[De unitate Ecclesiae catholicae]. Tratado de San Cipriano, obispo de Cartago, martirizado en el año 258. Se halla estrechamente relacionado con el cisma provocado en la Iglesia africana por la cuestión de los apóstatas.
El partido hostil a Cipriano, guiado por Felicísimo y Novato, favoreció las insolentes exigencias de los renegados y se rebeló abiertamente contra el obispo, que terminó por excomulgarlos. El escrito comienza con una enérgica afirmación: contra el cisma y la herejía de origen diabólico, más peligroso que las persecuciones, la única defensa es la unidad de la Iglesia, expresada claramente por Cristo en el famoso fragmento del Evangelio (v.) de San Mateo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Como los guardianes de esta unidad son los obispos, es claro que también el episcopado es uno e indivisible, y que cada obispo, participando en él, asume la plenitud de los poderes de su cargo. Las iglesias locales están unidas a la Iglesia universal por su origen común y, como las ramas de un árbol, los rayos del sol y los hilillos de agua de una fuente no pueden en modo alguno considerarse separados de su origen, en el cual tienen necesariamente su razón vital.
La idea de Cipriano es, por lo tanto, una clara y decidida condenación de toda herejía o cisma, y revela un fortísimo sentimiento de la unidad. Fuera de la Iglesia no existe salvación posible, aparte de ella nada tiene valor: oraciones, milagros, martirios, pierden todo significado. Son violentos los ataques contra los cismáticos y contra los confesores extraviados por el cisma. Entre éstos Cipriano señala y acusa, sin nombrarlo, a Novaciano, sacerdote romano fautor de una rígida intransigencia en la cuestión de los apóstatas, cabecilla del cisma romano del año 251, que lo enfrentó con el obispo Cornelio, reconocido después por Cipriano y por el concilio de Cartago de 251 como el verdadero representante de la Iglesia romana. El hereje es mucho peor que el apóstata, porque causa la pérdida de muchas almas: los cristianos deben evitar, por ello, toda relación con los cismáticos, con los herejes y con todos cuantos se hallan fuera de la Iglesia, ya que la debilitación de la fe es la causa de todos los males que afligen a la Iglesia. El escrito termina exhortando a los cismáticos a volver a la Iglesia.
En una parte de la tradición manuscrita se ha conservado una segunda redacción del cuarto capítulo, donde se afirma la primacía de la Iglesia romana: en ella se podría ver, o una interpolación o una segunda redacción de la obra de Cipriano, sugerida por el cisma de Novaciano y por su solidaridad con Cornelio; hipótesis ésta que podría ser confirmada parcialmente por la uniformidad exterior del estilo. Conviene notar que Cipriano en las Epístolas (v.) no admite una supremacía del episcopado romano, sino que le concede sólo una preeminencia honorífica. La Unidad de la Iglesia Católica, apología del poder episcopal, en la que el sermón y la polémica enlazan con la demostración cerrada, demasiado abrumado de citas bíblicas, es menos vivo y menos variado que los escritos sobre los apóstatas; hay influencia de Tertuliano, pero la exposición dogmática es totalmente distinta; en esta obra sobre todo, llena de gran vivacidad polémica, aparece la práctica de San Cipriano, hecha de moderación, habilidad y firmeza.
El éxito de los escritos de Cipriano en el mundo cristiano occidental fue notable; su estilo fácil, desenvuelto y limpio fue preferido al estilo oscuro, intrincado y difícil de Tertuliano; por ello el mártir cartaginés, mucho más popular que el hereje montañista, fue, hasta la aparición de San Agustín, el autor fundamental de la literatura latina cristiana.
E. Pasini