, como si hablara de comarca exótica y de seres de existencia inconcebible para sus lectores.
El resultado de esa combinación de propósitos fue un libro escrito como una larga y chispeante conversación, constantemente digresiva, donde el narrador tiene siempre más importancia que el mismo relato, porque prueba una riqueza de observación y una inagotable simpatía humana. Es tal la vitalidad del cuadro, que cuesta convencerse de que no fueran apuntes tomados en el teatro mismo de los sucesos por -un espectador singular, hombre de mundo y de variada educación literaria, y al mismo tiempo hombre avezado a las faenas del campo, con la valentía y la destreza del gaucho.
J. Caillet Bois