Son dos, construidas sobre modelos clásicos de la sinfonía alemana, cuya influencia acusan. Con todo, no dejan de tener una particular importancia, porque señalan la tendencia hacia un resurgimiento de la música sinfónica, que Giuseppe Martucci (1856-1909) predicó en Italia en un período en el que el melodrama dominaba aún de una manera absoluta. La primera, Sinfonía en «re menor», op. 75, en cuatro tiempos, fue estrenada en Milán en 1895. En el «Allegro», el tema principal entra decidido y solemne, y de él sale el segundo tema, anunciado por violines y violoncelos; luego la súbita entrada de la trompa, alternando con el primer tema, y las diferentes formas de éste perfilan en seguida el carácter constructivo y formal de la sinfonía. En el «Andante» que sigue, la sensibilidad de Martucci encuentra un campo más amplio y espontáneo para la expresión.
El tema fundamental se dibuja en el canto de los violoncelos; toda la cuerda, en sordina, apoya luego el enunciado del segundo tema. La insistente repetición de los compases iniciales parece una ansiosa pregunta que se resuelve, finalmente, en una sonora oleada melódica. Sigue el «Allegretto», dibujado por un movimiento rítmico, sobre un «pizzicato» de las violas, que denota una pureza de forma y una gran habilidad constructiva, y luego el último tiempo, ágil, fresco, de entonación clara y decidida, que termina la composición en una apoteosis sonora; pero la intuición es aún incierta, y el modelo Beethoven, al cual Martucci demuestra estar, en esta obra, particularmente vinculado, no queda resuelto de una manera plenamente personal. En la segunda, Sinfonía en «fa mayor», op. 81, ejecutada en Nápoles en 1904, la intuición de Martucci supera con mayor libertad imaginativa el elemento técnico para alcanzar acentos más íntimos. Ya en el primer tiempo, «Allegro», el tema principal se entrelaza en forma de diálogo con el segundo tema, con un ímpetu que trasciende el sentido mecánico aún patente en la primera Sinfonía. El «Scherzo» resulta, en cambio, una necesidad formal, un juego instrumental en el que el compositor se complace creando formas sonoras a través de los instrumentos de viento; sirve para preparar el plano sobre el cual se extiende el «Adagio», que, como en la primera Sinfonía, es también aquí la parte mejor de la obra.
El extremado abandono melódico y su cantar franco que, con todo, no sale jamás de una contenida reserva, constituyen la expresión más sincera del compositor: en el apagado diálogo toma parte un segundo y tenue tema que conduce el compás a desvanecerse sobre el exiguo eco de un acorde de flautas y violas. Violento y enérgico irrumpe luego el «Allegro finale»: en la alternancia de sus temas se perfila, en la parte central, un «fu- gato». Se repite en. un acelerando .rápido, apremiante, que casi sacude el edificio orquestal. Por un momento se calma; el primer tema aclara la agitada marea de los sonidos y proporciona un ambiente de plácida serenidad, antes del inicio del final. Una aparición de figuras que surgen del bajo preludian el final enérgico, decidido, clásico. Es como un remordimiento por el abandono melódico del segundo tema; una reafirmación de la necesidad constructiva, arquitectónica, a la que la forma sinfonía tiene que estar necesariamente ligada. Aunque la personalidad estilística de Martucci se mantenga dentro de la estela de los epígonos, por su voluntad, por su conciencia y supremo dominio del sonido, sus dos sinfonías son singularísimo testimonio de la afirmación de una tendencia que. se reflejará, en su concepción, en los modernos músicos italianos.
N. del Mestre