Sinfonía Júpiter, Wolfgang Amadeus Mozart

[Júpiter-Symphonie]. Escrita en 1788, es la última de las Sinfonías (v.) de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Después de la afectuosa suavidad de la Sinfonía en «mi bemol ma­yor» (v.) y el patético afán de la Sinfonía en «sol menor» (v.), la Júpiter, por su sen­cilla y grandiosa tonalidad y por la riqueza de instrumental (además de la cuerda, una flauta, dos oboes, dos fagots, dos trompas, dos trompetas y timbales, quedando exclui­do el plañidero timbre de los clarinetes, tan querido por Mozart), muestra una as­piración a la monumentalidad, a la gran­diosidad imponente de valores arquitectó­nicos, que le ha valido su mitológico sobre­nombre. El estudio de los clásicos (Bach y Hándel), a los que Mozart había copiado aquellos años por encargo de un aficionado vienés, se deja sentir en la complejidad de sus miembros y en el desarrollo de una elevada doctrina contrapuntística. La ex­presión tiende a hacerse solemne y enco­miástica, aunque sea con irresistibles y deliciosas caídas en los dominios de la gracia acariciadora, y a veces melancólica. En el «Allegro vivace» ya vemos lo que ocurrirá en alguna de las más complejas composiciones sonatísticas y sinfónicas de Beethoven; por ejemplo, los dos temas no son sencillos y unívocos, sino más bien dos vastos conjuntos temáticos, que encierran en sí diversos temas y alimentan en su seno todo un mundo de contrastes expre­sivos. Así, el primer tema (A) consta de una afirmación viril y enérgica (A’), casi absolutamente elemental desde el punto de vista melódico, y de una respuesta mucho más vaga y melodiosa (A”) de carácter in­terrogativo y suplicante, que tendrá en todo el fragmento una importancia incalculable.

Pero he aquí que es repetido (compases 24- 25), dando ahora mayor relieve al segundo elemento, el melodioso y delicado, con ele­gantes arabescos de los instrumentos de madera; los elementos (A’) y (A”) circulan en segundo término por la cuerda, mien­tras los instrumentos de viento esconden en sordina un ‘ ritmo marcial, hasta que una vez más predominan estos motivos solemnes y fastuosos para conducir enér­gicamente a una pausa suspendida sobre el «re», dominante de la dominante («sol»). En «sol mayor» florece ahora, resbaladiza y típicamente mozartiana, el primer ele­mento del segundo tema. Pero después de una pausa he aquí (com­pás 81) una breve e imprevista expansión de rudas sonoridades en., tono «menor» que van a parar (compás 89) a un episodio de­rivado, por melodía y ritmo, del importante elemento (A’).

El segundo tema no está terminado aún; por el contrario, hasta aho­ra (compás 101) no se abre a su manifes­tación principal, una deliciosa melodía de ópera bufa. Y resulta tan sabrosa y hechicera que Mozart no la abandona, e in­mediatamente, con una brevísima modu­lación en «mi bemol mayor», se vale de ella para iniciar el desarrollo, en el cual esta «Arietta» cómica experimenta una es­tupenda elaboración académica. Finalmente, este nudo enredado se despliega en «mi mayor», y después de una breve modula­ción de los primeros violines hacia «fa mayor», he aquí que aparece en esta tona­lidad el primer tema (A). Pero es una fal­sa reexposición, artificio no insólito tam­poco en Haydn, y estamos aún en pleno desarrollo: en efecto, el primer tema pier­de muy pronto el segundo elemento (A”) y quedan frente a frente, en lucha furiosa, los dos elementos más robustos y brutales, las tres notas ascendentes (A’) y las cuatro descendentes (A”’). Estos elementos se en­caran ásperamente, modulando, como en una riña de gallos, hasta que reaparece el diseño tomado del último compás del se­gundo tema (la «arietta buffa»), y con po­cos compases de armonioso contrapunto de los instrumentos de madera conduce a la auténtica reexposición. En «fa mayor», sub­dominante del tono principal, el «Andante cantabile» es iniciado por los violines en sordina, a los que responde; fuerte, una intervención de toda la orquesta. La exposición de este primer tema ocupa 23 compases, terminados con un calderón

Éste por dos veces ascendiendo cada vez un grado, hasta que en los violines se ini­cia un canto ampliamente desplegado du­rante seis compases. Ejemplo típico de la equilibrada estructura melódica mozartia­na, toda ella un juego secreto de contra­puntos y de correspondencias dinámicas, en que las relaciones matemáticamente perfectas entre los varios miembros de las frases son acertadas con la intuición del genio. Una vez ha descendido a los bajos, el tema es inmediatamente repetido, y esta vez sus pausas están ocupadas por un de­corativo arabesco en semicorcheas, a cargo de los violines, que también es transpuesto cada vez a un grado más alto hasta que tres notas de los oboes y los fagots forman como un puente al segundo tema.

