[A Pluralistic Universe]. Es la última obra de William James (1842-1909), publicada en Nueva York en 1909. En ella se revelan los profundos motivos religiosos que han orientado la obra de James y que suelen ser fácilmente olvidados en la consideración habitual de su pragmatismo.
En cierto sentido, James, siempre alerta ante las más diversas teorías y corrientes (si bien interpretándolas a su modo), se pone en conexión con todos los pensamientos que acepta o rechaza, con todas las ideas que había venido exponiendo en el largo curso de su vida filosófica, ofreciendo una decisión final sobre la estructura del Universo. Concepción exquisitamente metafísica y religiosa, expuesta en una serie de siete conferencias que en esta obra son reeditadas con un apéndice. En el fondo, el pragmatismo ha surgido del mismo seno del positivismo empirista; y a él vuelve James, con el método y la doctrina de un «empirismo radical», entre los años 1904 y 1905. Un empirismo verdaderamente radical ha de reconocer la existencia de hechos conscientes absolutamente independientes y aislados, sin conexiones recíprocas, y de otras tantas conciencias, igualmente aisladas, que los aprehenden.
Por tanto, es un pluralismo en dos sentidos: pluralismo de los hechos de la conciencia, sensaciones y sentimientos sin unión entre sí, y pluralismo de espíritus independientes uno de otro, ya que cada uno de ellos se halla cerrado en su mundo experimental. Es natural que, por este medio, se llegue fácilmente al solipsismo, a negar toda comunicación entre las conciencias y a la imposibilidad de toda ciencia; no se alcanzaría nunca un «universo», un mundo que pudiera considerarse como un ente real. Éste es el problema con el que se encara James en el Universo pluralista; pero del problema sólo ve el aspecto religioso. Naturalmente existe una salida: lo que James denomina genéricamente «monismo», es decir, la presunción de una conciencia superior respecto a la cual las conciencias individuales no son sino momentos o apariencias. Ésta es la solución idealista que James había combatido en todo momento, y que sigue combatiendo todavía, criticando sobre todo a Hegel y a los idealistas anglosajones. La base de esta crítica es la insuficiencia lógica del «monismo».
Un «absoluto» (o mejor dicho, una conciencia absoluta, tal como la entiende James) debe, en cierto modo, «decaer» en las conciencias aisladas: el error, el mal, el pecado y el tiempo mismo, existirían solamente para las conciencias aisladas y, por consiguiente, lo absoluto sería de naturaleza absolutamente distinta de éstas. Pero (dicen los idealistas, y en particular Lotze) las cosas y las conciencias aisladas no pueden subsistir como tales si no se mantiene entre ellas alguna conexión, alguna acción recíproca; por tanto, deben unirse para poder actuar unas sobre otras. James objeta que este argumento es puramente verbal; al denominar «unidas» a las cosas, lo mismo que al llamarlas «distintas», se pretende que bastan estos apelativos para constituir una unidad superior. Para salir de la atomicidad pluralista sin alcanzar este imposible Absoluto (producto según él de un intelectualismo superado), apela James a Fechner, el pensador alemán que, para resolver el problema de las conciencias individuales, imaginó unas conciencias más extensas: es decir, una conciencia o espíritu de la tierra, y Dios como límite de estas conciencias de orden superior.
Pero el problema sigue en pie: ¿cómo logran unificarse estas conciencias en una conciencia superior, aunque no absoluta, si continúan siendo lo que son, esto es, una pluralidad de conciencias? Aquí James recurre, con decidida adhesión, a Bergson: recuérdese que pocos años antes había celebrado él la aparición de uno de los libros más importantes del filósofo francés como una adhesión de éste al punto de vista pragmatista. Y ahora, Bergson proporciona a James el punto de partida para salir de su dilema: la idea de un continuo fluir de la realidad. Las diversas experiencias, por ejemplo un sonido y un color, son efectivamente dos experiencias bien distintas, pero la atención pasa de la una a la otra de modo que la una fluye en la otra. Renueva aquí James la psicología a la que se había dedicado veinte años antes, interpretándola sobre la base del concepto bergsoniano del fluir de la realidad. Para James, el intelectualismo (especialmente el negeliano) ha muerto definitivamente; Bergson ha puesto una losa sobre su tumba, mostrando que en la realidad no hay un blanco o un negro, no hay cosas realmente distintas, conceptos que se puedan excluir recíprocamente.
Así, nuestra misma vida consciente es una unidad, porque (en una forma que no es posible explicar intelectualmente pero sí es empíricamente comprobable) confluyen en ella estados de ánimo muy diversos. Por analogía (y aquí James exalta la analogía, en oposición al razonamiento de la vieja lógica, como instrumento de descubrimiento), cabe admitir también, entre espíritus distintos, un confluir, una conexión en una unidad superior, y diversas «superconciencias» confluirán en una conciencia única de todas las conciencias, que será muy distinta de lo Absoluto, ya que no es una absoluta infinidad que, como tal, poseería (como hemos visto) caracteres radicalmente diversos de cada una de las almas simples, sino sólo una perfección de grado superior. Y esto es Dios, una conciencia elevadísima pero finita, en la cual viven y fluyen los espíritus simples, como demuestra (según James) directamente la experiencia mística de ciertos individuos, experiencia analizada por él en su famoso libro Varias formas de la experiencia religiosa (v.).
Con esta apelación extrema al empirismo, al dato de hecho, James cree haber superado el punto de vista religioso habitual, que sitúa a un lado a Dios y en el otro a los hombres, completamente distintos y diversos. La idea del fluir bergsoniano le permite mantener el misticismo como una prueba directa de la naturaleza finita de lo divino. Idea un tanto extraña que se opone a la concepción religiosa, tan distinta, que el propio Bergson obtendrá de su teoría, casi un cuarto de siglo después de James, en las Dos fuentes de la moral y de la religión (v.).
M. M. Rossi