Aquí, la paz serena se quiebra en afanosos sollozos, en el doloroso y trágico tono de «do menor». Pero el segundo tema es vasto y complejo: la agitación se aplaca pasando a una segunda sección en ’«do mayor» en que la melodía de los primeros violines está sostenida por un nutrido acompaña­miento en arpegios, por acordes y largas notas de los instrumentos de viento, com­pletada con intervenciones y réplicas de las flautas en un renovado equilibrio. El tema encuentra su salida en una cláusula de sabor deliciosamente fantástico. El bre­ve desarrollo se efectúa sobre el segundo tema (D) en su parte agitada e inquieta y se cierra con la cláusula que hemos seña­lado, que, mediante modulaciones, pasa de un instrumento a otro. La repetición, enri­quecida con diez compases de coda, es en extremo libre y original con respecto a la exposición; el diseño de semicorcheas, que ya se había presentado, se afirma en primer término, ora en los violines, ora en los ba­jos, y se despliega sinuoso y amplio, conduciéndonos hasta un punto culminante de sonoridades heroicas, en «do mayor», en las que interviene toda la orquesta. La an­gustia trémula del segundo tema (D) es así apagada y queda reducida a un breve re­cuerdo, del cual se pasa a la reconquistada paz de la melodía de la segunda sección en «do mayor», con un estremecimiento de toda la orquesta susurrante en ecos dialogados y complementos contrapuntísticos. En un cen­tenar de compases este «Andante» produce la impresión de una inmensa estructura, reposante como la vasta serenidad de una catedral: todo un mundo que se desenvuelve ante nuestros ojos con ritmo sosegado y solemne.

El «Minuetto» es uno de los más originales y modernos de Mozart; todo él fundado (aparte el breve y sereno «trío») sobre una fase descendente de inquieto y sugestivo cromatismo que, en la segunda parte, contrapunta ingeniosamente consigo misma, en cuanto cada instrumento la re­pite antes que el precedente lo haya ter­minado. El final «Allegro molto», al cual debe su sobrenombre, es la coronación contrapuntística de la obra y en cierto modo la «summa» doctrinal de Mozart. Es cierta­mente el trozo en que mejor ha conseguido fundir la vivacidad de la inspiración con una austeridad académica y un nervio constructivo insólitos en él. Sobre temas, por decirlo así, neutros e inexpresivos, au­torizados por un largo uso en la polifonía, tanto antigua como moderna, se eleva el formidable castillo de combinaciones contrapuntísticas en un magistral y creciente tejido de voces: un complicado fugado que se contiene, sin embargo, perfectamente dentro de los moldes acostumbrados en la forma sonata, acrecida por una vasta «co­da», de tal modo que iguala y equilibra perfectamente su desarrollo. Dos bloques correspondientes, pues: exposición y des­arrollo, repetición y coda. Aquella impre­sión arquitectónica que ya los tiempos pre­cedentes habían sugerido aquí y allá fugaz­mente, aquí se concreta en una grandiosa apoteosis final, verdadero monumento de ciencia y de arte que Mozart se elevaba a sí mismo, o, mejor dicho, a la memoria de Hándel y Bach, al despedirse de la forma sinfónica. Gigantesco testamento, más sor­prendente aún cuando se piensa en la frá­gil gracilidad de las primeras sinfonías mozartianas: increíble y repentina maduración espiritual que le llevaba, de golpe, de las femeninas gracias del estilo italiano y de la galantería vienesa, a través de parén­tesis de angustias y temores románticos, a la cuadrada virilidad, a la religiosidad la­boriosa, a la sobria y contenida humanidad de los más grandes patriarcas de la música.

M. Mila

Quedamos estupefactos sobre todo por la sorprendente facilidad con que son resuel­tos los más difíciles problemas técnicos. Nadie, como no sea un especialista, sospe­cha entre los brillantes juegos tonales del final la estupenda maestría contrapuntística y la superioridad de que Mozart da prueba. ¡Y, además, aquel océano de eufonía! El sentido de la eufonía es, efectivamente, en Mozart tan absoluto, que no es posible en­contrar en todas sus obras una página en que sea sacrificada a consideraciones de otro género. (Grieg)

La Sinfonía en «do mayor» de Mozart… es con respecto a las cuarenta y siete que la preceden, lo que la Novena Sinfonía de Beethoven con respecto a las ocho restantes. Resume admirablemente la música instru­mental del maestro y eleva a su apogeo un estilo todo claridad, fuerza y gracia… No busquéis en esta música luminosa el acento trágico de Beethoven ni la profundidad me­ditativa de Bach; no es la traducción de ningún estado de ánimo extraño a ella; únicamente por y gracias a sus íntimos re­cursos, en el juego ondeante y sutil de sus combinaciones expresivas, se mantiene pu­ramente musical. (Dukas)

No es todavía el empuje de la pasión beethoveniana; pero hay ya en ella acen­tos que hacen presentir al maestro de Bonn. Estamos lejos del eterno optimismo de Haydn. (Combarieu)